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Pasión de Cristo, pasión de un Papa

Publicado: 22/04/2011: 1806

Olegario González de Cardedal ofrece en ABC una reflexión sobre la crucifixión de Cristo en la que afirma que «la muerte de Jesús es un hecho, que hay que fijar con todo rigor histórico en su contexto y causas; un escándalo, ya que se trata de la muerte de alguien que pasó haciendo el bien; un signo, porque ese sujeto consumó su vida en el servicio, amor y perdón para quienes le entregaban; un misterio, porque en Jesús nos ha trasparecido la presencia de Dios en el mundo, asumiendo nuestra historia, compartiéndola y redimiéndola desde dentro de ella.»

La primavera trae siempre el gozo de la vida renovada, el amor florecido, los árboles y los hombres levantando sus cabezas hacia el azul del cielo. En Castilla nos ha traído en los últimos años el gozo de esas admirables exposiciones propiciadas por las Edades del hombre. Ellas sacaron a la luz los tesoros de belleza y esperanza que la fe ha ido gestando a lo largo de siglos. La de este año, con doble sede en Medina del Campo y Medina de Rioseco, está centrada en la pasión de Cristo, acontecimiento que los cristianos han celebrado, siglo tras siglo, con pasos y procesiones. Algo evidente en un sentido, sorprendente y casi incomprensible en otro.

Partiendo del sentido de la justicia, que es una de las grandes conquistas de la modernidad, ¿qué significa celebrar una muerte violenta, y menos la de Jesús, resultante de una crucifixión? Esta, junto con la cremación y la condena a ser entregados a las bestias, era el castigo más horrible que preveía el derecho romano para traidores al Estado, sediciosos, grandes criminales y esclavos. Esa es la muerte que murió Jesús. ¿Deberemos hacer memoria eterna de ella celebrándola o más bien olvidarla para siempre como olvidamos los grandes errores y horrores?

La muerte de Jesús es un hecho, que hay que fijar con todo rigor histórico en su contexto y causas; un escándalo, ya que se trata de la muerte de alguien que pasó haciendo el bien; un signo, porque ese sujeto consumó su vida en el servicio, amor y perdón para quienes le entregaban; un misterio, porque en Jesús nos ha trasparecido la presencia de Dios en el mundo, asumiendo nuestra historia, compartiéndola y redimiéndola desde dentro de ella. Un Dios que decidió ser compañero de alianza del hombre, compartiendo su destino, sanándolo y abriéndolo a una vida indestructible. Dios se ha hecho vulnerable como nosotros.

La filosofía y otras religiones consideran a Dios inmutable, impasible y lejos del hombre. El Dios cristiano es el Dios humilde y vulnerable que acompaña al hombre su amigo hasta el final para compartir su historia e intercambiarla: yendo de su vida a nuestra muerte y llevándonos de nuestra muerte a su vida. ¡Dios vulnerable vulnerado por el hombre pero no anulable!

Esto es lo que los cristianos han venerado en la muerte de Cristo: que la justicia suprema no es justiciera, sino que se ha revelado como misericordia; que a nuestras culpas Dios no ha reaccionado con la venganza, sino con el perdón. ¿Qué sería de nosotros sin la misericordia de Cristo? Desde ella hemos descubierto el poder mortífero de la mentira, el egocentrismo, el odio, la venganza. Con su perdón Cristo ha desenmascarado nuestras culpas. Por eso la celebración de la pasión ha fascinado a los hombres y han querido ser cofrades, costaleros, hermanos, caminando bajo el peso de los pasos.

Sin quizá saber explicarlo muy bien, eran conscientes del propio pecado, lo iban confesando sin palabras y acogiendo el perdón del Santo que no nos condena pero que tampoco trivializa el mal y la culpa. Esa presencia pública en silencio o en tambores y saetas, en espectadores o en actores, es una súplica de perdón y un gesto de acción de gracias. Al mirar a Cristo en la cruz con los brazos abiertos vemos al que ha participado en nuestro dolor y nos asume a su resurrección. Por eso renunciar a la celebración de la pasión sería renunciar al signo supremo del amor de Dios, negar nuestras culpas, renunciar a la confesión y al perdón, que son dos necesidades supremas del hombre. Reprimirlas es condenar al ser humano, pecador e indigente, a perdurar en soledad y desesperanza.

Pero lo más sagrado puede ser mal comprendido, desfigurado y pervertido. La muerte de Jesús no fue necesaria ni física, ni jurídica ni socialmente. Dios no quiere la muerte de nadie ni necesita sangre. Dios no es déspota, sádico o vengativo. Todas esas imágenes proyectadas sobre él son su degradación y profanación máximas. Jesús tampoco es el chivo expiatorio, como quiere el sociólogo R. Girard, mediante cuya expulsión de la ciudad esta descargaría sus tensiones y recobraría la paz.

La muerte de Jesús fue resultado de tres libertades en juego. Una, la libertad de quienes le entregaron: la traición directa de Judas, el plegamiento cobarde del pueblo y la culpabilidad final de Pilato. Otra, la propia libertad de Jesús, que fue a la muerte no como un ingenuo, un fanático o un suicida, sino en la clara conciencia de quien cumple una misión: la de hacer presente a Dios en el mundo y mostrar que su palabra es más fuerte que la muerte. «Nadie me quita la vida; soy yo quien la pongo, por los muchos, para rescatarlos de sus pecados». Y fue fruto de la libertad del Padre: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo, para que el mundo no perezca, sino que tenga vida eterna».

Al celebrar esa muerte quedamos identificados siendo interrogados : ¿de qué lado estamos, si de los traidores, de los que huyen por miedo o de los que van fieles hasta el final? Por eso la historia de la Pasión es un relato tan incisivo, tan tajante en su insuperable sobriedad, tan identificador de las personas. (M. Yourcenar ha escrito que es la más bella historia de amor del mundo). Lo que hemos hecho en nuestra vida con otros hombres es lo que habríamos hecho con Jesús si hubiéramos estado allí. Por eso al contemplar su muerte se nos convierte en el espejo de nuestra vida y nos lleva a reconocernos también culpables. ¡Ay de los que se quieren inocentes y con manos limpias! Dostoyevski y Levinas nos han hecho confesar ante tales hechos de inhumanidad: «Yo también soy responsable, y más que nadie».

A pensar este acontecimiento ha dedicado Ratzinger-Benedicto XVI su libro reciente: «Jesús de Nazaret II: de la entrada en Jerusalem a la resurrección». Partiendo de los métodos histórico-críticos, ofrece una reflexión teológica que concluye en una mirada amorosa a la conciencia contemporánea. Analiza los misterios finales de la vida de Cristo, especialmente reveladores de Dios y desveladores del hombre.

Ellos nos enfrentan con los problemas fundamentales de la vida humana: la conciencia y angustia ante la misión por cumplir (Getsemaní), el enfrentamiento con la violencia social (proceso), el choque con el poder político (Pilato), el sentido de la muerte (crucifixión). Jesús nos ha desvelado la capacidad sobrecogedora de la libertad humana: que nos pueden matar, pero no nos pueden infligir el sentido que demos a nuestra muerte. Cristo murió «por» nuestros pecados, es decir como resultado de ellos; pero él murió «por» ellos: para anularlos y perdonarlos.

En este libro el Papa ejerce como teólogo. ¿O es que un Papa sólo debe gobernar y reclamar obediencia? La fe tiene que ser pensable y amable para ser vivible. Pensar así es hacer teología. Ese pensar es la primera tarea del hombre y del cristiano hoy, yendo del pensar al creer y del creer al pensar. La fe es fruto de libertad y fuente de libertad. Que el Papa ayude a pensar, invitando a diseccionar los contenidos y a establecer las exigencias de la fe, es una forma bella de ejercer su ministerio.

¿No se ha acusado a los Papas de imponer dogmas, reclamando obediencia y reprimiendo el pensamiento? Este, al darnos que pensar, nos ha implicado a todos en la responsabilidad racional de la fe. El cristianismo pasa hoy al mundo primero por la inteligencia, luego por la acción y el testimonio. Su aportación primera es pensar bien y hablar bien de Dios, de Cristo y del hombre. Todo lo demás son añadiduras, ramas que viven bebiendo de ese tronco.

Autor: abc.es

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