«El ateo bautizado»

Publicado: 03/08/2012: 4780

•   XXVIII Carta a Valerio

Querido Valerio:

El otro día me encontré con Simón, nuestro amigo de infancia. ¿Te acuerdas? Era el primero en clase y se hacía con todas las matrículas. Ahora es gerente de una gran empresa. Nos encontramos casualmente y me invitó a tomar café. Charlamos un buen rato. Me dijo, entre otras muchas cosas, que después de haber dejado de ir a misa, se pasó al cam­po de la indiferencia para llegar unos años más tarde a la militancia atea. «No creo, me dijo, y estoy convencido que todos los católicos sois unos retrógrados». Me quedé de piedra. En aquel momento no se me ocurrían argumentos para convencerle de todo lo contrario. Sólo le dije que yo me sentía profundamente agradecido por el don de la fe y me enorgullecía que el Señor, desde la edad de doce años, me hubiera llamado a consa­grarme a El en cuerpo y alma, y a por vida.

Estadísticas alarmantes

Simón es un ateo bautizado. Su proceso hacia la increencia es el que se da en algunos católicos. Las estadísticas, que no son dogma pero sí pistas de reflexión, nos dicen que un buen número de españoles bautiza­dos se sienten prácticamente «desgajados» de la comunidad eclesial, cuan­do no enfrentados a ella.

Recogiendo datos de algunos sociólogos católicos, me permito, que­rido Valerio, sintetizar y catalogar a los que «se nos han ido». Tómalo como simple indicación:

En primer lugar están aquéllos que por culpa propia o por incapa­cidad de la comunidad eclesial viven en la indiferencia. Les da lo mismo creer que no creer. La fe cristiana en ellos, por lo menos aparentemente, no tiene ninguna incidencia positiva ni negativa. Es lo de aquella frase acuñada: «pasan de todo». A mi manera de ver muchos bautizados espa­ñoles se sitúan dentro de este grupo.

En segundo lugar están aquellos que, aun profesándose católicos, tienen un tal «embrollo» mental en lo que a su fe cristiana se refiere que viven en una constante confusión: que si el «Cautivo» de Málaga tiene mucho más poder que el «Cachorro» de Sevilla; que si la Macarena pue­de más que la Virgen del Pilar; que si tal o cual novena tiene resultados infalibles; que ellos se confiesan directamente con Dios para que les per­done sus pecados; que la Iglesia no debe meterse en la vida privada de los individuos, como tampoco en la vida de la sociedad; que «eso» de la otra vida... ¡ve a saber!

Están, además, aquéllos que se debaten en constantes dudas sobre los contenidos de la fe y sus exigencias en lo que a la moral personal y social se refiere. Y lo peor es que, ante su «enredo mental», no tienen oportunidad de clarificarse.

Últimamente se ha puesto de moda decir que se es agnóstico, sin saber exactamente ni siquiera lo que la palabra significa. Los «entendi­dos» dicen que se es agnóstico porque no se encuentran razones convin­centes ni para creer ni para no creer. Entre éstos, querido Valerio, hay personas sinceras; pero, los más son cómodos o simplemente cobardes.

Los hay, también, que se han apuntado a la trasnochada Ilustración del pasado, ya muy pasado, siglo XVIII. Para ellos no hay más dios que la razón. Son «adolescentes» de una época histórica superada.

Por último, también hay bautizados que han perdido la fe y se con­sideran ateos; pero, a mi parecer, los ateos-ateos son muy pocos; aunque, «haberlos, haylos».

Anunciar de nuevo a Jesucristo

Ante esta innegable y, me atrevo decir, pavorosa realidad, a la Igle­sia incumbe el gravísimo deber de anunciar de nuevo a Jesucristo. Oca­siones, querido Valerio, no nos faltan: los contactos espontáneos o espo­rádicos con nuestros parientes, vecinos o amigos; nuestros encuentros con los que, por una u otra razón, se acercan a la parroquia; la invitación que podemos hacer a personas conocidas para que participen en nues­tras reuniones, retiros, ejercicios espirituales... Es necesario que «oportu­na e inoportunamente», «a diestra y a siniestra» anunciemos a Jesucristo, no tanto como por un deber impuesto, sino como por una necesidad irresistible que siente el auténtico creyente al comunicar a los demás aque­llo que para él es el centro y la razón de su vida. Entonces podríamos hacer lo de la mujer de la parábola del evangelio que, una vez encontró la moneda perdida, convocó a sus vecinas para participarles su gozo. La fe, querido Valerio, se contagia.

Una Parroquia llena de niños y ancianos

Al terminar una de mis últimas visitas pastorales, querido Valerio, mientras cenaba con el Sr. Cura, le pregunté: «¿Siempre participa tanta gente en la misa dominical? Hoy la iglesia estaba totalmente abarrotada». Mi amigo, el Sr. Cura, con una sinceridad y un realismo fuera de lo co­mún, me contestó: «Quizás hoy, con motivo de su visita pastoral, había más gente; pero, no sé si Vd. se ha fijado que la inmensa mayoría eran niños y ancianos. ¿Dónde estaban los jóvenes de 20 a 25 años y los adul­tos de 30 a 50? Esta es mi cruz y mi reto pastoral».

Las palabras del Sr. Cura, querido Valerio, me han hecho reflexio­nar. Pienso que tiene toda la razón. Por eso digo y repito, una y otra vez, que es necesario un nuevo empuje evangélico y catequético que nos acer­que a este gran número de bautizados ausentes. Digo «acerque», ir a ellos... no esperarles cómodamente en los despachos parroquiales o reci­birles fríamente en las celebraciones de bautizos, primeras comuniones, bodas o funerales. La parroquia debe salir a la calle.

La nueva evangelización

«Es necesaria unanueva evangelización». La frase es del Papa. En estos últimos años se está reflexionando y escribiendo mucho sobre esta «propuesta». Se dicen cosas muy interesantes que debemos tener en cuen­ta. Recojo para ti, querido Valerio, algunas ideas de obispos y de pastoralistas sobre la nueva evangelización. En síntesis son éstas:

Es innegable que la cultura europea y americana, por más que pu­diera parecer lo contrario, está influida por criterios cristianos. En gran parte, todo lo relativo a los derechos humanos, a la libertad, a la ecología... son ideas entresacadas de la Sagrada Escritura y, aun, del Magisterio de la Iglesia.

Sin embargo en estas últimas décadas, en que la técnica humana ha dado pasos gigantescos, han surgido nuevos grupos y realidades so­ciales en los que no incide ningún criterio evangélico; más aún, se tiene la impresión, por no decir la convicción, que prescinden o rechazan cons­cientemente cualquier principio cristiano. Por otra parte, a nosotros nos ha faltado la fuerza creativa para iluminar las nuevas realidades o situa­ciones sociales con la luz del mensaje de salvación que nos proclama Je­sucristo a través de su Iglesia.

A los creyentes en Cristo, querido Valerio, nos obliga una constante y sincera reflexión sobre los «hechos nuevos», para iluminarlos con la luz evangélica. A la Iglesia le corresponde, entre otras cosas, evitar la defor­mación de un progreso que pudiera convertirse en fuerza destructiva. Debemos asegurar que el progreso respete y potencie la dignidad de «hijo de Dios» que tiene toda persona.

Esta es una tarea difícil y urgente; pero, al mismo tiempo, apasio­nante y llena de esperanza.

A su vez, deberemos estar atentos a los «profetas» que el Señor nunca deja de enviar a su Iglesia; profetas que se distinguirán por su humildad, tenacidad y fidelidad a Jesucristo y su amor a la Iglesia.

¿Cómo empezar?

Ante las nuevas exigencias pastorales podemos caer en la tentación de buscar «recetas fáciles» y de efecto inmediato. Creo, querido Valerio, que estas «recetas» no existen. Lo más que podemos esperar son orienta­ciones y criterios generales que nos ayudarán a encontrar métodos con­cretos para las nuevas situaciones.

Si tú quieres, querido Valerio, subirte al tren de la historia de una Iglesia «siempre antigua y siempre nueva», es decir una Iglesia fiel a las verdades reveladas, y, al mismo tiempo, fiel a la historia, te sugiero que te hagas cuanto antes con el libro titulado «Catequesis de Adultos». Se trata de un documento de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Cate­quesis.

¿Dónde esta la novedad?

El libro Catequesis de Adultos no «inventa la pólvora»; más bien nos recuerda e insiste en aquellas verdades perennes de la fe que se han olvidado o tergiversado.

No podemos negar que ha habido un cierto «confusionismo». ¿Quién tiene la culpa? Quizás la compartamos entre todos: los silencios de algunos pastores a quienes alguien califica osadamente de «perros mudos»; los seudo-teólogos que, alucinados por la novedad, no han sido capaces de conectar con la Tradición; catequistas «inmaduros» que olvi­dando la formación integral de sus catequizados, se han limitado a ense­ñar aspectos o puntos parciales de la fe.

Por otro lado, seríamos injustos, querido Valerio, si no fuéramos capaces de reconocer y agradecer a muchos pastores, teólogos y catequis­tas que, fieles a la revelación, han señalado con claridad y valentía el olvi­do de aspectos esenciales de la fe y han descubierto la mano de Dios en los signos de los tiempos.

El discernimiento entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, corresponde a los pastores. Son ellos los que han recibido el carisma del discernimiento; un carisma necesario, pero a la vez poco reconocido, cuan­do no rechazado.

No se puede predicar la cruz y olvidar la resurrección; orientar so­bre ética o moral cristiana, sin tener en cuenta las verdades de la fe que la fundamentan; fomentar una vida espiritual alineante que no tiene en cuenta la realidad socio-política; dar «pan» y negar el «catecismo»; inten­tar liberar a tantos oprimidos a causa de estructuras sociales injustas y apenas referirse a la libertad interior que tuvieron los santos en circuns­tancias opresoras... En definitiva, cuando evangelizamos y catequizamos debemos hacerlo de manera integral.

Los de dentro y los de fuera

Vivimos, querido Valerio, situaciones nuevas que reclaman ardor, métodos y expresiones originales (Juan Pablo II), partiendo de la nove­dad que de una vez para siempre se nos dio en Jesucristo, el Dios hecho hombre.

En la medida en que los cristianos (los que estamos dentro) nos dejemos penetrar progresivamente por el evangelio, seremos capaces de romper los muros de nuestros grupos y lanzarnos a anunciar la salvación de Jesús, la buena noticia, a tantos millones de personas (los que están fuera) que quieren saciar sus ansias de felicidad bebiendo en charcos em­ponzoñados, en lugar de acercarse a la fuente de agua viva que es Jesús, el único que puede hacernos felices.

El trípode de la Catequesis

Nuestra gente, querido Valerio, vive encandilada por un bienestar que se tiene o que se busca desaforadamente; y que por ser un bienestar aparente y parcial conduce al tropiezo, a la caída y a la desesperación.

Cada parroquia, cada comunidad cristiana tiene la obligación de ofrecer (¡jamás imponer!) la luz de Jesucristo que ilumina el camino de la vida. Y esto debemos hacerlo constantemente a través de las homilías, las catequesis, los triduos, los quinarios, las novenas, los retiros y ejercicios espirituales... Los cristianos tienen derecho a ser iluminados por la luz del evangelio a través del magisterio eclesiástico, y los pastores, a su vez, tie­nen el deber de ofrecerles la integridad del mensaje.

Al desarrollo progresivo e integral de la fe sigue por necesidad in­trínseca la celebración de los misterios que básica y esencialmente se da en los sacramentos. Entre ellos sobresale la eucaristía, la misa. Insisto, Valerio, como te lo he indicado en otras ocasiones, que sin misa no es domingo para el cristiano. Y tú bien sabes que entre algunos de nosotros la eucaristía dominical ha perdido muchos puntos. Sin las celebraciones de la fe, la comunidad cristiana se encaminaría hacia su propia destruc­ción.

Pero, no termina aquí la cosa. A la fe y a su celebración sigue de manera lógica y necesaria el testimonio, el apostolado; también el «apos­tolado social», rechazado por unos y silenciado por otros. Una fe recibida y celebrada que no sea capaz de configurar la convivencia de los hom­bres, aun la misma cultura, resultaría ser una fe débil e imperfecta, por no decir falsa.

La fe recibida y progresivamente desarrollada, la fe celebrada y la fe vivida constituyen el trípode de la catequesis integral.

Manos a la obra

Invita, Valerio, a los cristianos de tu grupo parroquial para que se hagan con el documento de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Cate­quesis del que te he hablado y que lleva por título «Catequesis de Adul­tos».

Ponle todo tu esfuerzo para que los miembros de tu grupo estu­dien su contenido e intenten poner en práctica sus orientaciones.

Es necesario que los cristianos nos convenzamos que en el camino de la fe nadie tiene derecho a detenerse; ni siquiera los más «entendi­dos». La comunidad cristiana, además del alimento esencial e imprescin­dible que recibe en la misa dominical, debe organizar encuentros perió­dicos de grupos reducidos para profundizar en los misterios de la fe y sus exigencias.

La catequesis no puede limitarse a la infancia y a la juventud. Son los adultos los que más la necesitan y para ellos surgió en la Iglesia; de tal manera es así que es precisamente la catequesis de adultos la que debe configurar la de los niños y jóvenes, y no al revés.

La comunidad cristiana, desde sus mismos orígenes, tiene el deber de conseguir que todos sus miembros sean evangelizadores. Claro está que no todos deberán integrarse forzosamente en grupos organizados. Los hay que, por distintas razones, no podrán hacerlo; y sin embargo también ellos deberán sentirse llamados a evangelizar a través del testi­monio de su vida.

Dentro de unos años hablaremos de nuevo sobre todo esto, queri­do Valerio. Bien seguro que nuestra conversación será como la de los discípulos de Emaús que habiendo «descubierto» a Jesús resucitado, re­gresaron a Jerusalén para comunicárselo gozosamente a los demás discí­pulos del Maestro.

Málaga, Septiembre de 1991. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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