«Chapeau para los seminaristas»

Publicado: 03/08/2012: 1407

•   XXVI Carta a Valerio

Querido Valerio:

No me extraña la sorpresa que se han llevado los amigos de Norberto. Claro, que un joven de veintitrés años, bien plantado, con una brillante carrera universitaria, alegre y dinámico como pocos, ahora decida entrar en el Seminario para comenzar los estudios eclesiásticos, sorprende al más listo.

Tienes razón, Valerio, cuando dices que Norberto deja mucho para recibir humanamente bien poco. Pero cuando un joven se «enamora» de Dios, entonces todo es posible.

Los seminaristas de antes

Con lo que voy a decirte, Valerio, no quiero, ni mucho menos, in­fravalorar a los seminaristas, hoy presbíteros (yo, entre ellos), de por allá los años cuarenta, cincuenta o sesenta; porque estoy convencido por pro­pia y ajena experiencia, que en ellos había una decidida generosidad y sabían muy bien lo que dejaban y lo que les esperaba. Bien claro nos lo decían nuestros formadores. Pero eran otros tiempos. Me explico.

El «roll social» del presbítero, por aquel entonces, era bien diferen­te del actual. Los curas y los religiosos gozaban de un prestigio singular por parte del pueblo. Eran respetados y apreciados, cuando no admira­dos por la mayoría. El sacerdote de un pueblo, por ejemplo, y sin preten­derlo, tenía tanta o más influencia que el mismo alcalde. En la ciudad se les equiparaba a la clase media. En las zonas rurales el presbítero comía y vestía, en muchos casos, mejor que el resto de los demás. Su cultura sobresalía por encima de la mayoría. «Sabes más que un cura», decía nuestra gente. Sus mismas virtudes morales eran reconocidas e imitadas. Su palabra, escuchada. Su posición social, deseada.

¡Y no digamos de un obispo!, Valerio. Hay que ver cuántas conside­raciones recibía y cuántas ventajas tenía. En algunos casos gozaba de más prestigio que el gobernador de la provincia. ¡Y si llegaba a ser cardenal!... bueno, entonces era el no va más. Se le consideraba un ser superior en todos los sentidos. Dicen que llegaba a tener tanta o más influencia que un ministro.

Por aquel entonces, a los sacerdotes, a los obispos y a los cardena­les, cada uno de acuerdo con su dignidad se les abrían casi todas las puer­tas y apenas se les resistían las dificultades.

La toma de posesión de una parroquia por parte de un cura o de una diócesis por parte de un obispo, era un acontecimiento singular que merecía los primeros titulares de los medios de comunicación locales, provinciales o nacionales, según el caso.

Su muerte y entierro conmovían al pueblo, a la ciudad o a la na­ción. Se cerraban tiendas, comercios, fábricas..., para facilitar la asisten­cia al homenaje póstumo.

Bueno, Valerio, me doy cuenta de que la caricatura ha exagerado algunos rasgos descritos. Porque, en realidad, siempre hubo sacerdotes, obispos, cardenales... que se distinguieron por su humanidad y sencillez, por su pobreza y generosidad. Los hubo, además, como es el caso del Cardenal Herrera, Obispo que fue de Málaga, que llegaron a dar un gran impulso a pueblos y a ciudades en lo que el aspecto social se refiere. Algu­nos, por fidelidad a su ministerio, se expusieron al exilio y a la marginación social y aun eclesial. Más aún, la Iglesia en España contó con un buen número de ellos que ofrecieron su vida en aras de su propia vocación. Me refiero a los mártires.

Ser cura o religioso hoy

Pero en nuestros días las cosas han cambiado, Valerio. Y han cam­biado notablemente. Sospecho que se vive más de acuerdo con el evan­gelio.

Alguien me decía (¡qué horror!; yo no lo creo) que algunas secu­larizaciones de sacerdotes, religiosos y religiosas se debieron al poco atrac­tivo social que ofrecía ser y vivir como consagrados a Dios. Pero, dejemos esto que es muy complejo y espinoso.

Volvamos al tema.

Cuando un joven de diecisiete, veinte o más años acepta la invita­ción del Maestro para ser sacerdote, sabe, entre otras muchas cosas que deberá:

-trabajar diez o más horas al día;

-tener una gran responsabilidad ante Dios y ante los hombres;

-cobrar un sueldo mucho más inferior al que recibe un albañil;

- vivir, sobre todo en zonas rurales, solo y en casas grandes o pe­queñas, pero muchas veces inhóspitas y frías;

-tener que prepararse él mismo la comida, lavarse la ropa y orde­nar la casa;

- ver que hay puertas que se cierran a su paso;

-constatar que algunos le consideran inútil;

-soportar bromas de mal gusto y miradas compasivas o despecti­vas;

-hablar y no ser escuchado;

-escribir y no ser leído;

-cargar con los problemas ajenos, sin que sea reconocida su la­bor;

-saber que, gracias a Dios, hoy día hay seglares que tienen unos

conocimientos humanísticos y técnicos superiores a los suyos; - orar y esperar la tardanza de ser escuchado por Dios;

-celebrar los sacramentos y darse cuenta algunas veces que los presentes están ausentes;

-enfermar y tener que aguardar turno en los centros de salud;

-agonizar y quizás no tener a nadie junto a su cama.

...Con esta perspectiva ¿quién se apunta a ser cura? Pues sí, mu­chos jóvenes, como Norberto, aceptan la invitación del Maestro y son capaces de dejar barca y redes en la playa de las ventajas humanas para seguir a Jesús. ¿Y a cambio de qué?

¿A cambio de qué?

Hace casi dos mil años a Pedro, el pescador de Galilea, se le ocurrió hacer esta misma pregunta a Jesús. Te cito, Valerio, el texto del evangelis­ta Mateo (19, 27-29):

«Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido: ¿qué recibiremos, pues?

Jesús les dijo: Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna».

Bueno, te preguntarás, querido Valerio, ¿y todo esto qué significa? Porque a lo mejor no le ves ninguna ventaja. Eso de tener que esperar el tiempo de la regeneración... ¿ve a saber? Intentaré explicártelo.

Las cosas de este mundo pasan, mueren. Son simple sombra de la realidad que más tarde se nos manifestará (Col 2, 16-23). Pues bien, el cristiano, y más aún el que consagra (dedica) toda su vida a Dios para glorificarle y servir a los hermanos en el ministerio sacerdotal o en el carisma religioso es el que:

-recibe, por la fe, el conocimiento de la profunda realidad de personas, acontecimientos, cosas...

-sabe, está convencido, que tener a Dios como el único centro de su vida y gastarla en el servicio a los demás, tiene pleno sentido; más aún: es el único sentido de la vida;

-hace presente y cercana la comprensión, la misericordia y la bondad de Dios, que supera cualquier otra oferta que este mun­do puede brindar;

-vive su celibato como signo de la trascendencia sin referencia a la cual la humanidad no podrá ser una familia donde se pueda vivir como hijos de un mismo Padre y hermanos unos de otros;

-sirve con humildad y constancia para ser la discreta y eficaz pre­sencia a favor de los que sufren;

-renuncia a una familia concreta para tener a todos como hijos;

-penetra en la raíz de las dificultades para vencerlas;

-desecha el poder del dinero y de la fama para liberar a los que se labran falsos dioses que esclavizan;

- ora para relacionarse con Dios y comprender mejor a la huma­nidad;

-lo deja todo para poseerlo todo de una manera más pura y lim­pia;

-clava su vida en la cruz para identificarse con su Maestro;

-acepta el morir para vivir eternamente.

Todo esto, querido Valerio, y mucho más, es lo que recibirán los que, como Pedro entonces y Norberto ahora, lo han dejado todo para seguir al Maestro.

Chapeau para los seminaristas

Chapeau, Valerio, chapeau para los jóvenes que aceptan la invita­ción de Jesús. Ellos serán, con y en la Iglesia, el alma de un mundo que no puede reducirse a cambios de banca y bolsa, a ordenadores o a sistemas políticos y económicos endiosados. Ellos, como el Hijo de Dios encarna­do, pondrán ternura y horizontes infinitos al mundo de la técnica; ellos los que harán posible la convivencia humana y la proyectarán hacia su auténtica realidad.

En verdad, los seminaristas reciben mucho más de lo que dejan. Se encuentran con Dios, consigo mismos y con los demás a nivel de profun­da verdad. Se sienten armónicamente situados en este gran hogar que es la tierra, y ubicados en su sitio, sin envidiar el de los demás. Ser feliz, al fin y al cabo, es aceptar lo que a uno le corresponde ser, y tener ni más ni menos lo que se necesita. Todo lo demás son inútiles pretensiones y so­bra.

Estoy seguro que si muchos jóvenes tuvieran la oportunidad de conocer y escuchar al Maestro a través de la Iglesia, lo dejarían todo para seguirle. Así lo ha hecho Norberto y todos los años centenares de jóvenes en el mundo. Para ellos, los seminaristas, para los novicios y novicias de cualquier Orden o Congregación ¡Chapeau!

Málaga, Diciembre de 1990. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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