Noticia Meditación junto a la Virgen en Jueves Santo Cristo y Soledad de Mena Publicado: 09/04/2020: 15842 Madre, pérmiteme que siga preguntándote. ¿Qué recuerdo de aquella tarde del Jueves Santo está más vivo en tu corazón? ¿Fue larga la espera, donde el atardecer se fundió con la noche cerrada? ¿Cómo preparaste la Cena, sabiendo tú que era una Pascua especial, la última Pascua? ¿Fuiste tú quien dispuso la mesa, con las otras mujeres, prendidas en el amor del perdón y discípulas de tu Hijo? ¿Cómo dispusiste para tanto comensal una mesa tan estrecha? ¿Quién ofreció el vino? Y el pan ázimo, ¿estaba en sazón para la Pascua? Sólo las madres hacen milagros con las estrecheces. Seguro que hubo sitio para todos. Y que tú, Madre, quedarías en pié, observando la escena, disponiendo los puestos y administrando las carencias. Con los ojos, darías indicaciones precisas a las buenas mujeres para que sirvieran la Santa Cena. Algún discípulo se levantaría, avergonzado, a echar una mano pero tú con delicadeza lo excusarías: «¡Escuchad al Maestro! sus palabras son el mejor alimento», les dirías con voz dulce pero firme, con autoridad de Madre. Seguro que recordaste, Madre, aquellas bodas de Caná, las del vino rejuvenecido y la alegría devuelta a aquella pareja anónima de novios, que te invitó a su fiesta. Y también aquella tarde de éxito rotundo cuando tu Hijo multiplicó el pan y comieron cinco mil, queriendo hacerle Rey. Y tú, te sonrojaste pues no te ves en el papel de Reina. Y pensarías: hoy, el agua puede seguir siendo clara ya que el vino generoso está servido; y no es necesario multiplicar el pan repartido ya en abundancia. ¿Verdad que no esperabas, aquella noche un milagro, Madre? Sin embargo, Caná y la comida multiplicada de la montaña, fue como un ensayo, un adelante de esta Fiesta. Abriste los ojos de sorpresa, cuando al levantarse tu Hijo, le dirigiste la mirada suplicante: «¿Qué falta en la mesa?»; respondería Jesús, estrechando tus manos: «¡Nada...!». Cogiéndote la toalla se la ciñe, y pide una palancana con agua... Y se inclina a lavar los pies de sus discípulos, y se los seca y los besa... Y consigue derrotar el orgullo de Pedro, tan sólo con una mirada y un aviso: Si no te dejas lavar, no eres de los míos. Pobre Pedro, quedó desarmado ante el amor desbordado del Amigo, y se ofrece generoso: ¡Entonces, Señor no sólo los pies, sino también las manos y la cara! No hace falta, Pedro, tu corazón está limpio, le insinuó el Maestro con una mirada. Primera lección de aquella madrugada. Levantando más alta la mirada, sentencia el Maestro una enseñanza de amor: ¡Quien quiera ser mi discípulo, que sirva; que por amor se incline ante el otro, que sea el último, y ame sin buscar nada a cambio! Pero, aún el Maestro nos sorprende. Después de hablar de traición, de mirar a Judas cara a cara... toma el pan y lo bendice, y lo ofrece multiplicado, repartido para todos, Pan de Vida: ¡Tomad y comed, esto es mi Cuerpo! Y estrechando el cáliz, con las manos y la fe en Dios Padre, saborea el vino y susurra, como una súplica: ¡Tomad y bebed, es mi Sangre, que será derramada por vosotros! Y tú, Madre, pensarías que todos los milagros han sido superados ante este Milagro del Amor, del Pan y el Vino, del Cuerpo partido y Sangre derramada: Eucaristía primera y anunciada para siempre. Segunda lección, al despuntar el alba: después del servicio, sólo quien se alimenta de la Vida puede gozarla; sólo quien come de este Pan y bebe de este Vino, tendrá vida eterna. Y el Maestro que anuncia su despedida y su muerte, también anuncia el camino del encuentro: en cada Eucaristía los discípulos de todos los tiempos se sientan de nuevo a la mesa con el único Maestro. ¡Es el milagro! Fue una noche intensa, llena de gestos y de palabras: servicio, amor, entrega, muerte, vida, anuncio de despedida y promesa de encuentro definitivo. Contemplas, Madre, a los comensales, y oyes las palabras del Maestro y las sigues conservando en tu corazón. Miras a los discípulos y suplicas a tu Hijo: «¡Señor, para la hora que se avecina, hazlos fuertes, alimenta su debilidad con tu Cuerpo y tu Palabra!». Y, lentamente, como una procesión hacia el cadalso, se oculta a tu mirada la comitiva: se alejan el Maestro y los discípulos hacia el Huerto de los Olivos, un paseo que cerrará la noche más trágica; pero conservas en el corazón sus últimas palabras, como el primer monumento del primer Jueves Santo. Madre, quiero ser en esta noche del Jueves Santo, cómplice contigo de las enseñanzas del Maestro: «Siéntame a la mesa de tu Hijo y hazme partícipe de su Pan y su Palabra; quiero servir como Él sirvió, ayúdame tú a ceñirme la toalla». Alfonso Crespo Hidalgo