Noticia Meditación junto a la Virgen en Domingo de Ramos Publicado: 04/04/2020: 15377 No es una pregunta indiscreta, ¿verdad, Madre? No me mueve la curiosidad sino el amor. Quiero saberlo todo de tu Hijo, quiero conocerle a Él, quiero seguir aprendiendo contigo. A las puertas del final del gran relato de la vida de Jesús de Nazaret, llegado el momento culminante, no quiero perderme ninguna palabra, ningún gesto que me manifieste el profundo Misterio de tu Hijo. Divisaba el entusiasmo y contemplaba el aplauso. Pero bien sabía, que entrábamos en Jerusalén, la ciudad que mata a sus profetas. La verdad, Madre, que no entiendo el por qué de este final que se avecina. ¿Aquel domingo de Ramos no comenzó con un éxito rotundo? ¿No entró entre palmas y olivos, con el aplauso de una victoria? ¿No fue como una gran procesión de gloria, con los vítores de miles de gargantas y las palmas entusiastas de los sorprendidos espectadores? ¿No tembló Herodes y palideció Pilatos? Y el templo, con los fariseos y saduceos en conciliábulo urgente ¿no temió por su grandeza y rechinaron las piedras de envidia ante tanto éxito? ¿Qué ocurrió después, Madre? ¿Acaso estuviste, Tú, acompañando en el silencio aquella improvisada procesión enaltecida de seguidores oportunistas y momentáneos? Cuéntamelo, María. Quizás así, entienda mejor los días que se avecinan. Te escucho, Madre. «… Querido hijo, sí estuve allí. Yo siempre he estado junto a Él. Desde que lo llevé en lo más profundo de mi vientre ya no pude nunca separarme de Él. Y cuando la distancia impuesta por su misión me separaba físicamente de Él, en cada momento, cerrando los ojos, reconstruía su rostro, volvía a escuchar sus palabras, me sentía besada por sus labios, me apoya en su brazo para andar... porque tengo su imagen grabada en mi corazón, y la doy a luz continuamente, sintiéndome Madre y abrazándole como Hijo. Y aquella tarde, o mejor ya al final de la mañana, cuando entraba en Jerusalén, montado en la humilde sencillez de una borriquilla, despertó la mirada y de los más limpios y sencillos de corazón. Aún tengo la imagen de los ojos de los niños, del rostro alegre de tantas mujeres, de la cara de sorpresa de hombres curtidos por el sol y el sufrimiento. Aquello fue como si una larga espera de pronto estallase en anuncio de llegada: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el Hijo de David, el Mesías y Señor! Fue un momento de triunfo, de éxtasis. Cómo sonreían los hijos de Zebedeo. Cómo abría paso Pedro entre la muchedumbre, alentando a Tomás y Mateo para que escoltaran al Maestro. Yo iba detrás, con las otras mujeres... contemplando la escena. Y recuerdo aún, como mi Hijo volvió la mirada. Y manteniendo mis ojos en sus ojos, descubrí el anuncio del drama; parecía que me insinuaba: no es este el final feliz. Madre; es un ensayo cruel de gargantas, para luego gritar: ¡crucifícale y libra a Barrabas! Y pensé, escudriñando en las enseñanzas de mi Hijo y Maestro: no puede dictar sentencia justa un corazón atado aún por el pecado. Es necesario soltar primero las ataduras de los corazones egoístas para poder después clamar con libertad palabras de vida y salvación. Y para ello, bien sé que es necesario que muera, que de vida y salvación y se cambien los corazones de piedra en corazones de carne. Y entonces, si vendrá el día de gloria. Enmudecerán aquel día todas las gargantas y el grito será del Padre, que señalando la Cruz vencida por la Resurrección, proclamará: ¡este es mi Hijo el Amado, escuchadle! Conteniendo el aliento bebí de un sorbo el mensaje que me trasmitía su mirada, y pensé ¿qué pasará con Pedro, con Santiago, con Juan... con esta escolta del éxito, la noche que clavado en la cruz, mi Hijo grité: “todo se ha consumado” y muera, como un hombre cualquiera? Sí estuve allí, en aquella tarde, quizás final de la mañana. Y divisaba el entusiasmo y contemplaba el aplauso. Pero bien sabía, que entrábamos en Jerusalén, la ciudad que mata a sus profetas. Y ahora acogía al mayor de ellos. Ya intuía el final y recordaba las palabras del Maestro: “nadie tiene más amor que el que da la vida...” Y pensé en el éxito de aquella procesión improvisada que, al llegar a Jerusalén, se acercaba la última lección del Maestro: sellar con los hechos sus palabras; amar hasta dar la vida, y al entregarla romper el egoísmo del pecado y abrir corazones capaces de amar. Aquel Domingo de Ramos, no fue un éxito sino un ensayo para después de la Cruz, en la mañana de Resurrección, celebrar la procesión definitiva de la vuelta al Padre. Lo viví todo, hijo mío, con el corazón agarrotado por el dolor, pero ensanchado por la esperanza: yo sé, porque me lo confesó mi Hijo, que no puede morir para siempre quien nació para dar la vida».