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Diario de una adicta (XVII). Entrada y salida de casa

Publicado: 02/07/2016: 2997

Al poco de salir Esteban, llegaron mis padres. Mi semblante, la expresión de regocijo, y la manera de saludarlo sorprendió, sobre todo a mi madre que no cesaba de contemplarme con una mirada interrogante, sin saber qué me podía haber pasado para este cambio, pero con la certeza que algo había ocurrido.

Mi padre me dio un beso y entrelazó mis manos con las suyas, en un gesto que me sorprendió de manera agradable por lo raro e inusual en él, por eso le retuve con fuerza y le agradecí con una sonrisa esta novedad que a mí me resucitaba por dentro.

¡Cómo añoraba que me abrazara físicamente, con fuerza, decisión y espontaneidad! ¡Con qué poco nos conformamos las personas! Basta un poco de cariño, de afecto, una caricia o una sonrisa conciliadora para la oscuridad se transforme en una luz luminosa y la noche se convierta en un día esplendoroso. ¡Qué facilidad tenemos para hacer felices a los demás! A mí se me olvidaron las ideas de suicidio y la estrategia de su ejecución quedó totalmente abortada. La cosa empezaba a funcionar otra vez.
Esa noche la pasé en un duerme vela por la emoción que me cautivaba, y mi madre sin quitarle ojo de encima a su niña, a la que veía con signos de alegría después de mucho tiempo en que los reflejos de su cara eran de sequedad, indiferencia, alejamiento, pena y una tristeza que iba más lejos de un sentimiento accidental y pasajero. Fue una noche buena para mis padres y para mí.

A la mañana siguiente cuando mi madre se marchó -papá se fue antes- apareció mi Esteban más guapo que nunca, con una sonrisa en la cara y con un ramo de flores que, con exquisita suavidad, colocó en la cama, antes de abrazarme con una ternura desbordante. Su mirada seguía pidiéndome perdón y sus atenciones me dejaron sin defensas. Mi corazón otra vez latía en clave de amor y el olvido se impuso con un muro muy difícil de escalar. Él no iba a permitir que me doliera nada, ni que nadie, ¡nunca jamás!, me hiciera el mínimo daño, así, más o menos me lo decía.

Como el alta hospitalaria se acercaba, me dijo que estaba preparando la casa y todo lo tenía muy limpio. Yo le dije que le había prometido a mis padres irme con ellos, y cuando prepara el terreno me volvería con él, pero que debía de pasar algunos días para no disgustarlos. Me dejó dos dosis en el bolso que estaba en la pequeña taquilla de la habitación y que hacía las funciones de armario.

Vuelta a mi casa y en plena convalecencia, la mayor parte del día me encontraba sola, pues mis padres iniciaron su rutina de trabajo; la presencia de mi hermano era esporádica y las amigas habían desaparecido. Apenas podía hablar nadie y sólo las visitas furtivas de Esteban alumbraban mis días. Cuando mis padres se enteraron de sus visitas, el conflicto fue rotundo, claro y feroz. Ellos pensaban que esa relación estaba sepultada. Fue una tarde llena de nubarrones que estaba acentuada por la limpieza de los días anteriores. Sin concesiones, especialmente por parte de mi madre, con el apoyo silencioso de mi padre y la indiferencia de mi hermano, me plantearon el ultimátum: elegir entre Esteban o seguir en la casa. No me acuerdo de las sensaciones que experimenté, pero sí sé que la decisión la asumí, desde el principio, como una consecuencia lógica y razonable de mi amor. No tuve dudas de lo que tenía que hacer: llamé por teléfono a Esteban para que viniera a recogerme.

José Rosado Ruiz

Médico acreditado en adicciones

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