Noticia Diario de una adicta (I). EL INICIO Publicado: 02/03/2016: 8048 El doctor José Rosado, experto en drogodependencias, nos acerca cada semana un fragmento de un diario de una de sus pacientes, víctima de la droga. El deseo de su autora es que su experiencia sirva de ayuda a otros jóvenes y familias que pasen por una situación similar EL INICIO Pero, ¿cómo empezó todo? No lo sé exactamente, porque la sucesión de acontecimientos y la cascada de consecuencias fueron progresivas, lentas, sin grandes tumbos y con apariencia de una normalidad que hipotecaba toda sensación de peligro. Mi niñez se desarrolló feliz, sin sobresaltos y con la alegría de una rutina familiar y sosegada: las fiestas de cumpleaños, mi santo, la misa de los domingos y las salidas de paseo con mis padres, abarcaban mi universo y yo me encontraba satisfecha. Me sentía protegida y querida, y aunque precisamente las caricias físicas eran escasas, abundaban las palabras y detalles de cariño. Mis padres tampoco podían dedicarme mucho tiempo por sus respectivos trabajos, pero los ratos que pasábamos juntos representaban un periodo de felicidad lleno de contenido y ausentes de conflictos. El trabajo de mi padre, en un laboratorio farmacéutico, lo tenía continuamente de viaje, y mi madre, funcionaria en un organismo publico, tenía todas las mañanas ocupadas. La convivencia se reducía a los fines de semana y a ratos esporádicos por las noches, y siempre con el cansancio acumulado del día. Para mi hermano Antonio, dos años menor que yo, y para mí, la referencia más importante era mi madre, a la que queríamos, respetábamos y obedecíamos sin grandes esfuerzos. Ella era ordenada hasta la exageración, disciplinada, austera y cariñosa a su manera, pues no se mostraba ni especialmente besucona ni con alardes físicos afectivos. Tampoco mi padre era muy efusivo, pero los días de fiestas en su compañía están alojados en mi cabeza como experiencias llenas de alegría, y sin las constantes llamadas al orden de mi madre, que durante la semana nos mantenía como en un cuartel. Eran días para salir, casi sin tiempo, y en libertad para corretear por el parque, comer chucherías, disfrutar de los paseos en barco por el puerto, cuando se podía, y curiosear en todos los carrillos que encontrábamos. Durante el curso, las semanas se pasaban volando, pues mi madre exigía puntualidad en levantarse e ir al colegio. La llegada a casa, comer y hacer los deberes ocupaban la tarde. Después de la cena, a la cama y así finalizaba el día. Como excepción, mi madre me dejaba ver algún programa infantil de televisión, aunque siempre me faltaba, a última hora, ¡qué casualidad!, poner en orden alguna cosa, limpiar mejor mi habitación o cuidar de mi hermano. La verdad es que ella no paraba desde que llegaba del trabajo. Transcurría con esta placidez mis años de niña, cuando un acontecimiento me descolocó durante un tiempo: tuve mi primera regla, mi primera menstruación. Sabía por mi madre los detalles más importantes, pero me cogió con pié cambiado y soporté un choque emocional, más por lo inesperado y por la situación en que me encontraba, que por el hecho en sí. Casi de pasada, se lo dije a mi madre, pero fue con el grupo de amigas, algunas de las cuales ya habían pasado por ello, con las que me confié de manera total y desde luego lo relativizaron con un sentido del humor de manera tan especial, que las angustias del principio desaparecieron. Esto me hizo crear un vínculo con ellas, en perjuicio de la relación con mi madre, a la que empecé a considerar desde otra perspectiva y con la que inicié un periodo de cierta frialdad en la comunicación de mis cosas. La confianza de hablar de sexo y sexualidad con mis amigas era un punto que ampliaba los límites tan estrechos que tenía y me fui adaptando a otro estilo de vida; Isabelita, como me llamaba mi padre, se estaba convirtiendo en mujer y las cosas adquirían otras dimensiones. Las amigas, los estudios, y mis padres se colocaron por este orden de preferencias. Durante unos años disfruté con el ritmo que esas prioridades me marcaban y no tuve aprietos ni agobios. Pero también deseaba, cada vez más, disfrutar de mi soledad y buscaba espacios para estar conmigo misma.