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Reflexiones sobre el mensaje de Cuaresma de Benedicto XVI

Publicado: 08/03/2011: 7321

Cuaresma, tiempo bautismal

 

Reflexiones desde el Mensaje de Benedicto XVI

para la Cuaresma de 2011

 

 

I. Claves existenciales de la conversión: Invitados a volver a la casa del Padre

II. La Cuaresma, tiempo bautismal: “Con Cristo sois sepultados en el Bautismo…”

III. La Liturgia de cada Domingo: Un proceso neocatecumenal

IV. Una ascética apropiada: Ayuno, limosna y oración

 

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            Cada Miércoles de Ceniza nos abre al tiempo favorable de la Cuaresma. Dios, señor del tiempo, nos regala otra nueva oportunidad de detener nuestras prisas y situarnos ante la contemplación de su amor.

            A veces, no tomamos conciencia de lo que tenemos ni lo valoramos hasta que nos falta. Suele ocurrir: cuando perdemos a un amigo o padecemos la enfermedad,  entonces, damos más valor a  la amistad y descubrimos la importancia de la salud.

 

I. Claves existenciales de la Conversión: Invitados a volver a la casa del Padre

            Hay una parábola entrañable que suena como un eco continuado en este tiempo litúrgico de la Cuaresma: es la parábola del hijo pródigo, o “del padre bueno que tenía dos hijos”, como le gusta llamar a Benedicto XVI a esta bella página del evangelio (Cf. Lc 15, 11-24).  El hijo pródigo se da cuenta del amor del padre, del calor de la casa familiar, cuando los ha perdido: cuando se ha alejado del cariño paterno para vivir “por su cuenta” y cuando ha abandonado la casa familiar para “vivir una loca aventura”.

 

El pecado: el amor perdido

            El tiempo de Cuaresma es un tiempo favorable para tomar conciencia del amor que Dios nos tiene, que nos llama hijos, y para darle gracias porque nos ha integrado  en una familia, que es la Iglesia, que se hace cercana y con rostros más concretos a través de la comunidad en la que celebramos nuestra fe.

            El pecado nos aleja del amor paterno de Dios y nos convierte en habitantes incómodos de la casa familiar de la Iglesia. Cada Cuaresma es un toque de atención a nuestra conciencia y a nuestro corazón para volver a renovar el amor a Dios e iniciar un nuevo estilo de relaciones con los hermanos: se trata de romper el egoísmo que encierra cada pecado para convertirnos al amor de Dios, que nos regenera y nos hace disponibles para el amor fraterno.

 

Conversión: el amor restablecido

            En la Cuaresma suena una palabra con insistencia: ¡conversión! ¿Qué significa esta palabra que martilleará nuestros oídos a lo largo del tiempo cuaresmal? Significa, ante todo, volver nuestros pasos hacia otra dirección. Si el pecado nos aleja de Dios, la conversión nos hace añorar su amor y contemplarle como la meta de nuestros pasos. “Sí, me levantaré y volveré junto a mi Padre”, es el inicio de la conversión del famoso hijo de la parábola y el primer sentimiento que debemos provocar en este tiempo de Cuaresma.

            Pero ¿por qué queremos volver a la casa del Padre? ¿Cuál es nuestra intención más profunda? Conviene distinguir: “no es lo mismo conciencia de pecado que sentimiento de culpabilidad”. Dicho con otras palabras: no es lo mismo “arrepentirme de mis pecados” que "tener remordimiento de los mismos”. En la práctica nunca van  disociados y en estado puro. Vamos a distinguir entre arrepentimiento y remordimiento para poder purificar nuestro corazón en nuestro deseo de volver a la casa del Padre.

 

Arrepentimiento más que remordimiento

            El remordimiento es fruto de la constatación dolorosa, del contraste entre el yo real, lo que soy (pecador alejado) y el yo ideal, lo que debo ser (hijo agradecido). El remordimiento es una gran humillación: me he defraudado a mí mismo, me he fallado a mí mismo. El otro no cuenta en el remordimiento. El solo remordimiento, nos encierra en la desazón y la amargura: ¡soy un desastre!, no sirvo para nada, nadie me quiere…

            El arrepentimiento, sin embargo, es un reconocimiento dolorido de haberle fallado a otro, de haber atropellado a otro. Ya no me sitúo ante mi mismo, como en el remordimiento; en el arrepentimiento “el otro” entra como una clave fundamental en mi deseo de cambiar. Naturalmente que hay un dolor por mi propio comportamiento, como en el remordimiento, pero no sólo porque me he “fallado a mi mismo” sino, sobre todo, porque “le he fallado a otro”, que no se lo merece. Para los creyentes ese otro es “Otro” con mayúscula: Dios que nos ama y que ha recibido el desaire de nuestro abandono. Y, cuando nos alejamos de Dios, se enturbian nuestras relaciones con los “otros”: los hermanos de los que recibimos su amor y son dignos de recibir el nuestro.

 

Conversión: obsequiar mi amor a Dios y a los hermanos  

            El solo remordimiento va acompañado de sentimientos negativos: menosprecio que conduce al autocastigo. La misma palabra “re-mordimiento” lo dice: morderse una y otra vez. Además, el remordimiento nos fija en el pasado: no podemos olvidar nuestros pecados y, después de años, nos vienen a la mente de manera turbadora y nos paraliza.

            El arrepentimiento, sin embargo,  se caracteriza por el deseo de obsequiar y de reparar a ese otro, al Señor y a los hermanos, el daño causado por nuestro egoísmo y desamor. El arrepentimiento, además, tiene la virtud de no encasquillarse en el pasado. El arrepentido, proyecta su vida hacia el futuro, con el deseo de recuperar, obsequiándole a Dios y a los hermanos, el amor perdido.

            La conversión a la que estamos llamados es la que mueve el arrepentimiento: el deseo de obsequiar a Dios con el amor que le he secuestrado por mi egoísmo y abandono de su casa. Cuando, arrepentidos, nos ponemos ante el rostro misericordioso del Padre, éste nos abraza y nos devuelve la dignidad de hijos. Y nos introduce en la casa paterna, en la Iglesia, donde volvemos a gozar, bajo la atenta y alegre mirada del Padre,  del amor de la fraternidad, del calor hogareño de la vida familiar que es la Iglesia, nuestra Comunidad.

            Cada Cuaresma, Dios nos invita a volver a su amor y a sentirnos como en “nuestra propia casa”.

 

 

 

II. La Cuaresma, tiempo bautismal: “Con Cristo sois sepultados en el Bautismo…”

            La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante. Por este motivo, el Papa dirige a la Iglesia un Mensaje. Este año, bajo el título de: “Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado” (Cf. Col 2,12), el Santo Padre reflexiona sobre la importancia de nuestro Bautismo, invitándonos a responder a la Gracia recibida en este sacramento, que nos introduce en “la vida en Cristo” y que por su propia naturaleza tiende a la plenitud que confieren la recepción de la Confirmación y la Eucaristía, completando, así, nuestra Iniciación Cristiana.  Dice el Papa, en el citado Mensaje para la Cuaresma 2011: “La Comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma). Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando al participar de la muerte y resurrección de Cristo comenzó para nosotros «la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo»”.

 

La aventura gozosa y entusiasmante del discípulo

            El Bautismo es el gran regalo que Dios nos ha hecho a cada uno de sus hijos. Nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. Como nos dice el Papa en su Mensaje: “La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús»se comunica gratuitamente”. Es pura Gracia.

            El Papa comenta, siguiendo el pensamiento del apóstol Pablo, que el Bautismo nos hace participar en la muerte y resurrección de Cristo operándose, así, en el bautizado una transformación que le impulsa a «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 10-11).

            El Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que confiere al bautizado un raudal de Gracia para que éste, colaborando con este don gracioso, viva una existencia de bautizado en continuo progreso hacia la madurez espiritual: hasta llegar a ser “adulto en Cristo”. La expresión "adulto en Cristo", perfecto en Cristo (Cf. Col 1, 28), indica un proceso de crecimiento hasta la madurez personal; la raíz y meta de esa madurez será Cristo (Cf. Ef 4, 11-16). La vida cristiana, pues, no es sólo primeros pasos, conversión y Bautismo. Es, también, camino adulto y existencia prolongada en un proceso de conformación al misterio de la muerte y resurrección del Señor. Como dice el Papa: “Así, comienza con el Bautismo la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo”. El Bautismo que hemos recibido nos invita a madurar como cristianos adultos en la fe. Siguiendo el lema de la Jornada Mundialde la Juventud podemos resaltar que la fuerza del Bautismo reclama de nosotros que seamos cristianos “enraizados y edificados en Cristo… firmes en la fe” (Cf. Col 2,7).

 

Bautismo y Cuaresma

            Comenta el Papa en su Mensaje: “Un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para experimentar la Gracia que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109)”. En esta Cuaresma, el Papa nos invita especialmente a renovar la acogida de la Gracia que Dios nos dio en nuestro Bautismo, para que ilumine y guíe nuestras acciones: ”Lo que el Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico”.

            La inspiración bautismal de este tiempo invita a todos los cristianos a revivir con intensidad la dimensión bautismal que nunca debe terminar: es decir, vivir en una dimensión catecumenal, un itinerario de escucha constante de la palabra de Dios con la cual el cristiano está siempre comprometido en una conversión que jamás se ha realizado del todo, si ésta se mide con la palabra de Dios. Palabra encarnada en su Hijo Jesucristo, que se convierte en la medida de nuestro progreso espiritual: parecernos a Cristo, es la meta de toda conversión.

 

Conviértete y cree en el Evangelio

            La Cuaresma comienza el Miércoles de Ceniza, con un acto en el cual la Iglesia repite la palabra evangélica que es  también la palabra de los apóstoles al comienzo de su ministerio en Pentecostés: “convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15).

            El signo de la imposición de las cenizas, de honda tradición, venía antiguamente acompañado de la fórmula “acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás”. Hoy, la nueva formula, con un tono y significado más positivo, nos invita a ponernos ante la Palabra de Dios, contemplarla y venerarla. Por eso, como recomiendan algunos maestros de liturgia, se podría añadir, junto a la imposición de la ceniza, el gesto del beso o veneración del santo Evangelio o la entrega de la Biblia.

            Un camino de fe no puede ser hecho sin una referencia a la palabra que la Iglesia distribuye con abundancia en este tiempo de Cuaresma: en el desierto Jesús vence con la palabra de Dios y demuestra que la palabra que sale de la boca de Dios es el verdadero alimento del creyente.  En la Transfiguración se oye la voz del Padre que revela su Palabra: “¡Escuchadlo!”

            Así como antiguamente los catecúmenos eran instruidos con la explicación de los textos bíblicos, de manera similar, en este tiempo, la Iglesia quiere dar un espacio más amplio a la palabra leída y meditada, especialmente con el pan de la Palabra en la Eucaristía dominical, presentando los cinco domingos de Cuaresma como un auténtico itinerario catecúmenal.

 

III. La Liturgia de Cuaresma: un proceso neocatecumenal

            Señala el Papa: “Este don gratuito del Bautismo, debe ser reavivado en cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana: viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su existencia”.

            La liturgia de Cuaresma, especialmente el ciclo dominical A, constituye una síntesis del “camino bautismal del cristiano en la Iglesia”. Ante todo para los adultos que se preparan para recibir el Bautismo. Se trata de un período de purificación y de iluminación que precede al Bautismo. En este tiempo, como dice el Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos (RICA) “los catecúmenos juntamente con la comunidad se entregan al recogimiento espiritual como preparación para las fiestas pascuales y para la iniciación de los sacramentos. A este objeto se celebran para ellos los escrutinios, las entregas y los ritos de preparación inmediata”.

            En los domingos de este tiempo cuaresmal, las lecturas sintonizan con los momentos de los escrutinios y exorcismos prebautismales: los pasos que va dando el que se prepara para recibir el bautismo y que se van escenificando en distintas celebraciones. Pero, también, es un tiempo bautismal para todos los cristianos: en ellos se despierta cada año su condición de “catecúmenos bautizados” que se preparan a revivir el don del Bautismo en la Vigilia Pascual con la renovación de las promesas bautismales.

 

           

Un camino en el que nos “dejarnos guiar por la Palabra de Dios”

            El Papa nos invita, en su Mensaje, a dejarnos guiar en esta Cuaresma por la riqueza de los textos evangélicos de los distintos domingos de este hermoso tiempo litúrgico: “los domingos de Cuaresma, nos guían a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir el Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a él”.

            Cada domingo nos ofrece una riqueza de textos bíblicos de hondo calado, hundiendo sus raíces en las liturgia más primitiva. Las lecturas del Antiguo Testamento, los textos de las Cartas de Pablo y el Evangelio tienen una armonía y pedagogía clara.

            Los dos primeros domingos, el Evangelio nos muestra progresivamente los episodios de la tentación en el desierto y de la transfiguración en la montaña, según el evangelista Mateo. En este doble episodio tenemos una anticipación de la tentación y de la glorificación de Cristo, celebradas ahora por la Iglesia a la luz de la victoria de la cruz y de la resurrección.

            Los tres domingos siguientes nos presentan tres perícopas del evangelio de Juan, que narran tres encuentros de Jesús con distintas personas (samaritana, ciego de nacimiento y familia de Lázaro) y ofrecen tres catequesis progresivas para los catecúmenos. Son tres encuentros de hondo sabor cristológico, en los que se desarrolla toda la fuerza de la revelación y de la salvación que emana del misterio de Cristo. Hacemos un breve recorrido por cada domingo:

 

 

I domingo: victoriosos con Cristo ante las seducciones del mal (Gen 2,7-9;3,1-7; Sal     50; Rom 5,12-19; Mt 4,1-11)

 

            Nos indica el Papa en su Mensaje: ”El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida”.

            Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha “contra los Dominadores de este mundo tenebroso” (Cf. Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal.

 

Comentario al evangelio: La tentación vive “al lado”

            La escena es profundamente humana. Jesús sufre la tentación. El mismo Hijo de Dios, se somete a la realidad existencial de la posibilidad de hacer el bien o el mal, de buscar lo que agrada a Dios o lo que agrada al propio egoísmo. Jesús sufre la tentación.

            No podemos soñar un mundo sin pecado, mientras vivamos en nuestra carne mortal. Y por tanto no es posible evitar las tentaciones. Nos asaltan por doquier. El mismo Jesús se nos muestra en el Evangelio de hoy como ejemplo de un hombre tentado por el demonio: Jesús, quiso parecerse en todo a nosotros menos en el pecado.

            Con frecuencia confundimos el pecado con la tentación. Creemos que es un todo indisoluble. Pensamos que a la tentación no hay más salida que el pecado. Pero no es así, porque la tentación, que es sólo un asalto,  puede ser vencida en el combate final.

            Al pecado precede la tentación. Éstas nos asaltan a lo largo de nuestra vida. Unas veces nos sentimos fuertemente recompensados cuando nos presentamos ante Dios para darle las gracias por la tentación vencida: conseguimos armonizar nuestra vida con nuestra calidad de creyentes y rehuimos la tentación y evitamos el pecado. Otras, ante la caída en la tentación, nos presentamos ante el Señor con humildad: Miserere mei... misericordia, Señor. Y, ante El, imploramos su perdón. Es nuestra historia.

            La sutileza del tentador nos deja tres tentaciones tipo: Jesús es tentado por el poder (dominar la tierra), por el dinero (tener y poseer), por el prestigio (ser admirado por todos). Son tentaciones "muy humanas", por frecuentes. También son presentadas al Hijo de Dios, camufladas de bien como todas las tentaciones, pero el Maestro también aquí nos deja la enseñanza hecha vida: Jesús nos muestra la posibilidad de vencer y salir triunfante, nos indica el camino para nuestra victoria. Así, nos lo recuerda San Pablo: “si por el pecado de uno, Adán, entró la muerte en la vida, por la gracia de otro, Jesucristo, la muerte fue vencida”. No es el pecado quien vence, puede más la gracia de Dios, a la que nos acogemos.

            Por eso, la tentación se vence cuando en nuestro corazón reina el Señor, cuando dialogamos con él como con un amigo. Pecamos contra Alguien y cuesta pecar más cuando ese Alguien tiene rostro concreto y lo sentimos dentro de nosotros. Por eso, Jesús se muestra venciendo la tentación en el marco del desierto, lugar privilegiado de encuentro con Dios, de oración amiga con el Padre.

            Miserere mei... “misericordia, Señor”. Estas palabras abren uno de los salmos más famosos (Salmo 50). Hoy lo recitaremos en la Misa. La música y el arte en general han recogido este sentimiento y lo han expresado con belleza. Refleja al hombre, indefenso, postrado ante la omnipotencia del amor de Dios, pidiendo clemencia y perdón.

 

 

II domingo: fortalecidos en nuestra voluntad de seguir al Señor(Gen 12,1-4; Sal 32; 2Tim         1,8-10; Mt 17,1-9)

 

            Comenta el Papa en su Mensaje, el episodio de la Transfiguración del Señor: “el evangelio pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»”.

            El Papa subraya, en su Mensaje, la clave pedagógica de la experiencia del Tabor: “Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor”.

 

Comentario al evangelio: Monte Tabor: “gloria y tentación”

            En el Evangelio, Jesús se manifiesta en el monte Tabor a los apóstoles más íntimos: Pedro, Santiago y Juan. Y se les revela en plenitud. Ellos ven la gloria de Dios, cara a cara: "El rostro de Jesús resplandecía como el sol", nos dice el Evangelio de hoy. Y escuchan la manifestación del Padre: “Este es mi Hijo predilecto, ¡escuchadle!”

            Jesús, sabe que se aproximan días difíciles para él mismo y para sus seguidores. El Hijo del Hombre tiene que ser entregado y morir en la Cruz. Y el Maestro les quiere dar un día de sosiego, de manifestación de gloria, que les sirva para fortalecer su fe en Él y puedan soportar las dificultades y persecuciones. Pedro, Santiago y Juan, gustan de este momento y exclaman: "Se está bien aquí, Señor". Incluso proponen un cobijo para quedarse, quedando ellos a la intemperie.

            Esta visión es una anticipación de la gloria. Y “están a gusto”. Sin embargo, Jesús les devuelve a la realidad. Hay que bajar del monte. Hay que seguir el camino hacia Jerusalén, la ciudad que mata a sus profetas; hay que fortalecer la fe de los hermanos más débiles; hay que predicar la Buena Noticia.

            Toda revelación de Dios es siempre un compromiso para afianzar la propia fe y manifestarla a los demás: ser testigo y misionero del Evangelio. No se revela Dios en su gloria para simplemente demostrarnos su poder, sino para indicarnos que, en su poder, cada uno de nosotros somos amados: esta es la gran noticia.

            A cada uno de nosotros también nos ha manifestado Dios su gloria en el Sacramento de nuestro Bautismo, y también el Espíritu, nos presenta como “hijos amados de Dios”. Es el título mayor que puede adquirir un ser humano. Ser “hijos de Dios es como estar en la gloria”.  Pero, Jesús nos invita a bajar del Tabor y afrontar a las dificultades del día a día, siendo seguidores suyos y misioneros de su Buena Noticia. Como dice el apóstol Pablo a Timoteo: “toma parte en los duros trabajos del Evangelio”.

            Dios no se aparece muchas veces en la majestad de su gloria, pero si podemos casi llegar al Tabor cuando leemos su Palabra y la oramos, cuando celebramos la Eucaristía en una comunidad de hermanos, y vemos el rostro de Jesús en el rostro del pobre. Pero, a veces, usamos el Tabor como tentación: nos encerramos en las cuatro paredes de nuestra parroquia, de nuestro movimiento, de nuestro grupo, diciendo "qué bien estamos aquí", y olvidamos que Dios se manifiesta para que lo prediquemos a los demás. De cada encuentro más vivo con Jesucristo, de cada experiencia más cálida del amor de Dios, sale siempre un corazón más misionero.

 

 

III domingo: Calmar la sed, hasta descansar en DiOS (Ex 17,3-7; Sal 94; Rm 5,1-2.5-8; Jn            4,5-42)

 

            Comenta el Papa en su Mensaje: “La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber»(Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna»(v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad»(v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín”.

 

Comentario al evangelio: Agua que calma la sed de infinito

            "Era alrededor de mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: Dame de beber".Así narra el evangelio de hoy el inicio de un encuentro entre una mujer, a la que conocemos por su lugar de nacimiento, y Jesús. La mujer queda sorprendida: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” Es un judío quien le pide de beber; y anota el evangelio, como en una nota a pie de página, que los samaritanos y los judíos no se hablaban.

            Y Jesús prosigue: "Si supieras quien soy Yo, tú me pedirías de beber a mí y yo te daría agua viva". Jesús le lanza un anzuelo para el diálogo. La mujer, mirando al hombre le recrimina: “Señor, si no tienes cubo, ¿cómo sacarás agua?” Es la pura lógica humana, que mide antes que nada los propios recursos, los medios al alcance. Es la observación de la realidad: un pozo con agua al fondo; y esta sólo está al alcance de quien tenga un cubo y una cuerda.

            Jesús traslada el diálogo a la lógica divina: hay otra agua, que no necesita ni cubo ni cuerda, que no está en el fondo de la tierra sino en lo profundo del corazón: "quien bebe de mi agua se convertirá él mismo en un surtidor que salta hasta la vida eterna".

            La mujer, desde su lógica humana acepta la oferta. "Dame de ese agua y así no tendré que venir a sacarla". Es una mujer práctica. Pero Jesús vuelve a la lógica de lo divino: hay que buscar el auténtico pozo –un surtidor, pura gracia- que calma la sed de infinito.

            El pueblo judío es un pueblo sediento, pues vive en pleno desierto. Por eso el pozo es una riqueza. Pero sobre todo, el pueblo judío es un pueblo sediento de salvación. Se trata de una sed histórica, enraizada en los hombres: es la sed del Mesías esperado. Jesús se presenta como el agua anhelada, que colmará la esperanza de los hombres: Él es el Mesías deseado. Y le ofrece a la mujer cambiar su sed de agua por una sed de salvación. Lo fácil se consigue con un cubo, lo realmente importante es sólo gracia de Dios. “¡Dame de ese agua!”, exclamó la samaritana; esto es: ¡sálvame, Señor, si realmente eres el Mesías!

            Seguimos el camino de la Cuaresma, y todo camino da sed. ¡Ojala que sea una sed de Dios, de infinitud, de salvación, la que provoque en nosotros una oración suplicante: ¡Dame de beber, Señor! Haz brotar en mí un surtidor de gracia que calme la inquietud de mi corazón.

 

Oración del Primer escrutinio (RICA n. 16)

Señor Jesús,

que eres la fuente a la que acuden estos sedientos

y el maestro al que buscan.

Ante ti, que eres el único santo,

no se atreven a proclamarse inocentes.

Confiadamente abren sus corazones, confiesan su suciedad,

descubren sus llagas ocultas.

Líbrales, pues, bondadosamente de sus flaquezas,

cura su enfermedad, apaga su sed, y otórgales la paz.

Por la virtud de tu nombre, que invocamos con fe,

sénos propicio y sálvanos.

Domina al espíritu maligno, derrotado cuando resucitaste.

Por el Espíritu Santo muestra el camino a tus elegidos

para que caminando hacia el Padre, le adoren en la verdad.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

 

 

IVdomingo: vivir como hijos de la luz(1Sam 16,1b.4.6-7.10-14; Sal 22; Ef 5,8-14; Jn       9,1-41)

 

            Nos dice el Papa en su Mensaje: “El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor»(Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz»”.

 

Comentario al evangelio: Luz en los ojos, claridad en el corazón

            Un ciego merodeaba en torno a los discípulos de Jesús. Y estos le plantearon la pregunta al Maestro: “¿quién pecó, Señor, éste o sus antepasados?” Porque era tradición judía de que los pecados de los padres condicionaban la vida de los hijos. El Señor, les explica que ni él ni sus padres. Y aprovecha el momento para impartir otra catequesis. Provoca un milagro: haciendo barro le toca los ojos al ciego, ¡y el ciego recupera la vista!

            Paradójicamente, los que veían, de pronto se vuelven ciegos: “¿cómo ha hecho este milagro en sábado?” Ya se sabe que los judíos estrictos no permiten hacer nada en sábado: ¡ni siquiera el bien! Ellos que lo ven todo, no han descubierto aún la infinita misericordia del Salvador, que es “señor del sábado”.

            Se inicia, así, todo un debate sobre el autor del milagro: ¡cómo va ser un profeta, o venir de parte de Dios, si no cumple la ley del sábado! dirán unos. Pero responderán otros, entre ellos el antiguo ciego ¿y cómo puede hacer milagros alguien que no venga de parte de Dios?

            La cuestión llega a Jesús. Y responde a las expectativas creadas con una respuesta misteriosa. Hay otra luz que no se ve con los ojos de la carne. Faltan los ojos del corazón iluminados por el Espíritu. Con estos ojos, los ojos de la fe, se descubre la presencia del Salvador en medio del mundo, la presencia del Mesías que anuncia la salvación a los pobres, la luz a los ciegos y la palabra a los mudos. Estos son los signos de la presencia de Dios en medio de nosotros.

            Jesús, mirando fijamente al antiguo ciego, le lanza ahora una pregunta comprometida: “¿Tú crees en el Mesías?” Y él, aturdido aún, con la vista recuperada, responde: ¿y quién es? Jesús afirma con autoridad: "Soy Yo, el que te ha curado". Y abriendo los ojos de la fe, grita con su voz y su corazón: “¡Creo, Señor!”

            Y entonces se produce el auténtico milagro: el que recobró la vista de los ojos, ahora en su profesión de fe, se abre a la luz del Espíritu, distinguiendo la mano poderosa de Dios entre nosotros.

            No se trata, sólo, de abrir los ojos para ver. Se trata de ver otra luz con otros ojos: con ojos de fe, descubrir que Dios está en medio de nosotros y nos invita a seguirle.

            Y ya se sabe. ¡No hay peor ciego, que el que no quiere ver! El mayor pecado es cerrar los ojos y no querer ver la misericordia de Dios que nos envía al Mesías Salvador.

 

Oración del Segundo escrutinio(RICA, nº 171)

Padre clementísimo,

que concediste al ciego de nacimiento que creyera en tu Hijo,

y que por esta fe alcanzara la luz de tu reino,

haz que tus elegidos,

aquí presentes,

se vean libres de los engaños que les ciegan,

y concédeles que,

firmemente arraigados en la verdad,

se transformen en hijos de la luz,

y así pervivan por los siglos.

Por Jesucristo nuestro Señor.

 

 

 

 

V domingo: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Hijo de Dios (Ez   37,12-14; Sal 129; Rom 8,8-11; Jn 11,1-45)

 

            Nos exhorta el  Papa, en su Mensaje: “Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza”.

 

Comentario al evangelio: Vida, más allá de la vida

            En los dos domingos anteriores, se nos ha hablado del agua y de la luz, como signos de vida. Hoy se nos habla de la misma vida. “Yo soy la Resurrección y la vida”, dice el Señor. Así culmina una catequesis de iniciación a la fe: una iniciación al misterio de la fe que culmina en la aceptación del Bautismo.

            “Os traigo vida más allá de la muerte”. Con este slogan publicitario podría construir Jesús una mayoría absoluta. Si hubiese un líder que ofreciera en su programa electoral la posibilidad de prolongar la vida más allá de la muerte, aglutinaría en su entorno un cien por cien de votos. Y es que la vida es el don más precioso que tiene el hombre. De ahí que cuando la vemos peligrar se tambalea toda la estructura de nuestro ser. La enfermedad nos hunde con frecuencia en el desaliento, porque intuimos que la vida se nos escapa.

            El evangelio de hoy nos muestra una escena peculiar: un enfermo que se está muriendo; su nombre es Lázaro. Es hermano de Marta y María, amigos de Jesús. Como en toda familia, ante la enfermedad se avisa a los familiares y amigos. Jesús es avisado: “tu amigo, Lázaro está enfermo”. Jesús se pone en camino. Pero advierte a sus discípulos: “esta enfermedad no terminará en muerte sino que servirá para gloria de Dios”.

            Y recibe la noticia de la muerte del  amigo. Los discípulos se sorprenden. Llegan ante la tumba y Jesús llora ante el amigo muerto. Los dolientes atentos exclaman: “¡cómo le quería!” Pero Marta le dice con tono recriminatorio: “¡Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiera muerto!” Jesús responde: “¡tu hermano resucitará!” El silencio en este momento es realmente sepulcral. He aquí que de golpe se presenta ante nuestros ojos un hombre, con la apariencia de ser como nosotros y que, ante un muerto, exclama: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mi no morirá”. Y mirando desafiante a la amiga le pregunta: ¿Crees tu esto, Marta?”.

            Y la amiga confiesa: “Yo creo que tu eres el Hijo de Dios”.  Jesús con autoridad llama a Lázaro y el muerto resucita. El milagro más espectacular ha sido presenciado por muchos. Pero el milagro previo de la fe se ha operado en el corazón de Marta. Jesús pone la fe como barrera entre la vida y la muerte. La muerte aparente es vencida con la fe profesada en el Hijo de Dios, que es “la Resurrección y la vida”. Este pasaje evangélico nos coloca a las puertas de la Semana Santa. En ella se realiza el milagro definitivo: Dios resucita a Jesús de entre los muertos. Y desde esta Resurrección, el hombre tiene esperanza de vida eterna. La pregunta del Maestro a Marta, se dirige ahora a nosotros, nuevos discípulos: ¿crees tú esto?

Oración del Tercer escrutinio(RICA, nº 178)

Señor Jesús,

que, resucitando a Lázaro de la muerte,

significaste que venías para que los hombres

tuvieran vida abundante,

libra de la muerte a éstos,

que anhelan la vida de tus sacramentos,

arráncalos del espíritu de la corrupción

y comunícales por tu Espíritu vivificante

la fe, la esperanza y la caridad,

para que viviendo siempre contigo,

participen de la gloria de tu resurrección.

Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.

 

IV. Una ascética cuaresmal: las prácticas tradicionales de Cuaresma

            Como indica el Papa: “Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la tierra, que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo”.      Nos dice el Papa, en su Mensaje para esta Cuaresma, que mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo.

 

El ayuno

             Dice el Papa: “El ayuno, que puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31)”.

            El ayuno y la abstinencia es, antes que nada, prescindir de cosas superfluas, privarnos de nuestros excesos y de la sobreabundancia en la que vivimos y que nos impide amar a Dios y al prójimo. Así descubrimos que el verdadero alimento nos viene de Dios: “No sólo de pan vive el hombre”. Nos ayuda a lograr el dominio sobre uno mismo, la lucha contra las pasiones, ganar la libertad espiritual y la reconciliación con nosotros mismos. Eso nos abrirá también a las necesidades de los demás, abriendo nuestro corazón a la comunicación de bienes.

            No es el hecho simple de no comer carne lo que más ha de importar sino el espíritu con que se realiza: el significado del “señorío sobre nuestros propios instintos”. Es el ayuno del hombre viejo, el ayuno del pecado, la renuncia a los propios caminos para abrazar los de Cristo.

 

La limosna

            Concreta el Mensaje del Papa: “En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años... Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma"» (Lc 12, 19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia”.

            La limosna muestra las entrañas de misericordia, que cada cristiano debe expresar recordando las entrañas de nuestro Padre Dios, “rico en misericordia”. La limosna, desde una caridad inteligente y eficaz, se convierte en un gesto que  nos abre a las necesidades del prójimo, a compartir con quienes no tienen, recordando el espíritu de los primeros cristinos que “todo lo tenían en común y ninguno pasaba necesidad”. La limosna nos alcanza la paz y la reconciliación con los hermanos. Hoy, en nuestro primer mundo y en una sociedad más satisfecha, se imponen nuevas formas de limosna: por ejemplo, compartir nuestro tiempo y “quitar soledades”; y  una vida austera en la educación de los hijos, enseñándoles a compartir. Siempre se recibe más de lo que se da.

 

La oración

            Subraya Benedicto XVI, en su Mensaje: “En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán»(cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos»(cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna”.

            El diálogo más intenso con Dios nos devuelve a la comunión con Él, mediante la escucha de la llamada a la conversión. Se trata de recuperar  e intensificar, en este tiempo favorable de Cuaresma, el trato y la amistad con Dios, como fuente de todo bien. Acudimos a Dios pidiendo fuerzas para realizar en nosotros la conversión, para cambiar radicalmente nuestras formas de ser.

            La Palabra de Dios, se convierte en el alimento más precioso de este itinerario cuaresmal: es alimento y a la vez pedagogo que nos orienta en la dirección adecuada para volver al abrazo paterno de Dios y a la alegría de la casa  familiar.

 

Una exhortación final: todo culmina en la Pascua

            Podemos concluir con palabras del Papa: “El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo”.

            Como resalta en Papa en su Mensaje: “El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos”.

 

            24 de febrero de 2011

            Alfonso Crespo Hidalgo, sacerdote diocesano

Autor: diocesismalaga.es

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