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La pasión desde una mirada femenina

Publicado: 14/04/2011: 18367

El sacerdote diocesano Alfonso Crespo Hidalgo ofrece unas reflexiones sobre la pasión desde la óptica de la mujer. Los ojos femeninos tienen una profundidad insondable: si los miramos, podemos perdernos en su fondo; si nos dejamos mirar, pueden descubrir en nuestro corazón los sentimientos más ocultos, las emociones mejor guardadas.

            El Papa Benedicto XVI nos ha regalado la segunda parte del libro Jesús de Nazaret. En este segundo tomo, trata: “Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”. La lectura de sus páginas nos adentra en una meditación muy enriquecedora sobre los últimos días de nuestro Señor. El capítulo octavo, de una belleza y profundidad sublimes, nos presenta el episodio del Calvario: Jesús en la cruz, la presencia de María y las otras mujeres, sus últimas palabras, la muerte y la sepultura.

            Comenta el Papa el hecho de que los cuatro evangelistas señalen la presencia de “mujeres junto a la cruz”: “Los cuatro evangelistas nos hablan –cada uno a su modo- de mujeres junto a la cruz… aunque los evangelistas no dicen nada directamente, en el simple hecho de que se mencione su presencia se puede percibir el desconcierto y la aflicción de estas mujeres ante lo ocurrido. Juan cita al final de su relato de la crucifixión unas palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron»(19,37). Las mujeres miran al Traspasado. Podemos pensar también en las otras palabras del profeta Zacarías: «Harán llanto como el llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito» (12,10). Mientras que hasta la muerte de Jesús sólo había habido escarnio y crueldad en torno al Señor, los Evangelios presentan ahora un epílogo reparador que lleva a su puesta en el sepulcro y a la resurrección. Las mujeres que le habían sido fieles están presentes. Su compasión y su amor son para el Redentor muerto… el mirar al Crucificado y el compadecerse se convierten ya de por sí en fuente de purificación. Da comienzo la fuerza transformadora de la Pasión del Jesús” (pág. 256-257).

            Los ojos femeninos tienen una profundidad insondable: si los miramos, podemos perdernos en su fondo; si nos dejamos mirar, pueden descubrir en nuestro corazón los sentimientos más ocultos, las emociones mejor guardadas. La Cruz, fue contemplada, primera y especialmente por ojos femeninos: los de María y las otras santas mujeres. Ellas, fueron las primeras que descubrieron la tragedia de un Amor crucificado,  son protagonistas directas del drama de la Cruz. Pero ellas fueron, también, las primeras a ir al sepulcro y encontrarlo vacío (J 20, 1-9). Y María Magdalena fue la primera a la que se apareció el Resucitado, y al que reconoció al pronunciar su nombre: “¡María”; y la discípula y amiga respondió:“¡Rabboni!, (que quiere decir Maestro)” (Cf. Jn 20,16)

            Guiados por los ojos femeninos de María, dirijamos, ahora, nuestra mirada al Traspasado, reviviendo los mismos sentimientos y las mismas emociones de la entrada triunfal en Jerusalén, de la Cena del Jueves Santo, de aquel atardecer del Vienes de Dolor. Pero abramos, también, los ojos y lloremos con el rocío de la alegría, como María Magdalena, en la mañana de Pascua, al oír que el resucitado pronuncia nuestro nombre: ¡María! Y confesemos: ¡Maestro!

            Hacemos nuestros los sentimientos del Papa, comentando la entrega de María al discípulo amado: “Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. Ésta es la última disposición, casi un acto de adopción... No deja sola a su madre, la confía a los cuidados del discípulo que le había sido tan cercano. De este modo se da al discípulo un nuevo hogar: la madre que cuida de él y de la que él se hace cargo”. (cf. pág. 257).

            Contemplamos los episodios de la Pasión, la historia más grande de la humanidad, los días que dividen la historia en un antes y un después de Cristo, la semana que condensa la mayor confesión de amor: el apasionado amor de Dios por el hombre, hasta morir por nosotros.

 

 

El Domingo de Ramos

¿Estuviste tú, María, a aquella  procesión de ramos?

 

No es una pregunta indiscreta, ¿verdad, Madre? No me mueve la curiosidad sino el amor. Quiero saberlo todo de tu Hijo, quiero conocerle a Él, quiero seguir aprendiendo contigo.

A las puertas del final del gran relato de la vida de Jesús de Nazaret, llegado el momento culminante, no quiero perderme ninguna palabra, ningún gesto que me manifieste el profundo Misterio de tu Hijo.

La verdad, Madre, que no entiendo el por qué de este final que se avecina. ¿Aquel domingo de Ramos no comenzó con un éxito rotundo? ¿No entró entre palmas y olivos, con el aplauso de una victoria? ¿No fue como una gran procesión de gloria, con los vítores de miles de gargantas y las palmas entusiastas de los sorprendidos espectadores? ¿No tembló Herodes y palideció Pilatos? Y el templo, con los fariseos y saduceos en conciliábulo urgente ¿no temió por su grandeza y rechinaron las piedras de envidia ante tanto éxito?

¿Qué ocurrió después, Madre? ¿Acaso estuviste, Tú, acompañando en el silencio aquella improvisada procesión enaltecida de seguidores oportunistas y momentáneos? Cuéntamelo, María. Quizás así, entienda mejor los días que se avecinan. Te escucho, Madre.

«Querido hijo, sí estuve allí. Yo siempre he estado junto a Él. Desde que lo llevé en lo más profundo de mi vientre ya no pude nunca separarme de Él. Y cuando la distancia impuesta por su misión me separaba físicamente de Él, en cada momento, cerrando los ojos, reconstruía su rostro, volvía a escuchar sus palabras, me sentía besada por sus labios, me apoya en su brazo para andar... porque tengo su imagen grabada en mi corazón, y la doy a luz continuamente, sintiéndome Madre y abrazándole como Hijo.

Y aquella tarde, o mejor ya al final de la mañana, cuando entraba en Jerusalén, montado en la humilde sencillez de una borriquilla, despertó la mirada y de los más limpios y sencillos de corazón. Aún tengo la imagen de los ojos de los niños, del rostro alegre de tantas mujeres, de la cara de sorpresa de hombres curtidos por el sol y el sufrimiento. Aquello fue como si una larga espera de pronto estallase en anuncio de llegada: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” ¡Bendito el Hijo de David, el Mesías y Señor! Fue un momento de triunfo, de éxtasis. Cómo sonreían los hijos de Zebedeo. Cómo abría paso Pedro entre la muchedumbre, alentando a Tomás y Mateo para que escoltaran al Maestro.

Yo iba detrás, con las otras mujeres... contemplando la escena. Y recuerdo aún, como mi Hijo volvió la mirada. Y manteniendo mis ojos en sus ojos, descubrí el anuncio del drama; parecía que me insinuaba: no es este el final feliz. Madre;  es un ensayo cruel de gargantas, para luego gritar: “¡crucifícale y danos a Barrabas!”

Y pensé, escudriñando en las enseñanzas de mi Hijo y Maestro: no pueden dictar sentencia justa un corazón atado aún por el pecado. Es necesario soltar primero las ataduras de los corazones egoístas para poder después clamar con libertad palabras de vida y salvación. Y para ello, bien sé que es necesario que muera, que de vida y salvación y se cambien los corazones de piedra en corazones de carne. Y entonces, si vendrá el día de gloria. Enmudecerán aquel día todas las gargantas e el grito será del Padre, que señalando la Cruz vencida por la Resurrección, proclamará: (este es mi Hijo el Amado, escuchadle.

Conteniendo mi aliento bebí de un sorbo el mensaje que me trasmitía su mirada, y pensé ¿qué pasará con Pedro, con Santiago, con Juan... con esta escolta del éxito, la noche que clavado en la cruz, mi Hijo grité: “todo se ha consumado” y muera, como un hombre cualquiera?

Sí estuve allí, en aquella tarde, quizás final de la mañana. Y divisaba el entusiasmo y contemplaba el aplauso. Pero bien sabía, que entrábamos en Jerusalén, la ciudad que mata a sus profetas. Y ahora acogía al mayor de ellos. Ya intuía el final y recordaba las palabras del Maestro: Anadie tiene más amor que el que da la vida...@Y pensé en el éxito de aquella procesión improvisada que, al llegar a Jerusalén, se acercaba la última lección del Maestro: sellar con los hechos sus palabras; amar hasta dar la vida, y al entregarla romper el egoísmo del pecado y abrir corazones capaces de amar.

Aquel Domingo de Ramos, no fue un éxito sino un ensayo para después de la Cruz, en la mañana de Resurrección, celebrar la procesión definitiva de la vuelta al Padre. Lo viví todo, hijo mío, con el corazón agarrotado por el dolor, pero ensanchado por la esperanza: yo sé, porque me lo confesó mi Hijo, que no puede morir para siempre quien nació para dar la Vida».

 

 

 

Jueves Santo

Madre y servidora en la Última Cena...

 

Madre, permíteme que siga preguntándote. Dime, ¿que recuerdo de aquella tarde de Jueves Santo, está más vivo en tu corazón? ¿Fue larga la noche, donde el atardecer se confundió con la noche cerrada? ¿Cómo preparaste la Cena, sabiendo tú que era una Pascua especial?   ¿Fuiste tú quien dispuso la mesa, con las otras mujeres, prendidas en el amor del perdón y discípulas de tu Hijo? ¿Cómo dispusiste la mesa estrecha, para tanto comensal? ¿Quién ofreció el vino? Y el pan ázimo, ¿estaba en sazón para la Pascua?

Sólo las madres hacen milagros con las estrecheces. Seguro que hubo sitio para todos. Y que tú, Madre, quedarías en pié, observando la escena, disponiendo los puestos y administrando las carencias. Con los ojos, darías indicaciones precisas a las santas mujeres, para que sirvieran la Santa Cena. Algún discípulo se levantaría, avergonzado a echar una mano, pero tú seguro lo excusarías: (escuchad al Maestro! sus palabras son el mejor alimento!”, les dirías con voz dulce pero firme, con autoridad de Madre.

Seguro que recordaste, Madre, aquellas bodas de Caná, las del vino rejuvenecido y la alegría devuelta a aquella pareja anónima de novios, que te invitó a su fiesta. Y también aquella tarde de éxito rotundo cuando tu Hijo multiplicó el pan y comieron cinco mil, queriendo hacerle Rey. Y tú, te sonrojaste pues no te ves en el papel de Reina. Y pensarías: hoy, el agua puede seguir siendo clara ya que el vino generoso está servido; y no es necesario multiplicar el pan repartido ya en abundancia. ¿Verdad que no esperabas, aquella noche un milagro, Madre?

Sin embargo, Caná y la comida multiplicada de la montaña, fue como un ensayo, un adelante de esta Fiesta.

Abriste los ojos de sorpresa, cuando al levantarse tu Hijo, le dirigiste la mirada suplicante: ¿qué falta en la mesa? Nada... respondería Jesús, estrechando tus manos, Y cogiéndote la toalla se la ciñe, y pide una palancana con agua... Y se inclina a lavar los pies de sus discípulos, y se los seca y los besa... Y consigue derrotar el orgullo de Pedro, tan sólo con una mirada y un aviso: “si no te dejas lavar, no eres de los míos”. Pobre. Pedro, quedó desarmado ante el amor desbordado del amigo, y se ofrece generoso: “(entonces, Señor no sólo los pies, sino también las manos y la cara!” No hace falta, Pedro, tu corazón está limpio.

Y levantando su cuerpo, y aún más alta la mirada, sentencia el Maestro una lección de amor: “¡quien quiera ser mi discípulo, que sirva; que por amor se incline ante cada hombre, que sea el último, que ame sin buscar nada a cambio!” Primera lección de aquella madrugada.

Pero, aún el Maestro nos sorprende. Después de hablar de traición, de mirar a Judas cara a cara... toma el pan y lo bendice, y lo ofrece siempre multiplicado, repartido para todos, Pan de Vida: “¡Tomad y comed, esto es mi Cuerpo!” Y estrechando el cáliz, con las manos y la fe en Dios Padre, saborea el  vino y susurra, como una súplica: “¡Tomad y bebed, es mi Sangre, que será derramada por vosotros!” Y tú, Madre, pensarías: todos los milagros han sido superados ante este Milagro del Amor, del Pan y el Vino, del Cuerpo y Sangre derramada: Eucaristía primera y anunciada para siempre.

Segunda lección: después del servicio, sólo quien se alimenta de la Vida puede dar vida; sólo quien come de este Pan y bebe de este Vino, tendrá vida eterna. Y el Maestro que anuncia su despedida y su muerte, también anuncia el camino del encuentro: en cada Eucaristía los discípulos de todos los tiempos se encuentran con el único Maestro. Es el milagro.

Fue una noche intensa, llena de gestos y de palabras: servicio, amor, entrega, muerte, vida, anuncio de despedida y promesa de encuentro definitivo. Contemplas, Madre,  a los comensales, y oyes las palabras del Maestro y las sigues conservando en tu corazón. Miras a los discípulos y suplicas a tu Hijo: ¡Señor, para la hora que se avecina, hazlos fuertes, alimenta su debilidad con tu Cuerpo y tu Palabra!Y pierdes en la mirada la comitiva: se alejan el Maestro y los discípulos hacia el Huerto de los Olivos, un paseo de atardecer que cerrará la noche más trágica; pero conservas en el corazón sus últimas palabras, como el primer monumento del primer Jueves Santo.

Madre, quiero ser en esta noche de Jueves Santo, cómplice contigo de las enseñanzas del Maestro: Asiéntame a la mesa de tu Hijo y hazme partícipe de su Pan y su Palabra; quiero servir como Él sirvió, ayúdame tú a ceñirme la toalla. 

 

 

 

Viernes Santo

“A los pies de Cruz”: en el sitio exacto

 

“Estaba la Madre junto a la Cruz del Hijo...”, comenta el Evangelio. Es un como un levantamiento de Acta notarial: en aquella hora de la muerte del Hijo, estaban presentes, eran testigos, María la madre de Jesús, la otra María...  Muchas mujeres, en el sitio exacto, en el tiempo oportuno. Y Juan, el discípulo que tanto quería.

Eres tú, Madre, la mejor testigo de esta hora. ¡Que cruces de miradas se darían, del Hijo volcando su amor hacia la Madre y discípula y de la Madre levantando los ojos lacrimosos hacia la Cruz, queriendo quitar con sus besos las espinas clavadas en las sienes del Hijo y Maestro! Los pies de la Cruz son una lección de fidelidad, un derroche de amor generoso. Tantos seguidores, y en la hora decisiva, sólo quedaron los justos.

Cuéntanos María, qué viviste en aquella hora; abre tu corazón partido por el amor al Crucificado y la amargura por el peso humano del pecado y comparte con nosotros tus sentimientos y emociones. Queremos ser, también nosotros, unos cirineos de la última hora y acompañar tu dolor, compartiéndolo; queremos romper tu inmensa soledad con nuestra presencia. Y María, suspirando, nos cuenta:

«Ciertamente fue la hora decisiva. La hora esperada y temida; la hora anunciada por los profetas; la hora que mi amor retardaba y el inmenso amor de mi Hijo la atraía. ¿Cómo comprender y aceptar también este momento dentro de la voluntad de Dios? Mirando atrás, qué fácil fue entonces el sí de la Anunciación: era el sí a Dios, el sí a la vida, el sí radical a la hora esperada desde antiguo que anunciaba la llegada del Mesías.

Pero aquella noche, a los pies de la Cruz, las dudas se amontonaban. Y recordaba aún el atrevimiento de mi pregunta al ángel la mañana del Anuncio en Nazaret: “¿y cómo será esto?” Y mi aceptación luminosa de ser Virgen y Madre, cuando Gabriel con delicadeza me susurró: “¡nada hay imposible para Dios!” Aquella noche, mis sentimientos iban de Nazaret a Belén, del anuncio de la venida a la presencia humilde del pesebre. Había nacido el Hijo de Dios, y poco a poco me atrevía a llamarle (Hijo mío! Era la mañana de la vida, del amor generoso de Dios Padre, que nos entrega al Hijo para hacer de la vida un derroche de redención para todos.

Aquella noche, incluso, se agolpaban en mis recuerdos los caminos de Galilea, los momentos de tertulia junto al lago, los encuentros de descanso en Betania. Oí de los labios de mi Hijo la historia de la mujer samaritana, de Zaqueo que le invitó a su casa. Incluso al final, cuando mi Hijo reclama el perdón para sus verdugos, recordé la parábola entrañable del hijo pródigo, una lección magistral de misericordia.

Y contemplaba asustada: el mejor de los hombres, crucificado; el mejor de los hijos, el Hijo de Dios poderoso, clavado a una Cruz. Y como espadas de dolor, se iban clavando en mi pecho, las burlas del ladrón: “si has salvado a otros, sálvate a ti mismo...; si dice que es Hijo de Dios, que venga Dios y lo salve.”

Y venían a mi recuerdo las palabras del ángel: “¡(para Dios nada hay imposible!” Y suspiraba el milagro imposible: que bajara de la Cruz y me abrazara.

Pero aún hay tiempo para un derroche de amor. Mi Hijo me reclama, con el hilo de voz que aún le queda, susurra: “¡Madre, ahí tienes a tu hijo!” Y señala a Juan, el amigo y confidente. Pero mira, también, a la turba enfurecida e indiferente que contempla el espectáculo, y me los brinda como hijos engendrados y adoptados en el perdón de la Cruz. Y comprendí el milagro último de aquella hora de la Cruz. Dios lo puede todo: incluso convertir al verdugo del Hijo predilecto en una multitud de hijos salvados de la muerte.

Y se rompió mi soledad al oír de nuevo su palabra, dirigida al discípulo Juan y en él a cada hombre y mujer: “¡ahí tienes a tu Madre!”  Y el discípulo me brindó su casa.

No entendí la Muerte pero, viniendo de Dios, mi Hijo me enseño a aceptarla, desde la tarde que le encontré perdido en el templo y, al encontrarle, me dijo: “¡tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre!” Y yo sabía la encomienda; salvar al mundo, recuperar a cada hijo y llevarlos de nuevo a la casa del Padre. La Cruz es un pregón hecho palabra que anuncia, con la firma de la vida, que Dios cumple su promesa: todos hemos sido rescatados por la Cruz salvadora de mi Hijo. Todos tenemos ya sitio en su casa. Y desde aquella noche, Dios vuelve a ser llamado Padre, como nos enseñó en la intimidad el Maestro: Y yo me siento Madre de todos, cumpliendo el encargo último del mi Señor. Desde aquella hora de la Cruz, “nadie es huérfano”.

Aguardad, hijos que la noche será vencida... la aurora del domingo anunciará que la Cruz florece en vida y resurrección.  Porque la Cruz nunca es la última palabra».

 

 

 

Sábado Santo:

la dolencia del amor ausente

 

Una tradición popular ha hecho oración contemplativa el inmenso dolor de María. Es el ejercicio de los Siete dolores de la Virgen. Meditarel misterio del dolor de María es sobre todo contemplar su inmenso amor. Un amor a Cristo como no ha existido nunca otro semejante en este mundo. Un amor llevado, a imitación de Cristo, hasta el extremo. El dolor de María se mide con la medida del amor. Y sólo el amor hace creíble y soportable el sufrimiento. Sufrir, si es por amor, es donación y entrega. Al amor hasta el extremo de Jesucristo, responde su María con amor desbordado; por ello, también, al dolor sin medida del Hijo responde la Madre con la plenitud de los siete dolores.

Cuéntanos tú, Madre, este mar de dolores, que nos adentra en la historia de tu Hijo. Dinos como aprender a descubrir que el dolor y la muerte, cuando es por amor es dolor de bálsamo y muerte que engendra vida.

«Mi primer dolor, hijos, comenzó en Jerusalén. Fuimos como judíos observantes a cumplir la Ley: presentar al primogénito en el Templo. Y al entrar en el primer atrio, se nos acerca un venerable anciano, que toma al Niño en sus brazos ante la inquietud de José y mía. Pero la calidez de su voz nos tranquiliza. Sus palabras comienzan con una alabanza, llamando a mi Hijo “luz de las naciones y gloria de Israel”. Pero susurra también palabras proféticas: “este Niño será signo de contradicción; y a ti, mujer, una espada te atravesará el alma” (Lc 2,34) El vaticinio quedó prendido en mi corazón. Y todo lo entendí cuando tuve a mi Hijo muerto en el regazo, con el alma partida de dolor.

El segundo dolor, es fruto de la huida a Egipto. Dios, todopoderoso, tiene que defender a su Hijo de la ira de Herodes. Y tras el anuncio del ángel al justo José (Mt 2,13), comenzamos una huida hacia la tierra desconocida de Egipto. José y yo hablamos del Dios poderoso, pero sólo contemplamos la debilidad de un Niño. Y oímos los gritos desgarrados de las madres de los Inocentes, que como un eco nos perseguía en el desierto. Y mi corazón de madre, se desgarraba. El camino de Egipto fue un camino de dolor y madurez en la fe. ¡Es difícil, a veces, entender los planes de Dios! pero el amor hace que las dudas se desvanezcan con la fuerza de la fe. Fue el amor el que nos hizo soportar el dolor de ser emigrantes en tierra extraña: nuestra seguridad la pusimos en las manos de Dios.

El tercer dolor, fue también en el Templo. De nuevo, subimos a cumplir la Ley, y entonces Jesús, ya un adolescente crecido, se nos pierde. Le buscamos desandado el camino con las prisas y las alas del cariño. Y le encontramos en medio de sabios y doctores. Y como Madre le reclamo: “¿por qué nos has hecho esto, Hijo mío? José y yo te andamos buscando”. Y mi hijo responde con palabras de Misterio: “¿no sabíais que tenía que ocuparme de las cosas de mi Padre?”  (Lc 2,48-49). Me sentí incomprendida en mi dolor, pero al mirarle descubrí el Misterio: yo buscaba a mi hijo y encontré al Hijo de Dios. Desde entonces, el Hijo se convirtió en el Maestro de su Madre.

El cuarto dolor, es un dolor compartido con las buenas mujeres de Jerusalén, que lloran contemplando al que carga con la Cruz en la calle de la Amargura camino del Calvario. Yo voy detrás, como siempre va el discípulo, aliviando con mi amor su sufrimiento, como queriendo traspasar de corazón a corazón tanto dolor. Lloro con las mujeres sencillas, que son madres, y recibo también la burla de los espectadores del horrible espectáculo. No fue largo el camino, pero fue un dolor interminable. Y recordaba las palabras de Isaías: “Tomó sobre sí nuestros pecados y cargó con nuestros dolores... en sus heridas hemos sido curados” (Is 53,4-5). Desde entonces, hijos, la  llaman la Vía Dolorosa y en mi corazón tengo grabadas cada una de sus esquinas.

El quinto dolor, fue en el monte Calvario. Allí llegamos, pie con pie y mirada con mirada, el Hijo junto a la Madre. Su rostro desfigurado. Y comenzó el escarnio: le desnudaron, y la túnica que tejí con tanto mimo fue sorteada. No me entregaron nada. No me hacía falta. Los golpes de los clavos resonaban en mi corazón, y dolían más que la espada que en él había clavada: los dolores de un hijo, como el eco, se multiplican en el corazón de la madre. Y oí sus últimas palabras: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46)  Y descansé al pensar: ¡está en buenas manos! Y a los pies de la Cruz, recibí la mejor herencia: “Madre ahí tienes a tu hijo”, susurró con el último aliento, entregándome en el discípulo amado a los hijos dispersos del pecado. Era como otro parto: en la Cruz todos los hombres fueron alumbrados a la Vida eterna, eran salvados.

En el sexto dolor, estuve a punto de desvanecerme, al recibirlo, descolgado de la cruz, en mi regazo. Fue Juan, el amigo y confidente de mi Hijo quien sostuvo mis brazos, las santa mujeres enjugaban mis lágrimas, mientras yo acariciaba con mis manos el rostro del Hijo muerto, contemplándolo con la secreta esperanza de creer que era sólo un desmayo. Le acuné como en Belén y recordé las palabras de la nana. Ahora, le tenía joven, hermoso, en mi regazo, porque ni el dolor ni la cruz, ni las espinas ni los salivazos, pudieron desdibujar aquel semblante que aún llevo grabado en mis entrañas. Todos “mirábamos al que traspasaron” (Jn 19,36). El silencio cortante del descendimiento, termino entre sollozos.

El séptimo dolor, es la consecuencia final de esta catástrofe: en un sepulcro nuevo le dejamos, un discípulo oculto, un tal José de Arimatea, brindó este aposento. Y se corrió la losa y quedó la Luz encerrada en la noche: ¡nunca la tierra tuvo al sol tan dentro! Quedé en la más profunda soledad... Comenzaban los días más largos: 1sin poder contemplar a mi Hijo, para qué me sirve la mirada!

Y  recordé el Salmo, que invitaba: “Tu rostro buscaré, Señor” (Sal 26,8). Mi corazón decía que no puede el dolor vencer al amor, que el amor siempre resucita y calma. Y tras el Amor corrí: en la noche busqué la Aurora, sabiendo que vendría la madrugada de Pascua».

 

 

 

El domingo sin ocaso: Alegría pascual

¿Cómo supiste, María, que tu Hijo vive?

Los Siervos de María, siguiendo el texto delRegina coeli, proponen  con acentos de profunda poesía la experiencia gozosa de María como Madre y Virgen de la Pascua. Son  diálogos de María (M), con las mujeres, e hijas de Jerusalén (H) y el Coro (C).

 

H. ¿Cómo lo has sabido, María?

¿Te lo han dicho las mujeres

que a la aurora fueron al sepulcro?

 

M. “He percibido su respiro.

El aire dulce y puro, de nueva frescura,

signo del Aura fecunda que ya envuelve el cosmos,

presencia poderosa del Soplo de la vida.”

 

C. ¡Aleluya! ¡Nada es ya como antes!

 

H. ¿Cómo lo has sabido, oh Virgen?

¿Es que ha venido María Magdalena,

con las manos todavía perfumadas

y su rostro nimbado de luz?

 

M. “Al despedirse en la noche,

las estrellas brillaban con un extraño fulgor

y apresuraban su paso acosadas por la Luz del eterno Día.”

 

C. ¡Aleluya! ¡Nada es ya como antes!

 

H. ¿Quién te lo ha dicho, Madre?

¿Ha sido quizá Juan, el discípulo amado

que corrió de prisa al sepulcro?

 

M. “Lo he sabido de buena mañana,

 con el alba radiante.

Una perla de rocío que posaba en la hierba

era principio y signo del Bautismo del universo.”

 

C. (Aleluya! (Nada es ya como antes!

 

H. ¿Cómo lo has sabido, Virgen, hermana nuestra?

¿Por ventura ha venido Pedro

tras haberlo encontrado junto al jardín?

 

M. “En el tibio clima de primavera

ya los campos olían a pan,

y sabían a mosto las viñas.

Cada tallo era como una profecía

del Cuerpo traspasado y resucitado;

cada flor en las vides era símbolo

de su Sangre derramada y gloriosa.”

 

C. (Aleluya! (Nada es ya como antes!

 

H. ¿Qué voces has escuchado, María?

¿También a ti te han hablado los ángeles

y te han mostrado el sudario y las vendas?

 

M. “Los olivos, testigos de su sudor de sangre,

hablaban, con mansedumbre, de paz y de esperanza

y de su añoso tronco fluía el crisma nuevo

que ha consagrado toda la tierra.”

 

C. (Aleluya! (Nada es ya como antes!

 

H.¿Quién te ha dado la noticia, Madre?

¿Es que han venido hasta ti

los discípulos de Emaús que, al declinar el día,

lo han reconocido al partir el pan?

 

M. “Cuando ha temblado el sepulcro intacto

se ha estremecido mi seno virginal.

¡El nacía de nuevo!”

 

C. (Aleluya! (Nada es ya como antes!

 

H. (No nos dejes María con el alma en la duda! ;

Dinos de quién lo has sabido:

¿De un discípulo secreto?

¿De un soldado arrepentido?

¿De un ángel del cielo?

 

M. “No he sabido la buena noticia, hermanas,

ni por voces de hombres ni por mensajes de ángeles.

Yo ya la conocía.

Porque conservaba en el corazón su palabra:

¡Resucitaré al tercer día!”

 

C. (Aleluya! (Nada es ya como antes!

Alégrate, Virgen de la Pascua;

de ti ha nacido el Señor de la historia,

Alfa y Omega de todo lo creado.

Autor: diocesismalaga.es

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