NoticiaColaboración Un capellán medicinal Publicado: 28/03/2019: 12944 El Dr. José Rosado, acreditado en adicciones, escribe el testimonio de un sacerdote capellán hospitalario y su influencia en quienes atendía. Con alegre obediencia asumió el nombramiento (1987) como capellán del hospital materno infantil de Málaga, que estaba en los primeros años de funcionamiento. Durante 9 años había completado su específico “Mir” en el hospital municipal de Antequera, y el tema lo tenía trabajado. En pocos meses, con su escucha atenta, sencillez, horizontalidad y amabilidad, se había ganado cariño, admiración y respeto. Vivía, comía y dormía en el hospital, y siempre localizado pues estaba como único protagonista. Su amplio despacho, situado significativamente en el mismo pasillo que la unidad de cuidados intensivos, le facilitaba conversar con las familias que esperaban noticias de sus enfermos, y éste era un hábito diario en el que no tenía tiempo limitado. Su presencia y palabra dulcificaba y relativizaba patologías, y su inocente sentido del humor le hacía tener vía libre para grabar semillas de esperanzas que dejaban rastros terapéuticos muy definidos. Las breves pero singulares catequesis, que de manera espontánea hacía con las familias que se acercaban a la sacristía para encargar una misa, ofrecían especiales matices de confianza en Dios…y en los médicos. Su generosidad afectiva era similar a la de sus bienes, y su austeridad de vida lo demostraba. Los sermones, siempre resumidos en una cuartilla, eran de pocos minutos y evangélicamente alegres, y en los que insistía, de manera sistemática, en la importancia de sublimar el sufrimiento como un “parto” que precede a la alegría del nacimiento… “porque Dios está siempre al acecho para protegernos”. Su horario estaba muy protocolizado en sus devociones (“con prisas no hay devoción” había escrito con su letra en una chuleta que tenía en su libro de las horas) y en sus actividades terapéuticas. El recorrido por las plantas, para saludar a los enfermos que estaban programados para las intervenciones quirúrgicas del día siguiente, eliminaba miedos y generaba tranquilidad, serenidad y optimismo. Un día, una de las ingresada, recibida el alta médica, se acercó a su despacho para regalarle una caja de bombones, y después de cogerle la mano y besarla le dijo: “Padre, es usted una persona medicinal”. Aunque lo más se queda por decir, una anécdota puede ofrecer señales de su disponibilidad y entrega. En estos años de la década de los 80, la heroína intravenosa protagonizaba el consumo de muchas personas, aunque no era frecuente en las mujeres. El ingreso en urgencia de una joven de 21 años, Irene, adicta a la heroína, con una amenaza de aborto, fue noticia por su excepcionalidad. Como estaba en el programa de metadona, fui consultado y, en coordinación con un ginecólogo y el farmacéutico, diseñamos un tratamiento de desintoxicación con agonistas opiáceos. Avisé de esta historia al capellán, y de su situación de desamparo y soledad, pues de forma rotunda, la enferma se negó darme referencia de alguna persona a la que avisar. De manera inmediata inició su trabajo y bajó a saludarla: una singular empatía surgió en este primer encuentro. Durante el tiempo que estuvo ingresada, las visitas eran diarias; Irene encontró, no a un cura sino a un padre y una madre a los que llevaba años sin saber ni querer saber de ellos. Resumen de la historia: el aborto se controló; el embarazo siguió su curso normal; Irene de no querer al niño pasó a amarlo “más que a mi vida” y, con estas motivaciones, la superación del síndrome de abstinencia no tuvo ninguna dificultad. A “su” Irene la convenció para que le permitiera localizar a sus padres en Granada e informarle de su situación. Con su “estilo terapéutico” preparó, en unos pocos días (“estas cosas son urgentes”) una reunión en su despacho de padre, madre e hija: el encuentro borró errores e iluminó muchas sombras. La Misa de acción de gracias, en la capilla del hospital, por la recuperación de la familia y la inmensa alegría de un nuevo nieto, tuvo su epílogo con una comida en que él, fue invitado de honor, y pudo contemplar como el amor empezaba a marcar la convivencia. A los pocos meses, recibió la noticia del nacimiento del niño, y que todos habían decidido, en su honor, llamarlo Fernando. En el año 2012 finalizó su servicio como capellán y después de un tiempo en la residencia sacerdotal, ingresó en el Buen Samaritano. La última visita que le hice me comentó, con ojos vidriosos y llenos de “agua”, que Irene le había llamado para saber cómo se encontraba…y la conversación fue prolongada. Fernando Gil Carapeto, ordenado sacerdote el 13/06/1956, terminada su experiencia humana, aumentando el martirologio, alcanzó la plenitud para la que fue creado. Más artículos de José Rosado Ruiz.