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Tierras del Espíritu Santo, un retrato de la tercera persona de la Santísima Trinidad

Generadores eólicos. Viento. Foto de Narcisa Aciko en Pexels
Publicado: 20/05/2021: 15979

La religiosa del Sagrado Corazón de Jesús Mariola López Villanueva reflexiona sobre el Espíritu Santo en la solemnidad de Pentecostés

Tierras del Espíritu

Mariola LÓPEZ VILLANUEVA, RSCJ

«Nos aguardan aspectos de la plenitud que apenas sospechamos» (1)

 Recibo un poema de Benedetti cuando estoy intentando escribir sobre el Espíritu. De pronto se me confirma, una vez más, que sólo la poesía puede presentir algo de aquello que, experimentándolo, no acabamos de saber nombrar porque se sitúa más allá de la tierra de las palabras. Hildegard von Bingen llamaba al Espíritu «vida de la vida de toda criatura». ¿Es acaso posible decir algo de aquello que está en nuestra raíz más honda, en el crecimiento de la más mínima célula y de su savia, y que es, a la vez, el impulso de la copa de nuestro árbol que aún desconocemos?

 De Jesús y del Padre se hacen muchas representaciones; con el Espíritu, más que hablar de él, invocamos la relación con él: «ven». Invitamos a venir a Aquel que está ya, al Hacedor de las transformaciones, al Posibilitador de toda relación; al Acrecentador de la vida. Me invitan a realizar un retrato sobre el Espíritu; difícil tarea, porque ¿cómo pintar al que es, en sí mismo, el Artífice secreto de todos los colores y texturas de la vida; de la belleza que conocemos y de la que aún nos aguarda?  

 Dice un proverbio africano: «todo lo que vive tiene un alma». De esa alma del mundo se trata, y ahí sólo podemos hacer aproximaciones, acercamientos, vislumbres. Reconocemos al Espíritu por los efectos que provoca: nos golpea y clama en el sufrimiento de los inocentes, en todas las manifestaciones que maltratan la vida, allí donde no se respeta la dignidad y el valor de las criaturas. Nos alcanza en el sabor fresco de un rostro, en la tonalidad de una voz, en una caricia de la naturaleza; sin saber de dónde viene ni poder prever adónde irá. El lenguaje que más nos acerca a su expresión es el poético, y de esto algo sabían los profetas, sobre todo Isaías. Por eso, voy a tomar de guía el poema de Mario Benedetti, «No te rindas», que me envía una amiga en esta tarde de Pentecostés en que ando, como Nicodemo, un poco perdida. Quisiera acercarme así a tantas personas que hacen experiencia de la vida en el Espíritu, que lo nombran y lo alumbran en múltiples registros alejados del ámbito explícitamente religioso y que beben de él, viven de él, sin saberlo. Que tienen abierta la mirada y que son para aquellos que se acercan motivo de contento y de sanación. Hombres y mujeres que aportan al tejido de la existencia humana un don único, un matiz de color y de calor con su presencia, que a veces es desconocido aun para ellos. También quisiera, en la Ligera Brisa, situarme junto a aquellos que atraviesan momentos de desánimo, de tristeza, de tocar fondo. Y poder escuchar allí adentro esa voz que no cesa: «no te rindas... aún hay fuego en tu alma».

1. No te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo, aceptar tus sombras,  enterrar tus miedos, liberar el lastre,  retomar el vuelo.

          Cuando Jesús habla más abiertamente del Espíritu, después de decirle a Nicodemo que tiene que nacer de él para entrar en el Reino (Jn 3,5), es en el momento de su despedida. El evangelio de Juan nos muestra la vida interior de Jesús, aquella capacidad que le llevaba a amar lo no amable, a incluir a los que eran dejados fuera, a reconocer las huellas de Dios en lo humano. Nunca se atribuye a sí mismo ese poder sanador y generador de vida; lo recibe de Otro, y va a ser al final cuando lo dé a conocer: «pediré al Padre que os envíe otro Valedor que esté con vosotros siempre» (Jn 14,16). Como nuestra Maestra (o Maestro) Interior, que nos enseñará a dejarnos conducir hacia la bondad, hacia la donación, hacia la reconciliación y la alegría. El nombre que Jesús le da es el de Paráclito (en griego: el que mira por nosotros, el que defiende, el que auxilia, el que infunde ánimo, el que alienta; el que otorga valor y da confianza. El que nos susurra al oído: «no te rindas, aún estás a tiempo».

 En muchas situaciones de nuestra vida necesitamos oír esa voz cuando no sabemos cómo aceptar las sombras y las voces del miedo que se van agrandando dentro de nosotros. Creo que al principio de la vida piensa una que hay cosas que van a cambiar, que aquello que más nos molesta en nosotros podremos quitarlo con esfuerzo, con voluntad. Tapar lo que afea nuestra persona, esconder la cizaña, acallar los impulsos agresivos, como si una pudiera modelar su presencia, como hacen con el cuerpo, a golpe de bisturí, cortar y succionar aquello que sobra. También en la historia querríamos actuar de la misma manera. Pero no va por ahí la tarea del Espíritu. A él le gusta reunir, integrar, conciliar. Llevarnos a un lugar interior, a un centro de calma, donde todo tiene su lugar, donde todo encuentra su sitio. 

 Cuando el Espíritu está sobre un rostro, entonces el lobo y el cordero que habitan en su interior pueden estar increíblemente juntos y pacificados (Is 1,6). Sin dejar de ser lo que son, pueden convivir y acogerse en su diferencia. El uno contiene al otro, porque ambos forman parte de nuestro tejido humano y de su misterio. Dice el evangelio de Marcos que Jesús en el desierto convivía con las fieras (Mc 1,11), con aquello a lo que tenemos miedo porque lo sentimos como amenaza, con aquello de lo que nos alejamos y nos defendemos. El mismo Espíritu le había impulsado al desierto para enfrentar sus fieras interiores y para aprender a hacerse amigo de toda la realidad, incluyendo sus dimensiones más oscuras.  

 La tarea del Espíritu no es ayudarnos a «librarnos» de aquello que sentimos que hace opaca la existencia y nos atemoriza, sino que su acción nos lleva, suavemente, a tomarlo, a dejarlo ser, a abrazarlo. Su trabajo de transformación nos enseña a hacer amistad con zonas de nuestra vida, de la realidad, de los otros, de las que nos habíamos distanciado, de las que nos sentíamos separados. Nos lleva a descalzarnos, porque ya no tenemos miedo de que la tierra que pisamos dañe nuestros pies. De pronto, sentimos liberado el lastre que fuimos arrastrando durante tanto tiempo y, por unos instantes, nos atrevemos a vivir en el Viento.

 Eduardo Galeano tiene una hermosa historia sobre el vuelo del Albatros que bien podría ser una parábola sobre la vida conducida por el Espíritu:  

«Vive en el viento. Vuela siempre, volando duerme. El viento no lo cansa ni lo gasta. A los sesenta años, sigue dando vueltas y más vueltas alrededor del mundo.  

El viento le anuncia de dónde vendrá la tempestad y le dice dónde está la costa. Él nunca se pierde, ni olvida el lugar donde nació; pero la tierra no es lo suyo, ni la mar tampoco. Sus patas cortas caminan mal, y flotando se aburre.  

Cuando el viento lo abandona, espera. A veces el viento demora, pero siempre vuelve: lo busca, lo llama, y se lo lleva. Y él se deja llevar, se deja volar, con sus alas enormes planeando en el aire” (2).

2. No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros, y destapar el cielo.

 Todo viaje requiere un equipaje y un tiempo. El viaje de la existencia lo empezamos solos y lo acabamos solos, aún sabiendo que toda la travesía es para encontrar compañía. Se sucederán paisajes y se irá configurando ese entramado de relaciones que nos constituye. Y él estará allí silenciosamente, como Aquel que vincula y anuda, como Tejedora constante de redes que hacen crecer; como Reparadora de todos los tejidos que se desgarraron y se separaron un día, del paño único donde confluyen todos los hilos de la vida.

 Desde el momento en que acontecemos en el mundo, nacemos formando parte de una red de relaciones. Este tejido relacional se nos va ensanchando a lo largo del crecimiento y también, de otra manera, cuando llegue el tiempo de ser despojados. «Al final de mi vida –decía Casaldáliga avanzado ya su propio viaje– abriré mi corazón lleno de nombres». El Espíritu es el escribidor de los nombres que van conformando nuestra vida, en los que hemos hecho experiencia de qué significa eso que llamamos amor y que está grabado en nuestro origen y en nuestro destino, como nuestra hambre mayor y como nuestro don más preciado. En el secreto del viaje de nuestra vida, sólo vivimos para hacer experiencia de ese amor. Para ese amor «perseguimos sueños y destapamos cielos», para esa vibración del corazón, silenciada en cada piedra, en cada flor, en cada animal, en cada rostro humano que se abre ante nosotros. Sólo anhelamos dar y recibir esa vibración, esa voz. «Para que mi amor esté en vosotros» (Jn 17,26), decía Jesús; y él hablaba de aquel amor que ordena y sostiene el Universo, en el que somos convocados a nacer por segunda vez y hasta setenta veces siete.

3. No te rindas, por favor, no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda,  aunque el sol se esconda, y se calle el viento: aún hay fuego en tu alma aún hay vida en tus sueños.

 El fuego y el viento, junto con el torrente de agua viva, son los símbolos más potentes con los que la Biblia intenta decir algo de esa Acción Posibilitadora de todo lo que vive, de su fuerza creadora, de su imprevisibilidad; de su capacidad para generar sabiduría, sanación y belleza. Son símbolos del movimiento constante y del fluir silencioso de los procesos que gestan la vida.

          El fuego de una persona se ve en sus ojos y en sus manos. El de Jesús era tremendamente cálido cuando miraba a aquel hombre excluido por la lepra, a la mujer condenada por adulterio, a la mujer con hemorragias, a Pedro después de que le abandonara. En las miradas que les regalaba pudieron ellos reencender sus vidas. «Era un fuego ardiente dentro de mis huesos –expresaba Jeremías muchos siglos antes que Jesús–, y aunque intentaba contenerlo, no podía» (Jr 20,9). Jesús lo dirá de otra manera: «he venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviese ardiendo!» (Lc 12,49).

 Cuando nos toma el fuego, no tenemos nada que esconder, y precisamente aquellos materiales de nuestra vida que habríamos querido desalojar, los que considerábamos desechables, toda nuestra realidad más pobre, se convierte inesperadamente en el único material necesario para avivar la llama. Sólo prende en nuestro vacío y en nuestra desnudez.  

 Una vez prendidos, toda la tarea es del Fuego, y nuestro único trabajo es abandonarnos, no oponer resistencias. Entonces podremos entendernos con el otro, reverenciarlo en su realidad última, en lo que podemos ver y en aquello que siempre nos permanecerá desconocido... y se nos desvelará el amable don que guarda su vida. La diversidad nos parecerá hermosa y fecunda, y por unos instantes podremos vernos en aquella luz que no disecciona, que no excluye, que no clasifica. Una luz que abre en nosotros el ojo del corazón, el ojo del fuego, en el que podemos ver las cosas, asentir a ellas tal como son, y en el que hay un lugar para cada expresión de la vida.  

 ¿Podremos de verdad entendernos, reconocernos, hablando en mentalidades distintas, en registros espirituales distintos, en tonalidades opuestas...? (Hch 2,4). El relato de Pentecostés se abre para nosotros como un espacio de posibilidad, como un sueño realizable, un lugar hacia el que dirigirnos y que ya se nos regala pisar ligeramente. Tomados por el Fuego, podían oírse y entenderse, «no en el idioma único del imperio romano, sino con sus diversos idiomas propios. En un idioma de liberación, de relación y de unificación desde abajo» (3). Por eso, diálogo es hoy para nosotros otro de los muchos nombres del Espíritu.

4. Porque la vida es tuya, y tuyo también el deseo, porque lo has querido y porque te quiero, porque existe el vino y el amor, es cierto. Porque no hay heridas que no cure el tiempo.

 Me parece tan necesario escuchar, como mujeres, este verso de Benedetti: «que la vida es nuestra, y nuestro también el deseo». ¿Qué ocurriría si se nos preguntara por nuestros deseos dentro de nuestra Iglesia, por lo que soñamos, por aquello por lo que queremos brindar, por lo que amamos, por las heridas...? Y si, además de preguntarnos lo que deseamos y soñamos, nos dejaran vivirlo dentro de nuestra Iglesia: ¿qué ocurriría?, ¿cómo se transformaría su rostro?

 Hay un antiguo icono medieval, una pintura muy interesante que se encuentra en una Iglesia de Urschalling, en Alemania, que representa a la Trinidad, donde el Espíritu, entre las figuras masculinas del Padre y el Hijo, es representado con un rostro y un cuerpo de mujer. La Ruah, en hebreo, el aliento que posibilita la existencia, el suelo de todo lo que vive, es un término femenino: la Espíritu.

 Resulta significativo que la raíz antigua de donde proviene el término Ruah dé origen a otros dos sustantivos: Rewah (la distancia) y Reah (el espacio lleno de perfume).  

 En los relatos de la creación, la Ruah de Dios genera armonía del caos, poniendo la distancia justa entre cada criatura, dándole a cada una su lugar, el espacio que necesita para desplegar su ser. En esa relación adecuada, cada brizna de hierba, cada montaña, cada ser que vive, tiene su lugar y su sentido. «Un árbol da gloria a Dios siendo sencillamente el árbol que es», decía Merton. Irradiando su propio perfume.  

 Hoy somos conscientes y podemos agradecer esa presencia de la Espíritu en los perfumes que portan las mujeres. En sus tareas por la paz y la justicia, en los aportes del ecofeminismo a la integridad de la creación; en su complicidad con los ciclos que favorecen la vida. Desplegar la dimensión femenina que hombres y mujeres guardamos dentro es señal del movimiento de la Espíritu. Acoger en nosotros su potencial de ternura, de cuidado y de resistencia ante todas aquellas situaciones y fuerzas que vienen a desintegrar la vida; hacer de la colaboración, de la interdependencia, del diálogo y de la apertura a las distintas culturas y a las diversas tradiciones espirituales maneras nuevas y necesarias de situarnos en el mundo.  

 Los perfumes de las mujeres y los aromas estuvieron muy presentes en la vida de Jesús, en sus momentos de gozo y de dolor. El perfume revela y oculta a la vez, aviva el deseo, es la apertura al ámbito de una presencia. Jesús los recibió agradecido, y su propia vida tomó el símbolo figurado del frasco, precioso y caro, que se rompe para poder derramarse por muchos. También Jesús reconoció a la Espíritu en los sabores y en los olores. En sus comidas con pecadores y publicanos, en los aromas de las mujeres que lo ungen. Todos nuestros sentidos están preparados, están bien hechos para presentirla, cuando podemos disponerlos y silenciarlos.  

 La Dama Sabiduría, como Hildegard invocaba a esa relación vital con Dios, nos va regalando sus aromas. No son distintos del olor de la lavanda, del jazmín, de la tierra después de la lluvia, del olor del mar... del que nos deja el contacto con una persona sin necesidad de pronunciar palabras. Son los olores de la vida, también aquellos de los que nos alejamos, porque huelen mal; son señales de la necesidad de su Presencia y lo atraen como un imán. El olor que provoca la lepra en una piel, el olor de la exclusión y de la miseria, del cadáver de más de tres días, el intenso olor de un cayuco ignorado, de unas casas levantadas al borde de un vertedero...; y allí está, aleteando sobre el caos de esas realidades, para rescatarlas, para devolver a cada rostro, a toda la realidad, su propia integridad, su perfume original.  

 El perfume derramado sobre la piel sana es belleza y celebración, preparación para el abrazo y la intimidad. El perfume que se vierte sobre una piel herida es ungüento y bálsamo que alivia. Pasan los años, y hay heridas que permanecen y que ni el tiempo las cura, o al menos no sólo, si no es un tiempo tomado por el Espíritu. Emociona cuando el Señor Resucitado muestra las heridas de sus manos y su costado, curadas pero heridas, abiertas por esa hendidura, y lo hace antes de entregar el Don (Jn 20,22), el gran multiplicador de lo mejor de cada uno, el portador de las células madre de nuestra vida interior. Y en el ADN de ese mismo Espíritu que se desplegó en Jesús, dos polaridades que se atraen y que heredamos en nuestro equipaje genético. Cuando la Vida nos unge, estamos potencialmente equipados para anunciar buena noticia, liberación, luz, sanación. Acciones que abren plenitud en nosotros. En el otro polo, los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos, señalando el hacia dónde, mostrando sentido y dirección. Y en ese campo magnético de atracción se mueve la historia hacia Dios, vulnerable y amada, y nuestra pequeña vida. Jesús expresaba así esta atracción: «El Espíritu está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres...» (Lc 4,18-21).  

5. Abrir las puertas, quitar los cerrojos, abandonar las murallas que te protegieron, vivir la vida y aceptar el reto, recuperar la risa, ensayar un canto, bajar la guardia y extender las manos, desplegar las alas e intentar de nuevo  celebrar la vida y retomar los cielos.

 Cerrojos, murallas, defensas... En las primeras etapas de nuestro proceso humano vamos envolviéndonos en una coraza. Nacemos frágiles y necesitamos protegernos. Y esa misma protección es la que, llegado el tiempo de la maduración, tendremos que soltar. Nuestro modo de blindarnos, lo hemos necesitado para protegernos y salir adelante; es un modo que también nos endurece, nos crea rigideces y se queda impreso en la tensión de nuestros músculos y grabado en la forma de nuestro cuerpo. Y el día en que aprendemos que ser vulnerables es ser humanos, no sabemos bien cómo desacorazarnos. Cómo desarticular las fuerzas depredadoras del ego en nosotros. Cómo quitar los cerrojos y bajar la guardia y extender las manos.

 El Espíritu nos hace fuertes en nuestra debilidad y nos hace madurar cuanto más recuperamos la inocencia. Esta cualidad es uno de sus rasgos más paradójicos para nosotros. Su modo de protegernos es abriéndonos; su modo de defendernos es desarmándonos. ¿Podemos creernos algo así? ¿Podemos soltar nuestra necesidad de seguridad y abandonarnos totalmente al Espíritu para que pueda guiarnos? Jesús hacía experiencia de esto cuando decía: «nadie me quita la vida: yo la doy libremente». Y en su mayor despojo y pobreza, abría su cuerpo en la cruz a la Fuente Constante de un Amor que no Cesa y a una Alegría que nada le podrá quitar.

 A mayor desarme, a mayor indefensión, mayor transparencia y bienaventuranza. Recuperar la risa y desplegar las alas en los momentos más endurecidos de la realidad es señal inequívoca de su discreta Presencia. Que no nos extrañe que las personas más pobres y sencillas sean las más abiertas, las que pueden celebrar en medio de la adversidad, las que siguen esperando sin venirse abajo. Allí donde hay carencia, vacío, hay posibilidad.

 Allí donde nuestro ego decrece (y tenemos que tener inmensa paciencia y humor con nosotros mismos), allí el Espíritu toma el lugar que le pertenece desde el principio y para siempre. El Espíritu nunca habla en primera persona. Se manifiesta en nuestros cuerpos, como una señal, como un sello de pertenencia, cuando somos llevados de la depredación a la donación, de retener a ofrecer, de sentirnos escindidos a sabernos parte de la creación entera. Y entonces hacemos memoria, recordamos («el Espíritu os recordará todo», decía Jesús) lo que estaba grabado en el corazón de la vida humana y fuimos olvidando: «que provenimos de la misma fuente de vida y que todos los hilos de nuestra vida están interrelacionados» (4).

6. No te rindas, por favor, no cedas: aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños. Porque cada día es un comienzo nuevo, porque ésta es la hora y el mejor momento porque no estás solo, porque yo te quiero.

Hasta el final, el miedo y el frío se presentan como compañeros de viaje que vienen a apagar los sueños y las brasas. Me impacta comprobar cómo, en la secuencia del Espíritu, se nombra la realidad sobre la que clamamos su venida: tierra en sequía, corazón enfermo, hielo. Como si ésa fuera la tierra propicia donde el Espíritu actúa. Como si ninguna situación pudiera apartarnos de su visita; al contrario: a mayor desvalimiento, mayor proximidad. Toda tierra baldía es buena para el Espíritu. Es un buscador incansable de fragilidades y de intemperies. En el no-amor, en la no-existencia, en la no-posibilidad, viene como un «sí» imparable que comienza de nuevo a contarnos la historia: «en el principio fue la relación». En la callada voz del amor toda realidad queda bendecida: los demonios, los desiertos y sus fieras, los ladrones que saquean y matan... Hasta los infiernos de la realidad baja para encontrarnos y besar cada vida. Con su beso, una identidad nueva que era nuestra y habíamos perdido: nadie será ya extranjero ni enemigo, «nadie hará daño a nadie, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor como colman las aguas el mar» (Is 11,9).

 Hay una canción que dice: «al lugar donde has sido feliz deberías tratar de volver», y los años nos descubren –ojalá que lo hagan– que ese lugar no es un espacio físico ni está ubicado en el tiempo, sino que ese lugar está dentro, viene con nosotros allá adonde vamos. Son las tierras del Espíritu, y habitarlas es nuestra promesa. Aquellas tierras prometidas a nuestros padres y madres y a todos aquellos que no tienen casa ni pan. Hay que descalzarse para entrar en esas tierras, hacerse cada vez más ligeros, más humildes; no retener nada, y recoger para que no se pierda ni uno solo de los fragmentos de la vida, ni uno solo de los rostros más pequeños. Hasta llenar los cestos de la Realidad con inmensa gratitud, porque todos han podido saciarse de sus dones.

 Las tierras del Espíritu albergan miles de nombres. Se llaman esperanza para unos inmigrantes subsaharianos sin papeles ni cobijo. Se llaman amada paz para las mujeres y niñas de Afganistán que buscan con su rostro cubierto sobrevivir a tanta barbarie. Se llaman libertad para los secuestrados largos años en cárceles y en selvas. Toman el nombre de justicia para generaciones de africanos que mueren de hambre en su continente expoliado. Se llaman belleza, porque todo lo creado es bueno y precioso («las lámparas son diferentes, pero la luz es la misma», decía Rumi); y se llaman siempre humanidad.

 Igual que Jesús se encarnó, también nosotros nos hacemos hombres y mujeres, nos hacemos cada vez más humanos, por obra del Espíritu Santo. Él, Ella, nos hace presentir lo amados que somos, que en el Uno nunca estamos solos; «en el Uno estás siempre en casa» (5), y que ésta es la hora para cada uno de nosotros y el mejor momento.

          «No te rindas, aún estás a tiempo».

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NOTAS  

  1. Anita NAIR, El vagón de las mujeres, Alfaguara, Madrid 2002.

  2. Eduardo GALEANO, Bocas del tiempo, Siglo XXI, Madrid 2005, p. 202.

  3. «Ven, Espíritu Creador, y renueva la faz de la tierra», de Chung HYUNG-KYUNG.           (Se puede encontrar en [María José Arana [dir].] Recordamos juntas el futuro,          Publicaciones Claretianas, Madrid 1995.

  4. Chung HYUNG-KYUNG, op. cit.

  5. Dag HAMMARSKJÖLD, Marcas en el camino, Trotta, Madrid 2009, p.151.

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