La celebración nació en Oriente en el año 335, al día siguiente de la dedicación de la Basílica de la Resurrección construida sobre el Gólgota y el sepulcro de Nuestro Señor por el emperador Constantino el Grande. La comunión y el testimonio cristiano se fundan en el misterio pascual. En la crucifixión, muerte y resurrección de Cristo. Alcanzan en él su pleno cumplimiento. Por eso hay un vínculo inseparable entre la cruz y la resurrección. Sin este vínculo exaltar la cruz significaría justificar el sufrimiento y la muerte.

Para un cristiano exaltar la cruz supone entrar en comunión con la totalidad del amor incondicional de Dios por el hombre. Es hacer un acto de fe. Es desear vivir y manifestar la totalidad de este amor. Para encontrar sentido al aparente sinsentido de la cruz no hay que tener miedo a permanecer en la verdad. Y cultivar la pureza de la fe. La cruz ayuda a cada cristiano a vivir plenamente y a transmitir realmente lo que él ha llegado a ser por el bautismo: un hijo de la luz, un ser iluminado por Dios.