Pasado el Domingo de Resurrección, volveremos al lunes a secas, en esa manera que hemos convenido a la hora de llamar la distribución de nuestro tiempo. Atravesamos una semana especial que denominamos Semana Santa; unos días bautizados por la influencia cristiana: jornadas en las que los cristianos conmemoran la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Un hombre bueno donde los haya y al que millones de personas bautizadas en la fe cristiana reconocen como Dios y hombre verdadero. Imagino que cada creyente creerá en él con una intensidad de fe diferente.

Este año atravesamos una Semana Santa extraña porque quienes definían estos días como días de cultura se quedaron sin cultura, salvo que la consuman de archivo; días oscuros para quienes vivían estas jornadas como fuente de ingresos porque se quedaron sin ingresos. La Semana Santa a juzgar por cómo están nuestras calles pareciera que no se vive.

Y nada más lejos. Para los cristianos, la Semana Santa en su génesis e identidad va más allá de las expresiones externas. La celebración de la pasión, muerte y resurrección de Cristo no necesita, necesariamente, para ser vivida de procesiones o convocatorias públicas, otra cosa es que se expresara públicamente y esta expresión de piedad pública generase cultura e ingresos; la celebración de los últimos días del Nazareno en esta tierra solo necesita de alguien que crea en él. Basta una sola persona que crea en Cristo para que haya Semana Santa. Por tanto, siento profunda y sinceramente que haya quien que se haya quedado sin Semana Santa porque solo la vivía desde el vector cultural o económico, pero me alegro inmensamente por la oportunidad única y sorprendente que estos días críticos y aciagos ofrecen a los cristianos para redescubrir el sentido profundo y genuino de la Semana Santa.