Desde el comienzo del Cristianismo han sido numerosos los niños y adolescentes que han asumido la fidelidad a Cristo y al Evangelio como ideal de vida, siendo beatificados y canonizados por la Iglesia.

Muchos de ellos han asumido el martirio, dando un testimonio admirable de valentía en la fe que nos deja admirados. Otros han sido constantes en la amistad con Jesús en la vida diaria, viviendo la perfección del amor en su familia, en el colegio, en la parroquia, en sus pueblos y ciudades. En unos tiempos en los que vemos tanta niñez y adolescencia destrozada, estos pequeños grandes santos nos confirman que si educamos en un ambiente de experiencia de Dios y de sana formación cristiana, brotará la generosidad en el corazón de estos chicos, que serán luz en la Iglesia y en el mundo.

Necesitamos presentar la santidad, no como algo triste o aburrido, sino como la experiencia más gratificante y plena que se pueda realizar en la vida; santidad que no forma bichos raros o gente anormal, sino que es atractiva y encantadora.

Lo importante es que, tanto los niños como los adultos, aunque tengamos que poner de nuestra parte el esfuerzo que esté en nuestras manos, sepamos que las fuerzas nos las da Dios y en ello está nuestra esperanza.