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Pentecostés en la liturgia, por J. L. Bellón

Publicado: 17/05/2013: 4172

"No está aquí… ¡ha Resucitado!" es el anuncio permanente de cada Domingo desde que con las mujeres, Pedro y los discípulos, hemos peregrinado corriendo al sepulcro vacío.

La comunidad celebra el mandato de la conmemoración, y reunidos el primer día de la semana pronto pasarán también a celebrar la Pascua Anual, es decir la celebración una vez al año del misterio total de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, donde por siempre Cristo realiza la obra de nuestra Redención. He aquí los inicios del Año Litúrgico donde la Iglesia celebra en el tiempo, aquí y ahora, la promesa de salvación de Dios cumplida en Jesucristo. El Año Litúrgico administra pedagógica y dinámicamente en el ritmo del año, todo el misterio uno y completo de Cristo. «Los cincuenta días que van desde el Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratase de un solo y aún único día festivo, como un gran domingo» nos dice San Atanasio. 

Así en la Cincuentena Pascual, la Palabra de Dios muestra cómo el Misterio Pascual comprende también el don del Espíritu Santo, que el Padre entrega a su Hijo Jesús como respuesta a su sacrificio, y que éste derrama sobre la Iglesia, su cuerpo y Esposa (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). El Espíritu actúa personalmente en la vida de toda la Iglesia y de cada uno de los creyentes de mil maneras, pero sobre todo en la Eucaristía y en la Sagrada Liturgia, Pentecostés permanente del Espíritu que es «del Señor y da la vida». Por eso, siempre es Pascua, porque toda la vida cristiana se nutre del misterio de la muerte del Señor, siempre es Pentecostés, siempre es el tiempo de ese don del Padre (cf. Jn 4, l0; l4, l6) y del propio Cristo (cf. Jn l5, 26). Bajo este aspecto, el Tiempo Pascual aparece como el periodo simbólico por excelencia de la actual etapa de la historia de la salvación, la que pertenece a la Iglesia y al Espíritu Santo. 

FIN DE LA CINCUENTENA PASCUAL

Ocho domingos, siete de Pascua y el de Pentecostés. Puede sorprender esta manera de celebrar el final de la Cincuentena Pascual, acostumbrados como estamos a situar la fiesta de la Ascensión a los cuarenta días de Pascua, y la venida del Espíritu Santo diez días después. Pero hemos de ver como a la Iglesia antigua no le preocupaba hacer de las fiestas una suerte de aniversarios de los acontecimientos de salvación, porque sabía que el poder santificador que contenían residía no en la coincidencia de las fechas, sino en los signos sagrados: la celebración festiva y, sobre todo, el Misterio Eucarístico. Por eso no debemos hacer demasiado problema del moderno traslado de la solemnidad de la Ascensión. Lo que sí debe interesarnos, en cambio, es esta visión unitaria y profundamente vital de la Pascua del Señor, que la reforma litúrgica ha querido recuperar al devolver al Tiempo Pascual su genuina duración. Las lecturas de cada domingo armonizan entre sí determinados aspectos del Misterio Pascual y se percibe siempre la promesa del Espíritu Santo. La Cincuentena Pascual es un espacio simbólicosacramental cuyo objeto es la celebración de Cristo muerto y resucitado. Pascua es Pentecostés, y Pentecostés no es una fiesta autónoma. 

Para subrayar esta unidad, el Evangelio de la Misa del día es Jn 20, l9-23: la efusión del Espíritu por Cristo resucitado la tarde del día mismo de la Resurrección. Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo. La Liturgia quiere introducirnos en el Misterio de esa acción invisible y suave del Espíritu que penetra, consuela, llena, riega, sana, lava, calienta, guía, salva, etc…, porque es luz, don, huésped, descanso, brisa, gozo.

Autor: J. L. Bellón, sacerdote

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