NoticiaSemana Santa Diálogo de pasión y gloria Dulce Nombre de Jesús Nazareno del Paso (Esperanza) y María Santísima del Rocío (Rocío) // J. DURÁN Publicado: 05/04/2023: 11992 Semana Santa Diálogo entre Jesús y su Madre, María. Memoria de la primera Semana Santa. Por Alfonso Crespo, sacerdote de la diócesis de Málaga, párroco de San Pedro. Jesús. Dime, Madre, ¿cómo viviste tú aquella semana de pasión y gloria? María. Hijo mío, todo comenzó con aquel día de triunfo a las puertas de Jerusalén. Yo también gritaba: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Y sumé con énfasis mi voz al clamor de los más sencillos de corazón: ¡Hosanna en el cielo! Tengo grabada aquella estampa entrañable: un rey en el humilde trono de una pollinica. Aún conservo una rama de olivo. Jesús. Y yo te busqué, Madre, entre la multitud y me complací al ver tus ojos grabados en mí. ¡Cómo necesitaba sentirme arropado por tu cariño en aquellas horas de gloria, pero que ya presagiaban mi pasión! Como buena madre, nunca me faltó tu compañía. María. Hijo mío, los días sucesivos fueron interminables: lunes, martes, miércoles de incertidumbre y angustia... Y aquel jueves cargado de recuerdos: el gesto sublime de lavarle los pies a tus discípulos, como servidor de todos... Recuerda que yo te sostenía la toalla. Y la cena entrañable en la que, previendo tu vuelta al Padre, quisiste quedarte entre nosotros en la humildad del pan y el vino: ¡Sí, yo también fui testigo de la primera Eucaristía y custodio en lo profundo de mi corazón tu testamento de amor! Jesús. Para mí fue una despedida entrañable y también un reparo de fuerzas para poder pasar del gozo del Cenáculo a la angustia del Monte de los Olivos. La traición de Judas, el amigo, fue como un dardo en la diana de mi amor por todos los hombres. La tristeza de aquella noche provocó mis lágrimas, mostrando la debilidad de mi carne. Invoqué a mi Padre pidiendo auxilio: ¡Padre, haz pasar de mí este cáliz... pero no se haga mi voluntad sino la tuya! Y luego, el pretorio, el juicio y la sentencia a muerte... Herodes, Pilato, los guardias me miraban con burla: desnudaron mi dignidad. María. Hijo, el momento más cruel para mí fue la calle de la Amargura. No me dejaban acercarme a limpiar tu rostro de sangre y sudor, pero te acariciaba con mi mirada... En cada caída -¡y fueron tres!-, yo te levantaba con mis ojos... Hasta llegar al Calvario. El golpe seco al dejar anclada la cruz en aquel agujero se clavó en mi corazón, recordando la profecía del anciano Simeón: ¡Una espada te atravesará el alma! Yo miraba la cruz, un signo aparente de fracaso que los ojos de mi fe contemplaban como un trono de triunfo y gloria: ¡Feliz madero que nos trajo tanta salvación! Jesús. Madre, todo el dolor provocado por el reparto de mi túnica, los desaires y burlas, se aliviaban al contemplarte sosteniendo mi cruz con tus abrazos... Te vi tan desvalida que, mirando al amigo Juan, te entregué a su cuidado: ¡Ahí tienes a tu Madre! Y en un cruce de lágrimas entre tus ojos y los míos, señalando a Juan, el discípulo amado, encomendé a tu cuidado a la humanidad de todos los tiempos: ¡Ahí tienes a tu hijo! Me bajaron de la cruz, me depositaron en tus brazos... querías resucitarme con tu cariño. Yo moría pero tú dabas a luz a una nueva humanidad redimida. María. Y siguieron horas de soledad: ¡Tú no estabas! Un triduo de ausencia que se rompió con la alegre noticia de tu Resurrección: María Magdalena fue el primer apóstol de la Buena Noticia: ¡He visto al Señor! Juan y Pedro lo certificaron entrando en el sepulcro vacío, y luego apareciste triunfante en el Cenáculo, hasta convencer a todos, incluido al terco Tomás. Y todo se inundó de alegría: ¡Ha resucitado! La noticia se extendió como un susurro de amor. Cuando llegó hasta mí la noticia, yo ya lo sabía porque conservaba en mi corazón tu promesa: ¡Al tercer día resucitaré! Desde aquel día, el primero de la semana, toda la creación entona un grito de júbilo: ¡Aleluya!