Es toda una incógnita esta época desconcertante que pone a prueba nuestra fe y esperanza, y que nos invita a crecer en la paciencia, el silencio y la espera. Ante el auge de lo inmediato, lo útil y lo bello, la Anunciación se convierte para los cristianos en todo un icono bíblico para meditar el valor de la espera en el imprevisto como actitud evangélica.

Esa sorpresa que un día desbarata nuestros planes puede convertirse en la ocasión de ensanchar nuestro proyecto de vida, o constituir todo un test de fidelidad y amor. Nos falta a veces perspectiva o dimensión espiritual para releer de forma creyente una realidad social, sanitaria y económica aparentemente “estéril”.

María colaboró con el proyecto de Dios ahondando el surco con elogiable esperanza porque, bajo el aparente imprevisto, el plan de Dios venía cargado de futuro: era un acontecimiento no esperado y fascinante que, irrumpiendo en su vida, se convirtió en un encuentro transformador que no la conducía al aparente caos, sino a un nuevo itinerario insospechado y pleno.

Conseguimos acoger la ruptura de expectativas personales y sacar proyecto de lo estéril ante la increencia y desesperanza cuando nos encarnamos en los sufrientes, cuando convertimos lo feo en algo dotado de una belleza diferente y singular – nada estandarizada-, cuando reconocemos los signos de esperanza desde una fe que no es un ingrediente de una receta antiproblemas, sino una manera de confiar, de mirar y de esperar que para Dios todo es posible.