NoticiaHomilías de Don Fernando Sebastián Misa In Coena Domini del Jueves Santo (Catedral-Málaga) Publicado: 29/03/2013: 3709 Homilía pronunciada por el cardenal D. Fernando Sebastián, en la celebración de la Misa In Coena Domini del Jueves Santo (Catedral-Málaga) el 29 de marzo de 2013. MISA “IN COENA DOMINI” DEL JUEVES SANTO (Catedral-Málaga, 29 marzo 2013) Mons. Fernando Sebastián, Arzobispo emérito de Pamplona Comenzamos hoy el Triduo de la Pasión. Son tres días de oración, transfigurados por el recuerdo de Cristo ofrecido en el Calvario como víctima inocente para el perdón de los pecados, Tres días santificados y engrandecidos por la resurrección triunfante de Jesucristo que es el principio de nuestra vida. Hoy, Jueves Santo, celebramos los hechos de Jesús en la víspera de su Pasión. En este día los judíos celebraban la Pascua del Señor, cuando Dios fiel a sus promesas de misericordia forzó al Faraón para que dejase a su pueblo salir libremente de la servidumbre que padecía en Egipto. Jesús quiso celebrar esa pascua piadosamente con sus discípulos. Pero aquel día los acontecimientos presentes pudieron más que los recuerdos. Jesús tenía en su corazón la inminencia de su muerte. Ya Judas le había vendido a sus enemigos. Ya estaban preparados los sicarios que iban a salir a prenderlo. Viéndose a las puertas de la muerte, Jesús la aceptó en su corazón y se ofreció al Padre celestial como el verdadero cordero degollado víctima de la verdadera Pascua. Vivió anticipadamente la verdad de su muerte inocente, la aceptó como sacrificio de reconciliación y liberación, y se la entregó a sus discípulos como alimento de salvación, “Tomad y comed, “tomad y bebed”, “Esta es mi vida ofrecida por vosotros” Él quiso entonces que su cuerpo y su sangre, ofrecidos por nuestra salvación, nos acompañasen todos los días de nuestra vida. “Haced esto en conmemoración mía.” Así estableció la Eucaristía, así inició el sacerdocio ministerial, así fundó la Iglesia para vivir siempre con nosotros. Desde entonces sus discípulos alimentamos nuestra fe y nuestro amor con la fuerza de su piedad y de su ofrecimiento a Dios. En su muerte, Jesús es todo de Dios y con su piedad infinita nos envuelve a nosotros, nos limpia del pecado y nos hace partícipes de su santidad para que podamos presentarnos con él como hijos ante el trono de Dios. La Eucaristía es el desbordamiento del amor. Se desborda el amor de Jesús que se ofrece al Padre como víctima por todos los pecados del mundo; se desborda también el amor de Jesús hacia nosotros, entregando su vida para librarnos del poder del demonio y del pecado. Se desborda el amor del Padre que nos entrega a su Hijo para que él rompa el imperio del mal en el mundo, para que nosotros lleguemos a ser hijos con Jesús y como Jesús. La figura de Jesús es el mejor signo de este mundo nuevo regido por la ley del amor. Se conmueve nuestro corazón al ver a Jesús postrado a los pies de sus discípulos como un criado, pero es la mejor representación de lo que Jesús fue, de lo que él quiso ser y de lo que quiere que seamos nosotros. No siervos, sino hermanos verdaderos, dispuestos a servirnos unos a otros con humildad y diligencia. ¿Cómo podremos celebrar auténticamente estos misterios? ¿Cómo lograremos que se cumplan hoy en nosotros? Ante todo, fortaleciendo nuestra fe en ellos, asumiéndolos como la verdad fundamental de nuestra vida. Sí, es verdad, que Jesús ofreció su vida por nosotros. Es verdad que viene a nosotros y puede cambiarnos el corazón. Es verdad que Dios viene a nosotros por medio de su Hijo Jesucristo y transforma nuestros corazones sustituyendo el egoísmo por el amor, la codicia por la esperanza, el pecado por la gloria de la vida divina. La Eucaristía nos recubre con la piedad y con el amor de Cristo, nos hace hijos de Dios, Dios mismo nos acoge con Cristo como hijos perdonados, renovados y queridos. Y en segundo lugar tendremos que dejarnos cambiar por la presencia y la acción de Dios nosotros. En la celebración de la Eucaristía nos llegan a raudales el amor y la misericordia de Dios que por medio de Jesucristo nos abraza como hijos queridos y nos acoge en su casa de vida eterna. Hermanos, pidamos al Señor que transforme de verdad nuestro corazón, que nos haga testigos de su amor y nos conceda la gracia de construir entre todos un mundo nuevo, diferente, tal como Dios lo quiere, un mundo sin egoísmos, sin mentiras, sin codicias ni perversiones. Un mundo limpio de pecado y tejido con relaciones y sentimientos de amor y de bondad, en el que unos busquemos el bien de los otros, sin prepotencia, sin ambiciones, con verdaderos sentimientos de compasión y de fraternidad. Dios puede hacerlo. Dios quiere hacerlo. Pero no lo hará si nosotros no nos convertimos de verdad y colaboramos con El. Somos muchos millones de católicos. Si de verdad los cristianos nos alimentásemos de la Eucaristía y fuéramos en la vida ordinaria testigos y servidores del amor de Dios, todas las cosas serían diferentes. La Eucaristía tiene fuerza suficiente para cambiar nuestros corazones y para cambiar el mundo. Pidamos al Señor que nos haga testigos de su amor, que nos conceda la gracia de construir una vida conforme con la voluntad de Dios que nos valga para la vida eterna. Amén.