El inquisidor era un juez apostólico y extraordinario; apostólico porque recibía del Papa la facultad de juzgar en casos de herejía, y extraordinario porque ayudaba al juez ordinario, es decir al obispo, en la reprensión de la herejía. Los directorios o manuales de inquisidores señalaban cuáles habían de ser las cualidades de un buen inquisidor, como son la pureza de costumbres, talento, ciencia teológico-canónica, rectitud, sentido de la justicia y de la misericordia.

Como la finalidad de la Inquisición era la de reprimir la herejía, sólo se perseguía a cristianos herejes, especialmente a los que hacían proselitismo, pero no se perseguía ni a judíos ni a musulmanes. También se castigaba a lo relacionado con la herejía, como la nigromancia, la hechicería, la brujería… y más tardíamente algunos delitos como el incesto, la sodomía, la blasfemia y el sacrilegio.

El procedimiento que se seguía en todo proceso inquisitorial era el siguiente: el inquisidor nombraba un tribunal en el lugar sospechoso de herejía. Todo comenzaba con el “edicto de fe”, animando a la población a denunciar a los herejes de ese lugar y el “edicto de gracia”, concediendo el perdón a los arrepentidos, mediante una simple penitencia.

Los acusados tenían derecho a defenderse, a tener abogados e incluso podían apelar al obispo o al Papa. El tribunal sopesaba cuidadosamente el valor de las acusaciones y testigos. La sentencia tardaba tiempo en pronunciarse, pues las deliberaciones previas eran muy minuciosas. Las torturas eran poco frecuentes, sólo se aplicaban en casos de sospechas muy fundadas.

El proceso terminaba con el “auto de fe”, espectacular ceremonia religiosa celebrada en una plaza pública, con la asistencia de autoridades y pueblo. En ella se promulgaban las penas, que eran muy variadas: ayunos, peregrinaciones, multas, cárcel… En el caso extremo de los relapsos (herejes recalcitrantes), el reo era relegado al poder civil para su ejecución.