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Bendición del Centro de Espiritualidad de las Madres de San José de la Montaña y dedicación de la Capilla (Valle de Abdalajís)

Publicado: 04/03/2012: 6314

Homilía pronunciada por el Obispo de Málaga, D. Jesús Catalá, en la Eucaristía celebrada con motivo de la bendición del centro de espiritualidad de las madres de San José de la Montaña y dedicación de la Capilla en el Valle de Abdalajís el 4 de marzo de 2012.

BENDICIÓN DEL CENTRO DE ESPIRITUALIDAD

DE LAS MADRES DE SAN JOSÉ DE LA MONTAÑA

Y DEDICACIÓN DE LA CAPILLA

(Valle de Abdalajís, 4 marzo 2012)

 

Lecturas: Gn 22, 1-2.9-13.15-18; Sal 115; Rm 8, 31b-34; Mc 9, 2-10.

(Segundo domingo de Cuaresma-B)

1. El libro del Génesis nos presenta hoy la imagen de Abraham en la escena del sacrificio de su hijo único. Dios le llama por su nombre, de manera personal: “Abraham, Abraham”; y Abraham le responde: «Heme aquí» (Gn 22, 1). La actitud de Abraham es de disponibilidad plena a lo que el Señor le pida, en esta ocasión le pide algo muy duro: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac; vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga» (Gn 22, 2).

Dios premia a Abraham su fe y su amor; tras el gesto de ofrecimiento, de donación y de renuncia a su propio hijo, le dice Dios: «Por mí mismo juro, oráculo del Señor, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré tu descendencia» (Gn 22, 16-17).

No solamente a Abraham; también el Señor nos llama a nosotros por nuestro nombre y nos pide que le ofrezcamos nuestra vida. Así se lo pidió a Madre Petra, aquí en Valle de Abdalajis, llamándola por su nombre; y ella respondió como Abraham: “Heme aquí”; aquí estoy, dispuesta a la renuncia de su vida y de sus planes. Ya conocéis bien los avatares por los que tuvo que pasar, para ir cumpliendo la voluntad del Señor. Los santos han sabido ofrecer su vida al servicio de la voluntad divina.

¿Cómo es nuestra actitud ante la voluntad de Dios? Eso es lo que nos pide el Señor hoy. Abraham dio su respuesta; los santos han dado respuesta. ¿Cuál es la nuestra?; ¿estamos dispuestos a sacrificar lo que más queremos?; ¿o tal vez lo que nos sobra?; ¿o lo que no deseamos tener?

2. La liturgia del segundo domingo de Cuaresma nos ofrece en el Evangelio la contemplación del rostro luminoso del Señor y nos presenta la transfiguración como un adelanto de la gloria de la resurrección, la meta de nuestro camino.

Seremos transfigurados con Cristo resucitado, que en esta escena de la transfiguración deja traslucir los esplendores de su divinidad; muestra, en cierto modo, lo que realmente es: su divinidad, su luz, su verdad, su belleza. Contamos con su ayuda, y esa luz que brota de su carne glorificada de Cristo es la que nos envuelve, nos purifica y nos transfigura iluminándonos y divinizándonos.

Si contamos sólo con nuestras fuerzas, el camino de la vida, el camino cuaresmal, el camino bautismal, se hace insoportable, porque somos débiles, estamos manchados y es mucho lo que hay que purificar en nuestro corazón. Necesitamos, pues, la luz del Señor.

Mientras el gusto lo tengamos en las cosas de este mundo y en las criaturas, no digamos en los vicios y pecados que nos alejan de Dios, entonces nuestro paladar sigue estropeado, para gustar las cosas de Dios. Los tres discípulos del Señor, Pedro, Santiago y Juan, invitados a participar en su transfiguración, han podido degustar la presencia de Cristo transfigurado e iluminante, porque estaban preparados para degustar esa belleza.

Jesús viene a mostrarnos otro horizonte, otra manera de vivir, que, como dice Pablo: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni cabe en la mente del hombre» (1Co 2,9). Pedro percibió algo de ese profundo misterio y por eso exclamó: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas» (Mc 9, 5); ¡quedémonos aquí! La vida cristiana, si no fuera por la presencia de Jesús, podría resultar una procesión de sufrimientos y dolores; pero Jesús nos deslumbra con su belleza y con su luz, nos envuelve con su amor y nos transforma.

Esto es lo que estamos celebrando en este segundo domingo de Cuaresma: La transfiguración del Señor, que una vez resucitado, nos transforma a nosotros. ¡Dejémonos iluminar por su luz!

                Al entrar en esta capilla, me ha recordado la transfiguración. Es una capilla con mucha luz; desde donde estáis sentados los fieles, se puede contemplar la naturaleza, el cielo, la luz, la tierra; esta capilla puede dar a entender la luz transfigurante e iluminante de la escena de la escena de la transfiguración en el monte Tabor. Deseamos que esta capilla sea un “Tabor”.

3. En la transfiguración se oye la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado» (Mc 9,7). Jesús es el amado del Padre, que nos invita a escucharle y a seguirle del Tabor al Calvario. Si queremos llegar a la transfiguración y a la gloria; no hay otro camino; Jesús fue del Tabor –de la luz, de lo hermoso–, a la dureza del sufrimiento y de la cruz en el Calvario; ese es el único camino. En la vida de vuestra Fundadora bien claro resultan todos los sufrimientos, que tuvo que soportar, por seguir la voluntad de Dios. A cada uno de nosotros, como cristianos o consagrados, el Señor también nos pide que sepamos ofrecer nuestra vida; y que sepamos aceptar la cruz, el sufrimiento, el dolor, la incomprensión, para pasar, a través de la muerte, a la glorificación con Cristo resucitado.

En este camino cuaresmal, en el que queremos seguir a Jesús, estamos invitados a vivir una experiencia de profunda del trato con él: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 34,9). ¡No os alejéis de su compañía! ¡Manteneos cerca de él, para no perder lo poco que tenemos y para ganar lo mucho que él nos quiere dar!

El camino cuaresmal, –y toda la vida cristiana–, quiere enseñarnos a gustar las cosas de Dios, el insondable misterio del corazón de Cristo; hay que palpitar con el corazón de Cristo; hay que quedar fascinados por su belleza; hay que quedar transformados por su bondad. Sin este atractivo no entenderíamos nada del largo camino penitencial-cuaresmal, que hemos de recorrer para llegar a la plena divinización. Caminemos, por tanto, en esta cuaresma, que nos conduce hacia la Pascua, cultivando en este tiempo la oración, el trato personal con el Señor. Es ahí donde Él podrá decirnos al corazón su amor por nosotros y donde podrá encandilarnos con el fulgor de su divinidad.

4. La entrega de Cristo en la cruz, como oblación amorosa, es plenamente coherente con la transfiguración. El mismo que en el río Jordán y en el monte Tabor escuchó las palabras: «Éste es mi hijo amado» (Mt 3, 17; Mc 9, 7), es el que en la noche oscura de Getsemaní dirá: «Padre, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres» (Mc 14, 36); y el que en lo alto de la cruz exclamará: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46), porque antes ha entregado su voluntad y su vida.

En este tiempo cuaresmal la Iglesia imita la pedagogía del Maestro con sus discípulos antes de sufrir la pasión y morir. Jesús se manifestó en gloria para que Pedro, Santiago y Juan, sus más íntimos, fueran testigos de su identidad divina y pudieran después asumir sin escándalo los acontecimientos de la pasión y muerte en Jerusalén.

La andadura vocacional de Madre Petra no fue, precisamente, un camino de rosas. Quiso seguir a Cristo con la máxima fidelidad, por lo que la cruz del Señor se le hizo presente de muchos modos. Asusta contemplar las muchas dificultades, persecuciones, calumnias, soledad y, finalmente, enfermedad, que marcaron su vida, ya desde los comienzos. También asombra el comprobar su actitud de confianza ilimitada en el Señor, en medio de las adversidades, así como la exquisita caridad y elegancia de espíritu, con que respondió siempre a los que la calumniaron y la hicieron sufrir.

5. Por la experiencia de la luz, se comprende y se abraza la cruz; por la experiencia de amor, se acepta el sacrificio y la propia donación; por la experiencia de filiación, surge el abandono confiado en las manos de Dios; por la experiencia consoladora, se obtiene el discernimiento positivo en la prueba; por la certeza de la resurrección, se supera el miedo a la muerte; por la amistad con Jesús, se graban en la memoria sus palabras iluminadoras; y por la fuerza de su Palabra profética se asumen los momentos de soledad y de tristeza.

                Hoy se nos propone la contemplación del amor de Dios, manifestado en la entrega de su Hijo único, su Hijo amado, para que nos comprendamos amados en el mismo amor de Dios en cualquier circunstancia de nuestra vida.

Hoy se nos anticipa el núcleo del misterio cristiano, el misterio pascual: luz y cruz, muerte y vida, muerte y resurrección, que ilumina nuestro caminar.

En cada uno debe surgir la reacción del salmista: «Yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava» (Sab 9, 5). Por la muerte de Cristo, el Hijo de Dios, puedo sentir en el interior la declaración más sobrecogedora: «Tú eres mi hijo amado» (Mc 1, 11); así, con la certeza creyente, subir sin miedo, detrás de Jesús, a Jerusalén.

6. En la escena de la transfiguración hay una dimensión contemplativa. Subir al monte implica una renuncia a ciertas cosas; para encontrarme con el Señor en la cima del monte, necesito desprenderme de ciertas cosas. Es también como un alto en el camino.

El monte Tabor tiene una dimensión contemplativa, que significa huir de la realidad, sino hacer un paréntesis, para volver después a la vida ordinaria con mayor fuerza, con mayor luz e ilusión.

En la vida cristiana y religiosa existe un componente importante de contemplación y de silencio. Los contemplativos, siendo fieles a su vocación, son los primeros bienhechores de la humanidad; porque ellos experimentan lo que experimentó Pedro en el Tabor: ¡Qué bien se está aquí!; y se sienten atraídos por una fuerza irresistible, hasta dejarlo todo para estar a solas con el Señor.

                Queridas hermanas, vuestra Fundadora, Madre Petra, se caracterizó por constituir un equilibrio entre contemplación y vida apostólica. Su amor apasionado a Cristo la lleva a buscarlo, tanto en la soledad y en el silencio como en el rostro de los ancianos y niños desamparados.

7. Estamos dedicando hoy al Señor esta Casa de espiritualidad y el templo, como corazón de la misma. Estamos dedicando un Tabor. Este centro de espiritualidad, quiere ser un lugar para retirarse, para rezar, para contemplar, para hacer Ejercicios, para unirse de una manera más íntima con el Señor; de manera prioritaria para uso de la Congregación y subsidiariamente también para otras personas. Estamos, pues, dedicando un Tabor, una presencia especial de Dios entre los hombres. Cuando realicéis la dimensión contemplativa, seréis más benefactoras a la humanidad, que cuando atendéis a los ancianos, a los niños, a los enfermos o a los pobres. Con ello no se pierde el tiempo.

                Esto es lo que hizo propiamente el Señor al poner su tienda entre nosotros, como nos dice el prólogo de San Juan. La divinidad entra en la historia, a través de Cristo, el Verbo Encarnado. Dios se hace hombre y viene a estar con nosotros. Nos corresponde simplemente aceptar su presencia, estar con él.

Desde este Tabor le pedimos hoy al Señor transfigurado que os ayude a quienes vengáis aquí, a encontraros con él; a desprenderse de las cosas superfluas; y a conseguir una intimidad con Jesús, una contemplación de su rostro iluminado. Santa Teresa de Jesús solía decir que la oración la hacía imaginándose a Cristo “muy humanado”, el Cristo llagado, azotado y coronado de espinas; ese mismo Cristo es el que resucitó. Nosotros nos encontramos al Cristo resucitado y glorioso, después de su pasión.

En este Tabor el lugar más importante va a ser el altar, que a continuación consagraremos en una liturgia muy hermosa. Aquí se ofrecerá el Señor Jesús y quedará presente entre nosotros en el Santísimo Sacramento del altar. Ya conocéis la importancia del Santísimo en la vida de vuestra Fundadora, que cuando no le permitieron tenerlo en la casa, sufrió mucho. Vosotras vais a tener el Santísimo de manera permanente en este hermoso templo.

¡Que esta Casa de espiritualidad, que hoy dedicamos al Señor, sea un espacio vital, dedicado al espíritu; un hogar del Señor; y un espacio de encuentro entre hermanos! Esta es nuestra petición al Señor y es mi deseo y mi felicitación. ¡Enhorabuena por lo que habéis construido en la casa natal de Madre Petra!

Me ha alegrado mucho la providencial coincidencia de que hoy la liturgia nos ofreciera el evangelio de la transfiguración del Señor. Espero que esta Casa sea el Tabor de vuestra congregación.

Todos los fieles formamos parte del templo de Dios, como piedras vivas, para entrar en la construcción de una casa para Dios. Que cada uno encuentre su lugar: en la familia, en la vida de especial consagración, o donde el Señor disponga. Debemos ser dóciles cuando Dios, a través de las mediaciones, nos manifieste su voluntad. Hemos de estar abiertos a lo que el Señor, a través de esas mediaciones, nos pida.

Que la Virgen, nuestra Madre, nos acompañe en este camino bautismal, que es camino cuaresmal y penitencial, para encontrarnos con Cristo en la Pascua próxima Así sea.

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