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Profesión solemne de Sor Lucía Koki Mutinda (Monasterio de Clarisas-Antequera)

Comunidad de clarisas de Antequera, con Sor Lucía Koki a la izquierda del Obispo
Publicado: 02/03/2019: 3650

Homilía pronunciada por D. Jesús Catalá en la profesión solemne de Sor Lucía Koki Mutinda celebrada en el Monasterio de Clarisas, de Antequera, el 2 de marzo de 2019.

PROFESIÓN SOLEMNE DE SOR LUCÍA KOKI MUTINDA

(Monasterio de Clarisas-Antequera, 2 marzo 2019)

Lecturas: Os 2,14.19-20; Sal 125,1-6; Flp 3,8-14; Mt 11,25-30.

1.- Proceso vocacional

Celebramos la profesión solemne de Sor Lucía. El Señor te ha llamado desde el bautismo y te ha invitado a su seguimiento en la vida consagrada monástica. Él desea ser tu Maestro y te ha invitado a entrar en la escuela del discipulado, en su seguimiento.

Has hecho vida tuya el mensaje de san Pablo, que hemos escuchado: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8). Estas palabras expresan la entrega total de tu vida, que hoy quieres hacer de manera solemne y definitiva al Señor. Todo lo demás no tiene valor para ti, comparado con el amor de Cristo. Y eso es lo que ha cautivado tu corazón, porque Él te llena el corazón más que nada ni nadie.

Hoy damos gracias a Dios por la llamada que ha dirigido a Sor Lucía; y le pedimos que la ayude en el camino de su vida consagrada.

2.- Camino de perfección

Estamos en camino de perfección, como diría santa Teresa de Ávila. Jesús, el Señor, espera tu respuesta personal a la llamada que te ha hecho. Estás en camino de perfección. Hoy no es el final de tu vida, ni el final gozoso de haber alcanzado una meta definitiva; hoy es el inicio de una nueva etapa, porque ya has realizado otras etapas anteriores en tu respuesta al Señor. La profesión perpetua y solemne es una etapa definitiva en tu vida, tal como has manifestado en tu consagración. Quieres entregarte al Señor para toda tu vida, para siempre. Y hoy comienzas la etapa de tu entrega definitiva al Señor; Él te desposa para siempre.

San Pablo nos recuerda que estamos en camino: «No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo» (Flp 3,12). Querida Lucía, estás en camino; no lo has conseguido definitivamente, ni eres “perfecta”, pero el Señor te quiere como eres. Y lo importante es responder a la llamada del Señor: «Corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús» (Flp 3,14). Corremos hacia la meta definitiva de nuestra vida. Corres hacia el encuentro definitivo con el Señor, tu Esposo. Correr implica tener deseos de estar con Él, de vivir con Él, de compenetrarse, de llegar a tener los mismos sentimientos de Cristo y de vivir a su estilo, como dice san Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20); es Cristo quien piensa, siente, habla, actúa y viene en mí. Esa es la meta.

En ese camino, damos gracias a Dios por las maravillas que obra en nosotros, como hemos rezado en el Salmo 125: «Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (Sal 125,1-2). «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3). El Señor ha estado grande contigo, Lucía, y estás muy alegre; pero no una alegría superficial, sino profunda que toca hasta el fondo del corazón.

«Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (Sal 125,5-6). Es una imagen preciosa de lo que es la siembra de la vida: se siembra con dolor echando la simiente en la tierra con la esperanza de que germinará; pero hay que ser generosos para echar la simiente, que tiene que pudrirse y desaparecer, para que nazca fruto abundante. Sin esperanza y sin fe no se echa simiente; sin esperanza y sin fe no se entrega la vida propia, sin saber si valdrá la pena o si se podrá recuperar. Cuando entrego mi vida al Señor, me la devuelve enriquecida, divinizada, iluminada. Vas a salir ganando, querida Lucia, al entregar tu vida al Señor.

3.- Profesión de los votos evangélicos

Sor Lucía hace hoy Profesión solemne de los votos de castidad, pobreza y obediencia en este Monasterio según la regla de las Hermanas Pobres de Santa Clara, confirmada por el papa Inocencio IV y por las Constituciones de esta Orden, aprobadas por la Sede Apostólica. Tu entrega al Señor se realiza dentro de la familia de clarisas con un carisma propio. Es importante la pertenencia a la comunidad de referencia; porque no se vive la entrega al Señor de manera individual y desarraigada. Los miembros de la propia comunidad son ayuda para el camino de perfección. Cuentan que un obispo fue a visitar a una comunidad de religiosos; al presentarse el superior dijo que los otros dos hermanos, que componían la comunidad eran su “máxima penitencia”. La vida de comunidad no es fácil.

Mediante la castidad te entregas a Dios con corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34), reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas en la misteriosa vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la entrega total de su vida; amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5), que anima a una respuesta de amor total hacia Dios y hacia los hermanos (cf. Juan Pablo II, Vita consecrata, 21). Cristo te desposa, te adorna con sus gracias, te cuida y te alimenta. ¡Déjate querer por tan dulce y amado Esposo! ¡Déjate querer y ámalo! Es tu Esposo y nadie más debe llenar tu corazón.

A través de la pobreza se manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Por Él lo has perdido todo, para tenerlo a Él, como decía san Pablo. La pobreza es vivida según el ejemplo de Cristo, quien «siendo rico, se hizo pobre» (2 Co 8, 9); es expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es reflejo de la vida trinitaria; es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora. Vuestros santos fundadores, Francisco de Asís y Clara, hicieron de la hermana pobreza el emblema de su vida.

Y “la obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas” (Ibid.). La obediencia no es una losa. “Obedecer” a Dios significa escucharle y llevarlo a la práctica (“ob-audiencia”). La obediencia no es una esclavitud, sino un camino de libertad.

La vida fraterna en la comunidad monástica se propone como elocuente manifestación de la vida trinitaria. La Trinidad es modelo de vida para todas las familias y comunidades.

4.- Los pequeños son los preferidos del Señor

En el evangelio, que ha sido proclamado, el Señor Jesús da gracias al Padre por haber revelado las cosas divinas a los pequeños (cf. Mt 11,26-27), escondiéndolas a los sabios y entendidos.

Pedimos a Dios que ilumine a Sor Lucía con la luz de la fe, del amor y de la esperanza cristianas. ¡Que la Palabra de Dios y el Pan de la Eucaristía sean su alimento cotidiano!

El Señor quiere que descarguemos nuestras cargas en su hombro: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

El yugo del Señor es suave y ligero: «Mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,30). «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). ¡Vividlo así, queridos hermanos! Cristo es nuestro descanso; siendo “Señor” es nuestra vida.

Pedimos a la Santísima Virgen María que proteja a esta comunidad monástica de clarisas y que acompañe a Sor Lucía en la fidelidad a la profesión solemne de los votos evangélicos. Amén.

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