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Inmaculada Concepción de la Virgen María (Catedral-Málaga)

Publicado: 08/12/2010: 1844

INMACULADA CONCEPCIÓN

DE LA VIRGEN MARÍA

(Catedral-Málaga, 8 diciembre 2010)

Lecturas: Gn 3,9-15.20; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38.

María, Madre de la Iglesia

1. Celebramos hoy, queridos hermanos, el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Ella es toda santa, hecha criatura nueva por el Espíritu y amada de manera especial por Dios. El Concilio Vaticano II hace una bella descripción de quién es esta hermosa creatura: “Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como “llena de gracia” (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38)” (Lumen gentium, 56).

Y en el bello prefacio de la solemnidad de la Inmaculada Concepción, que hoy cantaremos, la Iglesia la alaba como Madre del Cordero sin mancha, inicio y figura de la Iglesia, Esposa sin arruga y sin mancha.

De esta manera aparece con claridad que María ha sido preservada del pecado original y en Ella permanece intacto el proyecto original de Dios y la futura suerte de la Iglesia, llamada a ser por siempre “santa e inmaculada en el amor”. Los cristianos profesamos y vivimos el misterio de la Inmaculada Concepción como misterio de fe y de salvación.

La presencia de María Inmaculada es manifestación visible y solemne de la presencia de Dios; es una epifanía del amor de Dios, una revelación del quehacer de Dios, que vence el pecado y la muerte; es también signo de esperanza para cada uno de nosotros.

San Elredo, abad, comenta los frutos de la maternidad espiritual de María, haciendo hincapié en el paso de las tinieblas a la luz: “Como sabéis y creéis, nos encontrábamos todos en el reino de la muerte, en el dominio de la caducidad, en las tinieblas, en la miseria. En el reino de la muerte, porque habíamos perdido al Señor; en el dominio de la caducidad, porque vivíamos en la corrupción; en las tinieblas, porque habíamos perdido la luz de la sabiduría, y, como consecuencia de todo esto, habíamos perecido completa­mente. Pero, por medio de María hemos nacido de una forma mucho más excelsa que por medio de Eva, ya que por María ha nacido Cristo. En vez de la antigua caducidad, hemos recuperado la novedad de vida; en vez de la corrupción, la incorrupción; en vez de las tinieblas, la luz. María es nuestra madre, la madre de nuestra vida, la madre de nuestra incorrupción, la madre de nuestra luz. El Apóstol afirma de nuestro Señor: Dios lo ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención (cf. 1 Co 1,30). Ella, pues, que es madre de Cristo, es también madre de nuestra sabiduría, madre de nuestra justicia, madre de nuestra santificación, madre de nuestra redención” (Beato Elredo, Abad, Sermón 20, en la Natividad de Santa María: PL 195, 322).

2. El Papa Pablo VI, meditando sobre el misterio de la maternidad espiritual de María sobre la Iglesia, comparaba la maternidad humana a la espiritual de la Virgen y decía que de la misma manera que una madre humana no puede limitar su tarea a la generación de un nuevo ser humano, sino que debe ampliar esta maternidad a las funciones de alimentación y educación de la prole, del mismo modo se comporta la bienaventurada Virgen María.

María es Madre de la Iglesia, según dice el Concilio Vaticano II, no solo porque es Madre de Jesucristo y socia íntima suya en la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de Ella la naturaleza humana, para liberar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne (cf. Lumen gentium, 55), sino también porque refulge como modelo de virtudes ante toda la comunidad de los elegidos (cf. Lumen gentium, 65).

El Señor Jesús ofreció, desde la cruz, a su Madre como Madre del discípulo amado: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»,  «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26.27); desde aquel momento, María es Madre de todos los discípulos de Jesús. Naturalmente acoge como Madre a la Virgen María, quien acoge a Jesús como Maestro y Señor. Resulta difícil, por no decir imposible, que uno sea hijo de María y gozar de su maternidad espiritual, si no quiere seguir a su Hijo, Jesucristo; si no lo conoce y ama.

En esta solemnidad litúrgica de la Inmaculada Concepción queremos honrar a María como la creatura más hermosa de la humanidad, que ha estado limpia de todo pecado. Pero queremos honrarla también como Madre nuestra, con el deseo de vivir unidos a su Hijo, como discípulos suyos, y de amarla a Ella como hijos agradecidos.

3. La Virgen continúa desde el cielo cumpliendo su función materna de cooperadora en el nacimiento y desarrollo de la vida divina en cada una de las almas de los redimidos (cf. Pablo VI, Signum magnum, sobre la Beata Virgen María, I,1 [13.V.1967]).

Su maternidad espiritual la ejerce mediante su continua intercesión ante su Hijo. María sigue siendo la “orante” por excelencia, que eleva su incesante oración, inspirada por su profundo amor a sus hijos. Gozando de la visión beatífica y contemplando la Trinidad, no se olvida de quienes permanecemos suspirando y gimiendo en este valle de lágrimas.

Ella conoce, desde el amor y desde Dios, nuestras necesidades; y se une a la continua intercesión de su Hijo Jesús por toda la humanidad ante el Padre celeste (cf. Hb 7,25). Como dice el Concilio Vaticano II: “Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (Lumen gentium, 62).

La Iglesia, queridos fieles, desde sus inicios ha estado convencida de la ininterrumpida intercesión de la Virgen ante su Hijo, como lo demuestra el testimonio de una antigua antífona, que forma parte de una oración litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente, y que el Papa Pablo VI la cita en un documento sobre la Virgen: “Bajo el amparo de tu misericordia nos acogemos, oh Madre de Dios; no rechaces la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita” (Signum magnum, sobre la Beata Virgen María, I,2 [13.V.1967]).

4. Por todo ello, en esta fiesta de la Inmaculada Virgen María el pueblo fiel malacitano quiere ser agradecido y rendir culto a la Madre del Redentor y Madre de la Iglesia.

Damos gracias, en primer lugar, por el espléndido don divino de la concepción inmaculada de María. Hoy nos unimos a su mismo cántico del “Magnificat”, en el que Ella reconoce las maravillas que Dios todopoderoso ha obrado en su sierva. En segundo lugar, reconocemos que Dios ha realizado obras maravillosas para toda la humanidad a través de la maternidad de María.

Nos unimos a los coros de los ángeles y de los santos, para cantar himnos de alabanza, de acción de gracias y de amor filial, por la generosa disponibilidad de María a la voluntad divina y a sus planes de salvación de la humanidad. Ella hizo posible que el Hijo de Dios se encarnara en sus virginales entrañas; por ello, podemos hacer nuestra la invocación de san Anselmo: “O gloriosa Señora, haz que por ti merezcamos ascender a Jesús, tu Hijo, quien a través de ti se dignó descender a nosotros (Orat. 54: PL 158, 961)” (Pablo VI, Signum magnum, sobre la Beata Virgen María, I,7 [13.V.1967]).

5. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento, en el que María se nos presenta como una figura y modelo especial. Ella esperó con inefable amor de Madre el nacimiento de su Hijo (cf. Misal Romano, Prefacio de Adviento II) y nos invita a nosotros a esperarlo con alegría.

En el espíritu del Adviento, al considerar el gran amor de la Virgen Madre hacia su Hijo, nos sentimos animados a prepararnos, vigilantes en la oración y jubilosos en la alabanza (cf. Ibid.), para salir al encuentro del Salvador que viene.

Este tiempo de Adviento es particularmente apto para el culto de la Madre del Señor (cf. Pablo VI, Marialis cultus, 4).

La Inmaculada Virgen María, unida al Espíritu Santo, continúa siendo para nosotros la abogada y defensora; aquella que ora por nosotros, que nos defiende del maligno, que nos ayuda a superar el mal, que nos anima a ser dóciles al Espíritu y nos impulsa a vivir en Jesucristo.

Estimados fieles y devotos de la Virgen Inmaculada, ¡que Ella os proteja siempre!; ¡que interceda por cada uno de vosotros, para que reproduzcáis en vuestros corazones la imagen de su Hijo! ¡Seguid amando cada vez más a la Virgen María! ¡Que Ella siempre sea la Madre amorosa, que os acompañe hasta el final de vuestra vida! Amén.

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