Esta joya, según los entendidos, la construyó en su taller londinense el relojero José Rodríguez Losada, el mismo a quien se debe el reloj madrileño de la Puerta del Sol, el de las campanadas de Nochevieja.

La nuestra la costeó Juan Larios y Herrero, aquel potentado del que Rubén Darío escribió: «Larios y boquerones, En la ciudad todo es de Larios... la calle principal es la calle de Larios. Hay dos grandes fábricas de hilado… y de más está deciros que son de los Larios…. ¿Y ese gran asilo? de los Larios… todo es de ellos. “¿Y la Catedral?  ¿La Catedral? ¡No! ¡Pero, el reloj de la Catedral, sí!».

Esta obra de Losada comenzó a tomar el pulso ciudadano el 7 de septiembre de 1869, víspera de la Inmaculada, previo certificado de idoneidad expedido por un maestro relojero apellidado Hoffman. Hoy día, no alcanzamos a imaginar el servicio público que prestaban estos relojes, facilitando que el pueblo dirigiera su vida y actividad con las campanadas que rubricaban los cuartos y las medias de las horas. Lo que nos recuerda aquellos versículos del Eclesiastés: «Dios ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; y también ha puesto el conjunto del tiempo en los corazones… pero el hombre no es capaz de descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin». (Eclesiástico, 3,1).