Publicado: 27/07/2016: 2080

La irrupción del verano permite viajar. Aunque sea ahí al lado. Rompamos los estrechos claustros donde vivimos. Claustros familiares, académicos, profesionales. Sociales, ideológicos o culturales.

Los seres humanos estamos hechos para aprender, para conocer, para sorprendernos. Para admirar el mundo, ese que el creyente sabe que fue creado por Dios. Nunca para encerrarnos. Se pueden visitar otros mundos casi sin salir de casa. O saliendo muy lejos. Pero saliendo al fin y al cabo. Viajar ayuda a destruir los muros en los que vivimos. También para aterrizar la realidad virtual en la que algunos viven instalados.

Ahora bien, para viajar hay que ser valiente. Hay que tener el valor suficiente que exige aventurarse más allá de nuestros particulares esquemas. Un descanso preparado hasta el último detalle es arriesgado: puede empobrecer una experiencia que podría dar mucho fruto. Hay que abrirse a la novedad. La que ofrece la libertad de espíritu. Se trata de conocer nuevas historias, nuevas gentes, nuevos mundos. Y refrescar conocimiento, adquirir cultura, alimentar la fe. Aprender con lo que se vive, enriquecerse de lo que se ve, alimentarse con lo que se siente. Viajar es correr el fascinante riesgo del conocimiento alternativo.

Ir más afuera posibilita ir más hacia adentro. Parece una paradoja pero es así. Porque los viajes exteriores siempre acaban, si no somos idiotas, en viajes interiores que emocionan. Con los que se aprende, con los que se enriquece quien emprende la aventura preciosa de viajar. Cada viaje es una oportunidad para conocer mejor. Y para conocerse mejor. Porque quien viaja, casi sin darse cuenta, alimenta su espiritualidad. A diferencia del vagabundo, cuyos pasos no tienen un destino final determinado, el viajero siempre tiene una meta. Aunque a veces no sea consciente explícitamente de ello. Y esta meta no es otra que el encuentro con Dios, con el mundo que le rodea, con quienes lo habitan. Por eso es importante sospechar de las invitaciones a viajar sin rumbo mientras se olvida lo propio, lo cercano, lo inmediato. Lo trascendente. Quien no sabe dónde va acabará en ninguna parte. Viajar nunca puede ser huir. Viajar es integrar y conocer. Y como determinados viajes solo se realizan a una edad determinada es recomendable no dejar pasar el tren. Porque con determinadas edades somos capaces de emprenderlos sin exageradas exigencias y aceptando dificultades que más tarde se vuelven abrumadoras. No dejes para mañana el viaje que puedes hacer hoy. Es tarea urgente.


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