Aquella noche, los regalos quedaron oscurecidos, la ciudad decretó dos días de luto y a los malagueños les cogió un pellizco en el corazón que difícilmente desaparecerá a poca sensibilidad que se tenga.  Una sensibilidad que fue más allá de los adultos.  Los niños también se hicieron eco del sufrimiento de la familia. 

Ayer me contaban que dos niños de dos familias distintas, antes de dormir la noche de Reyes, pidieron a sus papás rezar por el niño que había fallecido y por su familia.  Estoy convencido que al igual que ellos otro montón más de chiquillos rezaron, tuvieron presente en su oración el drama de aquella familia y el alma del pequeño. 

Ciertamente los más pequeños con frecuencia nos dan grandes lecciones de sensibilidad.  Desconozco cuántos adultos aquella noche encomendaron a Dios el sufrimiento de la familia; quizá alguno atrapado en la pregunta por qué Dios permite esto, no pudo superar el trance hasta el punto de llegar a orar.  Pero los niños con su inocencia, sencillez y trasparencia; con su fe definida, nos enseñan a depositar toda nuestra vida, todo nuestro sufrimiento y toda nuestras inquietudes en el Dios de la vida. 

Seguimos viviendo en Dios aunque el sufrimiento sea demasiado grande, aunque el sufrimiento revierta las propias leyes de la naturaleza, aunque el sufrimiento nos plante dónde queda Dios ante la dureza de la vida.  Dios está en el propio sufrimiento.  

Tristemente, la vida está salpicada de accidentes que difícilmente podemos controlar en tu totalidad.  Hay autonomía, hay libertad, hay gestión personal de los asuntos.  Menos mal que  más allá de todo eso, como si del gas del mechero se tratase, Dios alienta con su amor y bondad la existencia después incluso de la vida en esta tierra.