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Mons. Fernando Chica: «Con el hambre, el único número que vale es el cero»

Monseñor Fernando Chica, observador de la Santa Sede ante las agencias de la ONU
Publicado: 14/03/2018: 19306

Mons. Fernando Chica (Jaén, 1963) es observador de la Santa Sede ante las agencias de la ONU que se ocupan de la Agricultura y la Alimentación. En ellas hace sonar la voz del Santo Padre, que recuerda a los países miembros: “no se olviden de los pobres”. Participará en el Atrio de los Gentiles, organizado por Pastoral Universitaria, el 15 de marzo, a las 19.30 horas en el edificio del Rectorado de la UMA.

Usted ha sido nombrado por el Papa Francisco observador permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA. ¿Cuál es su papel en estos organismos?

Desde febrero del 2015, tengo el honor de representar a la Santa Sede ante estos foros internacionales, que usted ha indicado. Son tres grandes e importantes Agencias de la ONU, cuya sede está en Roma y que se ocupan de la Agricultura y la Alimentación. Mi cometido diario es llevar a su seno la palabra del Santo Padre, su cercanía a los pobres, su firme voluntad de que termine de una vez por todas el hambre el mundo. En esos organismos multilaterales, nuestro interés no es de tipo técnico o comercial. Lo que la Sede de Pedro desea en ellos es ser voz de los que están privados de ella, ponerse al lado de toda persona humana, en particular de la que sufre. Mis intervenciones siempre van dirigidas a la salvaguarda de la dignidad del ser humano, de sus derechos fundamentales. Su Santidad ha levantado su voz repetidamente para que se acabe esa cultura del descarte, que tantos excluidos provoca; ha puesto de relieve las lagunas de esa economía sin alma que olvida a los desfavorecidos. Con su magisterio, el Santo Padre ha señalado los males que crea el dinero cuando éste viene idolatrado, a la vez que, insistentemente, ha puesto de relieve la urgencia de que la persona humana esté el centro del progreso, la persona humana en su integridad y todas las personas, no un grupo de privilegiados.  Yo procuro hacer presente estos temas una y otra vez. Durante las reuniones, cuando tomo la palabra, siempre me mueve ese único motivo: que no se olviden los pobres. Trato de defenderlos, de buscar que sus anhelos y esperanzas no queden tirados en la cuneta de la vida. Entre los más necesitados de la sociedad se encuentran los hambrientos. El hambre en el mundo maneja unas estadísticas realmente alarmantes. En la actualidad, los que carecen del pan cotidiano son 815 millones de hermanos y hermanas nuestros. Se trata de la población de España multiplicada por diecisiete. Una auténtica pena. Gracias a Dios, en la lucha contra el hambre y la promoción de la agricultura, que es un factor esencial para acabar con dicha lacra, el trabajo de estas agencias internacionales es muy benemérito. Son muchos los que, afortunadamente, trabajamos para intentar que la lacra del hambre se erradique totalmente de la faz de la tierra. Nuestro objetivo es que la nuestra sea la generación del HAMBRE CERO.

El propio Francisco ha visitado ya varias veces en su pontificado la sede de la FAO. ¿Se escucha la voz de la Iglesia en estos ámbitos? ¿Algún fruto que pueda compartir con nosotros a este respecto?

El Obispo de Roma ha visitado la FAO en dos ocasiones. Una en noviembre de 2014. En ese momento, yo todavía no era Observador permanente de la Santa Sede ante este organismo. Luego fue una segunda vez en el 2017, con motivo de la celebración de la Jornada Mundial de la Alimentación, que anualmente se celebra cada 16 de octubre. Fue una segunda vez porque el tema de la Jornada le interesaba mucho: Hambre y migraciones. Pronunció un discurso claro, audaz, esperanzador. Sus palabras buscaron en todo momento llamar a las conciencias de las personas y de los pueblos para ayudar a todos aquellos que, desgraciadamente, han de dejar su patria, su lengua, su cultura, forzados por la guerra, el hambre, los cambios climáticos. Son muchos los millones de personas que sufren por estos motivos. Los conflictos armados están asolando muchos países, y esto desde hace tiempo. Hay toda una geografía mundial del dolor, de la violencia, que es realmente lamentable. A casi nadie le interesa. No ocupa grandes titulares de prensa y, sin embargo, es un mapa colmado de dolor y amargura. El Papa, con motivo de su segunda visita a la FAO, no solo habló. Dejó también un regalo, signo perpetuo de su preocupación por los emigrantes forzosos. Se trata de una escultura en mármol que representa al niño sirio Aylan Kurdi, que apareció ahogado en una playa en Bodrum, Turquía, el 2 de septiembre de 2015. Su fotografía le dio la vuelta al mundo entero. Tenía tres años. Era un exponente de otras tantas criaturas que en busca de esperanza encuentran en el Mediterráneo la muerte. Ese mar se ha convertido, tristemente, en un cementerio. Junto al niño sirio, el autor de la escultura había representado un ángel llorando, derramando lágrimas de amargura por una tragedia tan macabra. Es un dolor inmenso la muerte de víctimas inocentes. La muerte de Aylan creo que es un grito, una llamada para que el mundo cambie y le plante cara al mal, y esto de forma apremiante y eficaz. Hemos de acabar, entre todos, unidos, con todo el mal que aflige a la humanidad. Entre esos flagelos que hoy asolan nuestro mundo se halla el hambre.

Y sin embargo, el hambre sigue creciendo en el mundo...

Efectivamente, que el hambre siga aumentando es un escándalo, un verdadero drama, me atrevo a decir. Desde 2003 se había dado un descenso en las estadísticas del hambre. Habíamos llegado a 777 millones de hambrientos en el mundo. Por desgracia, los informes que últimamente se han publicado, y que conocimos el pasado mes de septiembre, nos indican que ha habido un repunte del hambre. Estamos ahora en 815 millones de hermanos nuestros que no tienen acceso al alimento. Esto es algo alarmante. Mientras exista una sola persona con hambre en el mundo, la humanidad habrá sido derrotada. Con el hambre, el solo número que vale es el cero. En cambio, estamos lejos de esa cifra. Esto es así porque, en la raíz de esta lacra, se encuentran tres factores: la desigualdad económica, es decir, un mundo dividido entre unos pocos que lo tienen todo y muchos que no tienen nada o casi nada. Es una pena ver cómo la brecha entre ricos y pobres se está agrandando cada vez más. En segundo lugar, existe tanta hambre en el mundo por la perpetuación de los conflictos bélicos. Las guerras se agravan y prolongan cada vez más. Pensemos, por ejemplo, en Siria, en el Yemen, en Somalia, en Sudán del Sur, en la República Centroafricana, en la República Democrática del Congo…. Son países donde la guerra está haciendo estragos, donde la vida de las personas vale nada, o casi nada. En esas naciones, muchas familias, muchas criaturas inocentes, están siendo golpeadas y masacradas vilmente por el odio y la violencia. No pueden mirar al futuro con confianza; ven sus enseres destruidos, su vida truncada. Las fuerzas que debían estar al servicio de la agricultura, los brazos que tenían que estar arando, podando, cosechando, resulta que están empuñando armas, armas que causan muerte y dolor. A esto hay que añadir los efectos nocivos del cambio climático. Esos países, ya probados por la violencia, resulta que además sufren por sequías, por desiertos que se agrandan, por tierras que no producen. Estos tres factores unidos causan hambre, mucha hambre. Pero no podemos caer en el pesimismo. Hemos de apostar por la esperanza. Hemos de levantar nuestra voz y entre todos forjar horizontes nuevos, de paz, de convivencia fraterna y serena. En la lucha contra el hambre nadie sobra. Los Estados, las agencias de la ONU, las oenegés, etc. tienen su parte en esta lucha contra el hambre, pero también nosotros, como Iglesia, como sociedad civil, debemos colaborar, con gestos tangibles y activos de solidaridad, aportando lo que podamos para que desaparezca el hambre en el mundo. Gracias a Dios, y esto lo digo con orgullo, hay muchas personas buenas que están plantando cara al hambre, muchas entidades que están dando un maravilloso ejemplo de caridad, de altruismo, de servicio a los desfavorecidos de la tierra. Debemos nosotros sumarnos a esa noble causa. Cada uno debe recorrer este camino, que es el camino del bien y el amor. El Papa, en su Mensaje para la cuaresma de este año, nos invitaba a que la llama del amor estuviera siempre encendida en nuestros corazones. Ojalá que nadie lo olvide, porque será el amor el que salve al mundo. El mal no tiene la última palabra de la historia. La última pertenece al bien, es decir, a Dios, dador de todo bien. Él nos llama a formar parte de su designio de amor sobre el hombre. Hemos de ponernos de parte de Dios para luchar contra el mal y la injusticia en la tierra.

¿Qué mensaje le gustaría dejar en el corazón de quienes le escuchen en su conferencia en Málaga?

Quiero dejar dos mensajes. El primero: El Papa, cada vez que termina un discurso, una plegaria, un encuentro, una audiencia, siempre acaba pidiendo que recemos por él. A mí me gustaría dejar esto como primer mensaje: Pidamos cada día a Dios por el Santo Padre. Recordémoslo sin cesar en nuestra plegaria. Oremos por el Papa Francisco, que no se cansa de invitar al pueblo de Dios a estar al lado de los pobres, de los pequeños y los débiles. En segundo lugar, quisiera recordar que el Papa, en su encíclica Laudato si’, nos ha indicado una cosa importante: la pedagogía de los pequeños gestos. Y esto me gustaría también dejarlo a ustedes como un acicate, como una llamada para todos ustedes. No olvidemos la importancia que tienen esos detalles cotidianos de amor, que rompen la lógica del egoísmo, que tanto mal hace al mundo, y que tiene mucho que ver con el aumento del hambre y la miseria existentes en nuestro mundo. Hay hambre porque hay egoísmo, indiferencia, violencia, porque hay desamor. Tenemos bastante comida para acabar con el hambre en el mundo. Lo que falta es amor para repartir justa y equitativamente esa comida. Por eso es importante que se multipliquen los gestos de amor con los pobres. Por ejemplo, un gesto que es muy importante es ahorrar comida, no desperdiciarla. Da escalofrío pensar que un tercio de la producción mundial de alimentos no se aprovecha, lo cual contribuye a esa cantidad desorbitada de ochocientos quinces millones de hambrientos, que antes he citado. Los alimentos se derrochan en el hemisferio norte porque muchos de ellos se tiran, se malgastan, no se consumen, acaban tirados en los contenedores de basura. En el hemisferio sur, lo que ocurre es que la mayoría de las veces los productos se deterioran porque faltan medios adecuados para su transporte, para su conservación, o para su cultivo. Sea por una causa o por otra, el hecho es que se podría alimentar a más personas y lamentablemente esto no es así. En cambio, qué hermoso sería si cada uno pensara, haciendo un serio ejercicio de arrepentimiento y un propósito de enmienda, en los alimentos que ha dejado en el plato, a medio comer; o en aquellos otros que se han malogrado en su nevera o en su despensa; o en los que ha cocinado y luego no ha consumido. Cuanta comida se tira sin escrúpulo alguno. Miremos lo que sobra en los banquetes de boda, en las cenas con amigos, etc. Se trata de ahorrar para compartir. Todos podemos hacerlo. Todos, sin que nadie escurra el bulto. Al respecto, en la lucha contra la malnutrición y el hambre, sería realmente importante un cambio, una conversión que consistiera en dejar ya de conjugar los verbos en tercera persona (lo que hace o no hace tal o cual institución; tal país, tal organismo; mi vecino, mi suegra…), para tomar la decisión de ver lo que yo voy a hacer; mejor: lo que ya estoy haciendo. Estamos acostumbrados a ver la mota en el ojo ajeno; estamos siempre en una actitud crítica, con el ojo o el oído atento a los errores de los demás, a sus acciones u omisiones. Basta. Comencemos por escuchar nuestro corazón; aprendamos a ponernos metas realizables, tangibles, objetivos que nos competan. Pensemos en lo que podemos hacer nosotros. Por ejemplo, algo muy sencillo: revisemos nuestra vida y veamos si desperdiciamos comida, si malgastamos el agua o la luz; si somos generosos o si somos tacaños cuando se trata de ayudar a los pobres. Pensemos qué hago yo, y lo mejor, qué voy a hacer para ser más generoso, más responsable en el uso y consumo de los recursos, más solidario. Seamos valientes y tracemos una hoja de ruta personal, propia. Una hoja que no olvidemos y que revisemos periódicamente para ver si la cumplimos o no. En esta hoja, guardada en nuestro corazón, apuntemos: “Me comprometo a hacer esto en la lucha contra el hambre, o para ayudar a los hambrientos”. Y que cada uno anote el gesto que va a hacer para ayudar a los pobres y a los hambrientos; un solo gesto. Seamos realistas, si ponemos varios, seguro que los olvidamos. Uno solo, no nos engañemos. Si ponemos más, no haremos nada. Cada uno un gesto, conscientes de que, lo mismo que el mar se llena con muchas gotas de agua, el hambre se derrotará si muchos nos tomamos en serio una acción en su contra. Comencemos con el ahorro de comida, un ahorro que luego nos lleve a la solidaridad. Se trata de compartir lo ahorrado. Así, el despilfarro de alimentos encontrará en cada uno de nosotros su más firme enemigo, y la solidaridad y la generosidad en el compartir con los que no tienen nada a la boca que llevarse, hallará en cada uno de nosotros su más firme aliado. Le pido a Dios que esos buenos propósitos se materialicen en cada uno de nosotros.

Ana María Medina

Periodista de la diócesis de Málaga

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