NoticiaColaboración La conexión Publicado: 11/04/2019: 13670 Artículo de Francisco Castro, sacerdote diocesano y profesor de los Centros Teológicos de la Diócesis. Los cristianos afirmamos con fe que Jesucristo, siendo hombre como nosotros, no es un hombre cualquiera, sino el Hijo de Dios hecho carne (Jn 1,14). A este misterio le llamamos “Encarnación”. Quizá no nos hemos parado a pensar en lo admirable de este misterio. Tan acostumbrados estamos a él, que casi lo damos por descontado, como una cosa natural: Jesús es el Señor, “de toda la vida”. Los teólogos medievales, que se preguntaban acerca de todo con gran honestidad intelectual, hicieron popular esta pregunta: “cur Deus homo?” ¿Por qué Dios decidió hacerse hombre? Y dieron distintas respuestas. Para unos, se trataba del modo en que Dios podía salvar a la humanidad de su caída. Otros pensaban que, incluso si el hombre no hubiera pecado, también se habría encarnado el Hijo para perfeccionar su creación. En el Credo “largo” tenemos la respuesta más clara: «por nosotros los hombres y por nuestra salvación... se hizo hombre». En el fondo del misterio de la Encarnación late el misterio de la misericordia de Dios. Él, que nos había creado por amor para admitirnos en su amorosa compañía, no claudica de su proyecto primero. Y con misericordia, superando el portento de la creación, realiza un portento aún mayor, a través de un admirable intercambio: el Hijo de Dios se hizo hombre para que los hombres lleguemos a ser hijos de Dios (Gal 4,4-6). Para que tanto amor y tal condescendencia no nos resulten increíbles ni nos abrumen, quiso hacerse nuestro camino Aquel que era nuestra meta: «Para enseñarnos el camino, vino el mismo a quien queríamos ir. ¿Y qué hizo? Nos puso el leño con el que poder atravesar el mar... ¿Por qué, pues, te asombra que los hombres nazcan de Dios? Vuelve tu mirada a Dios mismo nacido de los hombres» (San Agustín). La Encarnación es un compromiso con la humanidad del cual Dios no se echa atrás. Fundamenta toda la vida terrena de Jesús, solidaria con las alegrías y penas, esperanzas y angustias del mundo. Permite que la entrega de Jesús hasta la cruz sea fuente de vida para todos: «Como no hay, ni ha habido ni habrá ningún hombre cuya naturaleza no haya sido asumida en Jesucristo nuestro Señor, no hay ni hubo ni habrá ningún hombre por el que Él no haya sufrido» (concilio de Quiercy, s. IX). Finalmente, hace de la humanidad glorificada del Resucitado nuestra propia glorificación.