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La virginidad en la primitiva Iglesia

Publicado: 04/04/2014: 8717

La estima de la virginidad ha sido siempre una constante en la historia de la Iglesia. Y lo fue de una manera especial en los tres primeros siglos. Las alabanzas que tributa san Pablo a la vida en virginidad (1Cor 7, 25-35); la actitud de las cuatro hijas del diácono Felipe que permanecieron vírgenes (Hech 21, 9); la influencia y los escritos de los Padres de la Iglesia, como un san Ignacio de Antioquía o un san Justino o Atenágoras, contribuyeron a la exaltación de la virginidad en los comienzos de la Iglesia.

Es oportuno recordar lo que escribe Clemente de Alejandría: “la virginidad es santa cuando tiene su fuente en el amor de Dios; pero no es buena si procede del desprecio al matrimonio”. Y es que en estos primeros siglos hubo un gran número de sectas que negaron la santidad matrimonial.

La virginidad, como una forma de ascetismo, aparece en el siglo I, pero es en los siglos II y III cuando su práctica es más frecuente. Son muchos los nombres con los que se designa a quienes la practican: a los varones se les llama “continentes”, “confesores” o “ascetas”; a las mujeres “vírgenes”, “siervas de Dios”, “puellae Dei” o “esposas de Cristo”.

Durante los tres primeros siglos, quienes decidían vivir en virginidad, permanecían en medio de sus familias. Hacían o no un voto o promesa de castidad ocupándose de su trabajo o actividad. En el caso de los varones era frecuente la dedicación a la predicación itinerante; en el caso de las mujeres, su actuación se centró en la atención a los pobres, al cuidado de los enfermos y al testimonio del Evangelio. Con el paso del tiempo se hizo necesaria la agrupación de quienes practicaban la virginidad con el fin de hacer más factible su consagración a Dios. La célebre “Carta a las vírgenes”, documento del siglo III, atribuido falsamente a san Clemente Romano (siglo I) trata de evitar los posibles peligros que pudieran ocurrir en el desarrollo de estas principiantes comunidades.

El concilio de Elvira dedica varios cánones a las vírgenes consagradas a Dios recordando que el voto de virginidad hace tan gravemente ilícito el matrimonio, que queda excluida de la comunión la virgen que quebrante el voto y se case (c. 27). Un siglo después el concilio I de Toledo, prescribe penas de excomunión por las mismas razones. El canon 8 del concilio de Zaragoza (año 380) dispone que “no se dé el velo a las vírgenes que se consagren a Dios antes de haber probado ante el obispo que han cumplido los 40 años”.

En conclusión, la virgen consagrada es la esposa del Señor. Sería un grave adulterio el quebrantar el voto de castidad, pues “virgen ya no es… ni viuda tampoco porque su esposo vive eternamente”, así se expresa el monje hispanorromano Baquiario en su “De reparationelapsi”. Hasta el siglo IV, las vírgenes no llevan distintivo alguno, se reúnen de vez en cuando, se les aconseja la pobreza y la práctica de las obras de misericordia. Hacia el 350 aparecen en Roma comunidades de vírgenes para los que se instituye toda una liturgia de consagración con la imposición del velo, recordando el simbolismo del velo matrimonial. El contraste de las vírgenes cristianas con las vestales romanas es significativo. San Ambrosio terminará proponiendo como modelo de las vírgenes, a la Virgen María.

Hoy, la virginidad, vivida de otra forma, sigue siendo una excelente expresión de una de las grandes virtudes de la religión cristiana, la de la castidad consagrada. Es sobradamente conocido el dicho de aquella época: “Meliusestviverecumcastitate, Quam moriprocastitate”. Es mejor vivir en castidad, que morir por la castidad.
 

Autor: Santiago Correa, párroco en S. Ignacio y Sta. Marí

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