DiócesisHomilías Funeral del Rvdo. Manuel Torres Rubio (Cementerio Municipal-Málaga) Manuel Torres (en el centro, arriba, sin revestir) junto a los sacerdotes del arciprestazgo Fuengirola-Torremolinos en una visita al Centro Gerontológico Buen Samaritano, donde residía Publicado: 06/11/2016: 17611 Homilía pronunciada por D. Jesús Catalá, Obispo de Málaga, en el funeral del Rvdo. Manuel Torres Rubio, el 6 de noviembre de 2016, en el Cementerio Municipal de Málaga. FUNERAL DEL RVDO. MANUEL TORRES RUBIO (Cementerio Municipal-Málaga, 6 noviembre 2016) Lecturas: 2 Mac 7,1-2.9-14; Sal 16,1.5-6.8.15; 2 Ts 2,16 – 3,5; Lc 20,27-38. 1.- Perder la vida temporal para recibir la vida eterna El libro de los Macabeos nos ofrece la impresionante narración de la muerte de los siete hermanos y su madre en tiempos del rey Antíoco, por no renegar de la fe de sus padres (cf. 2 Mac 7,1-2). Todos ellos mantuvieron una misma actitud de fondo: expresaron una confesión valiente de su fe, por la que preferían perder la vida temporal para alcanzar la vida eterna, profesando su fe en la resurrección (cf. 2 Mac 7,9.14). El testimonio de los hermanos y su madre nos animan a ser también nosotros testigos de la resurrección. El testimonio de tantos mártires a través de la historia, que han soportado con paciencia y humildad la crueldad y la muerte, es ejemplo de fidelidad a la fe. Hoy no nos pide el Señor un martirio cruento, pero hay otros cristianos perseguidos por su fe en otras partes del mundo. 2.- Dificultades para creer en la resurrección Nuestra sociedad tiene dificultades en creer en la resurrección. No resulta fácil hoy para mucha gente creer en la otra vida. La eternidad es difícilmente imaginable; y los esfuerzos de la mente no llegan a comprender la vida fuera del tiempo y del espacio. Muchas dificultades actuales para aceptar el misterio de la resurrección son de tipo saduceo, como veremos en el Evangelio; es decir, interpretan la otra vida y la resurrección con categorías de este mundo. Sin embargo, la fe en la vida eterna resulta ser una actitud humanamente razonable, pues aún es peor la idea de vivir pensando que todo termina al final de la vida temporal, pensando que no existe nada más. La llamada actitud “atea”, si se lleva hasta las últimas consecuencias, resulta mucho más difícil de sostener que la vida de fe. La fe en la otra vida es la única que puede dar sentido humano a la vida y a la historia. Dios ha transformado la existencia humana y ha sembrado en ella el germen de la inmortalidad. El cristiano tiene una certeza: Dios ha resucitado a su Hijo Jesús: «Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo» (Col 1,18); Cristo es el primer resucitado. Todo aquél que esté injertado por el bautismo en Jesucristo, participará de su victoria. La fe en la resurrección es la fuente de la valentía para mantener la firmeza hasta la muerte si fuera necesario en el testimonio de la fe. 3.- Al despertar me saciaré de tu semblante El Salmo que hemos cantado nos ofrece la esperanza de encontrarnos cara a cara con el Señor: «Al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 16,15). Me da mucho gozo rezar este “ritornello”, que hemos cantado: “Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor”. Al despertar a la otra vida, deseo contemplarte. Ese es nuestro deseo y el de nuestro hermano Manuel, que así lo vivía y lo predicaba: el ansia de ver cara a cara al Señor sin vendas, ni oscuridades, ni dudas. No verlo ya con la luz de la fe, sino con la Luz de Cristo. Ante los restos mortales de nuestro hermano Manuel es bueno renovar la esperanza de encontrarnos cara a cara con el Señor, como él lo está viviendo ahora, tal como nos dice la fe. Despertar ante la presencia de Dios es el anhelo de todo creyente. San Pablo pide que el Señor Jesucristo y Dios nuestro Padre, que nos aman tanto y nos han regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuelen nuestros corazones (cf. 2 Ts 2,17); y que dirijan nuestros «corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo» (2 Ts 3,5). En esta Eucaristía agradecemos al Señor el regalo que ha sido para nosotros y para la Iglesia la persona y el ministerio de nuestro hermano Manuel, como hemos podido escuchar en la semblanza espiritual. Ahora le pedimos al Señor que lleve a plenitud la semilla de inmortalidad que recibió en su bautismo. Se trata de un proceso de iluminación y transformación, de inserción en la vida eterna, ya en esta vida mortal, que le permita contemplar de modo pleno el semblante amoroso de Dios. Pedimos para él y para todos nosotros que se haga realidad lo que hemos cantado en el Salmo: “Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor”. 4.- El Dios cristiano es el Dios de la vida El Evangelio presenta a los saduceos, que no creían en la resurrección, haciéndole a Jesús una pregunta capciosa sobre el caso de una mujer casada sucesivamente con siete hermanos: «Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer?» (Lc 20,33). Ellos aplicaron las categorías de este mundo a la otra vida; pero las cosas no funcionan así. La respuesta de Jesús es clara: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán, ni ellas serán dadas en matrimonio» (Lc 20,34-35). Intentar mirar con los ojos físicos la otra vida, o aplicarle nuestra manera de pensar, o vivir desde las categorías de nuestro mundo temporal, no sirve de nada. En este mundo hace falta el acto de fe: Creemos en la resurrección de Cristo, tal como profesamos en el Credo; creemos en la resurrección de los muertos, como un don de la fe que Dios nos ha regalado; y no como conclusión de un razonamiento lógico. Creemos en Cristo resucitado; y creemos que unidos a Él por el bautismo, también resucitaremos con él. Dios ama la vida: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,38). Según el Evangelio, la vida y la muerte, por paradójico que parezca, son dos modos de la misma realidad: Vivir consiste en ir dando la vida; vivir consiste en ir muriendo al pecado, a las tinieblas, al egoísmo. Cuanto más morimos a nosotros mismos, más vivimos en Cristo; cuanto más avanzamos en la muerte al pecado y a lo que nos aleja de Dios, más en profundidad nos acercamos a la vida eterna. De tal manera que la entrega diaria se convierta en una oblación total y definitiva al final de nuestra vida, como acto supremo. El Señor nos ha dicho: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Este funeral de nuestro hermano Manuel nos anima a seguir muriendo, para seguir viviendo a la vida que Cristo nos invita. Este funeral de nuestro hermano Manuel, que es una despedida definitiva, nos anima a seguir muriendo a lo que hay que morir, para penetrar en la vida que Cristo nos ofrece. Pedimos al Dios de la vida y de la resurrección que acoja en su reino de inmortalidad a nuestro hermano Manuel, sacerdote, que vivió la fe en la resurrección y que tantas veces la predicó. ¡Que la Virgen María, de la que fue devoto hijo, le acompañe ahora a contemplar el rostro de Dios y que, al despertar a la otra vida, goce contemplando el semblante amoroso de Dios Padre! Amén. 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