«Presidir para servir. ¿Temporalidad en el ejercicio del ministerio episcopal?»

Publicado: 14/08/2012: 1763

•   Artículo publicado en la Revista “Sal Terrae” (1983)

 Las razones de este artículo

A los cargos-servicios, aun dentro de la misma comunidad eclesial, les puede pasar lo que al vino: el tiempo los mejora o los estropea; todo depende de la calidad o estado del mismo, o de circunstancias externas, como pueden ser: el material del recipiente, su ubicación en la bodega, el clima ambiental.

Con relación al ministerio episcopal la historia es testigo de muchos obispos que con el correr del tiempo han ido ofreciendo un mejor servi­cio pastoral. Debo decir, con admiración hacia los obispos que conozco, que este es el caso más común y frecuente. Sin embargo, podría darse el caso contrario. Es lo que temo por mí y por aquellos a quienes sirvo como pastor. Otros comparten mi preocupación.

Llevo más de once años de servicio a la Iglesia como obispo. He recibido mucho más de lo que haya podido ofrecer. Me refiero a mi “ser­cristiano”. Sospecho (porque sólo Dios lo sabe y por ello le doy gracias cada día), que mi servicio pastoral ha fortalecido mi fe y ha potenciado mi amor a la Iglesia que preside, como Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma.

Con todo, ya desde los primeros meses del ministerio, me he plan­teado si mi servicio es realmente provechoso a la Iglesia local a la que he sido enviado, según aquello que San Pablo escribía a los cristianos de Filipo: “...me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe...” (Filp1,25). (A pesar de sacar intencionadamente las palabras de San Pablo del contexto de su carta, creo que en este caso es válida la extrapolación).

En el obispo puede darse, en el ejercicio de su ministerio, un desá­nimo pasajero. ¿Quién no lo habrá sentido alguna vez? Ceder a la tenta­ción del desánimo sería “mirar hacia atrás” (Lc 9,62) en el sentido peyo­rativo al que se refería Jesús en el texto aludido. Pero, también puede darse un estado de desánimo crónico, producido por causas internas o externas al mismo obispo que, a la larga, lo incapacita y perjudica a la comunidad a la que sirve: ha perdido, quizás sin culpa suya, aquel ánimo (iniciativa, creatividad...) que debe tener el pastor para seguir delante del rebaño, abriendo camino y vigilando a diestra y siniestra.

Durante casi nueve años he dejado reposar mi preocupación y mis primeros apuntes sobre lo que alguien ha llamado “temporalidad del ejer­cicio del ministerio episcopal diocesano”. He consultado a seglares, reli­giosos, párrocos, teólogos, canonistas, obispos y hasta a un experto de la Curia Romana. Me han corregido, ampliado y orientado. Por supuesto que ninguno de ellos conoce la última redacción de este trabajo y, por tanto, no lo refrendan de antemano.

El P. Estanislao Olivares, S. J., doctor en Derecho Canónico y profe­sor de esta asignatura en la granadina Facultad de Teología de Cartuja, ha sido quien más me ha ayudado. Quiero agradecérselo de una manera especial.

La Constitución Apostólica “Regimini Ecclesiae Universae” de Pa­blo VI, el nuevo Derecho Canónico y el ejemplo de algunos hermanos en el Episcopado, me han animado a dar la última redacción al artículo “re­tenido”, como quien abre camino sobre un tema que deberá ser estudia­do mucho más a fondo. Además, aquel sabio principio del c. 27 “Consuetudo est optima legum interpres” será, sin duda, el mejor medio para interpretar la “aliam gravem causam” a la que se refiere el c. 401, párrafo 2º, en lo que a la renuncia del oficio episcopal se refiere.

Reflexiones sobre el Canon 401

En el nuevo Código de Derecho Canónico, c. 401, en su párrafo 1º, se nos ruega a los obispos diocesanos que, cumplidos los setenta y cinco años, presentemos la renuncia de nuestro oficio al Sumo Pontífice, el cual proveerá, teniendo presente todas las circunstancias.

En el párrafo 2° del mismo canon, “se ruega encarecidamente al obispo diocesano que por su débil salud u otra causa grave es ya menos apto para cumplir su oficio, ofrezca la renuncia del mismo”.

Con estas dos normas se evita que los obispos permanezcamos en el cargo para el que ya no tenemos la necesaria aptitud, teniendo en cuenta los inconvenientes que podrían derivarse en lo que al ministerio episcopal se refiere.

La dificultad está en saber discernir tanto por parte nuestra como por parte de instancias superiores a nosotros mismos, cuándo se da la “débil salud”, o cuándo una causa puede ser considerada tan grave como para pedir ser relevados del ejercicio del ministerio episcopal diocesano.

Evidentemente cuando el canon dice “causa grave” no se refiere a aquellas posturas doctrinales o pastorales que, por sí mismas, rompen la comunión con las demás iglesias y, consecuentemente, con el Obispo de Roma; se refiere más bien a otras causas, que, siendo graves, no han sido determinadas. A éstas precisamente me refiero en el presente artículo.

Principios teológicos

En primer lugar, creo conveniente exponer algunos principios teológicos que pueden orientar nuestra actitud de obispo diocesano res­pecto a la permanencia en nuestro ministerio concreto; principios, esos, que justificarían también que se nos pida con encarecimiento la renun­cia, o nosotros mismos la pidiéramos, según las circunstancias del c. 401.

El Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”, cap. III, en el proemio, núm. 18, propone un principio gene­ral acerca de los ministerios jerárquicos de la Iglesia:

“Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en la Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen le sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos perte­necen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera digni­dad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, al­cancen la salvación”.

Los ministros sagrados estamos, pues, al servicio de nuestros her­manos del Pueblo de Dios para su salvación; esta “salus animarum” es la razón y medida del servicio.

Este espíritu de servicio a los hermanos tiene, a su vez, su funda­mento evangélico en las admoniciones de Jesús a los apóstoles:

“No será así entre vosotros: sino que el que quiera hacerse mayor en­tre vosotros, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, sea vuestro esclavo” ( 20,26-27; Mc 10,43-44).

El espíritu de servicio se fundamenta igualmente en los demás tex­tos del Nuevo Testamento que presentan la misión de los apóstoles y de sus sucesores como un servicio a la comunidad cristiana.

Tradición eclesiástica

Quizás debamos a San Agustín la aliteración “praeesseprodesse”, que equipara y condiciona el presidir al servir a los demás:

“Somos al mismo tiempo presidentes y servidores; sólo presidimos si realmente aprovechamos (servimos) a los demás” (Sermo Guelferb, 32,3; Misc. Agust. t. 1, p. 564).

En el libro 19, “De Civitate Dei”, cap. 19, hablando del nombre del obispo escribe también San Agustín:

“…Entienda el obispo que no aprovecha (sirve) a los demás si sólo desea presidir”.

San Bernardo recoge esta aliteración en su “De consideratione” al Papa Eugenio III, escribiéndole:

“Presides para preocuparte de los demás; presides para ser provechoso a los demás... no para que mandes” (Lib. III, cap. 1, núm. 2; P. L. 182, col. 759).

Graciano consecuentemente señala que, a diferencia de los otros sacramentos, el sacerdocio se recibe para bien de los demás, y utiliza el mismo juego de palabras:

“EI sacerdocio se ha dado para bien de los demás no sólo presidiendo, sino sobre todo siendo útiles a los otros…” (Dict. p. c. 34, C. 1, g. 1; ed. Friedberg, col. 375).

El Decreto Conciliar “Christus Dominus”

El Decreto “Christus Dominus” del Concilio Vaticano II sobre el oficio pastoral de los obispos expone, en el capítulo 2º, el triple ministerio episcopal en la diócesis, desarrollando sus principales implicaciones y exigencias. Como una lógica consecuencia de todo ello, cierra el capítulo el tema de la renuncia al ministerio episcopal:

“Así, pues, siendo de tanta importancia y tamaña gravedad el oficio pastoral de los obispos, si, por el peso de la edad o por otra causa grave, se hicieren los obispos diocesanos y otros equiparados a ellos en derecho, menos aptos pare desempeñar su oficio, con encarecimiento se les ruega, que, espontáneamente o invitados por la autoridad com­petente, presenten la renuncia a su cargo” (Núm. 21).

Otras graves causas que pueden exigir la renuncia

La comparación de este texto conciliar con el c. 401, antes citado, nos muestra que en éste se ha separado la primera causa que indica el Decreto conciliar para la renuncia del obispo, y, alrededor de ella, se ha configurado el párrafo 1º, concretando en setenta y cinco años la “edad avanzada” de dicho Decreto. En el segundo párrafo del c. 401 se ha reco­gido la segunda causa del Decreto conciliar, “otra causa grave”, destacan­do la más obvia entre ellas: “salud débil”.

Notamos, además, otra diferencia entre ambos textos. Mientras que en el primer párrafo del c. 401, que se refiere a una causa bien objetiva y determinada (setenta y cinco años), se nos pide a los obispos diocesanos simplemente que presentemos nuestra renuncia, en el párrafo 2º que recoge causas más indeterminadas, el ruego que se nos hace para que renunciemos es encarecido: “enixe rogantur”.

Este ruego más apremiante nos mueve a buscar criterios objetivos que nos ayuden a determinar esas graves causas por las que se nos pide a los obispos diocesanos que renunciemos a nuestro ministerio; con ello se nos facilitaría el cumplimiento del deseo de corresponder al ruego enca­recido que se nos hace.

¿Recurso a la analogía del derecho?

Para obtener una mayor determinación de esas causas se podría acudir, por analogía del derecho, a las normas establecidas sobre el cese del titular de un oficio parroquial.

El c. 538, párrafo 3°, que trata de la renuncia del párroco a su oficio, es paralelo al c. 401, párrafo 1º, sobre la renuncia al oficio episcopal al cumplir setenta y cinco años. Pero no hay, a propósito del párroco, una norma paralela al c. 401, párrafo 2°, sobre los obispos, en la que se ruegue también a los párrocos que renuncien “por débil salud u otra causa gra­ve”.

En el caso de menor aptitud de los párrocos, el Código provee el proceso de remoción de los mismos, que tiene lugar cuando, aun sin culpa suya grave, su ministerio resulta dañino o, por lo menos, ineficaz

(c. 1740).

Puesto que son normas que, siendo tan diversas, pretenden el mis­mo fin y con las mismas causas, parece que, en principio, se podrían aplicar por analogía las mismas o parecidas causas de remoción del pá­rroco al caso de la renuncia del obispo.

El c. 1741 indica cinco causas principales por las que se puede pro­ceder a la remoción de un párroco. Pero estas graves causas canónicas para la remoción de párrocos se refieren a defectos personales que no apreciará comúnmente el propio sujeto, y, por tanto (siempre por la ana­logía del derecho), no pueden constituir una enumeración de causas por las que podríamos los obispos renunciar a nuestro ministerio diocesano.

Tenemos, pues, que buscar otros criterios que, por su objetividad, podamos apreciarlos fácilmente los mismos obispos, y, por otra parte, eviten la posible ansiedad que ocasionarían unas causas genéricamente expresadas, como sucede con la fórmula “otras causas graves” del c. 401, párrafo 2°.

Una presunción posible

La comparación del párrafo 1º del c. 401 con el Decreto conciliar aludido puede indicarnos un buen camino. Efectivamente, el decreto “Christus Dominus”, núm. 21, pedía la renuncia a los obispos que fuése­mos ya menos aptos para desempeñar el ministerio a causa de nuestra edad avanzada. Pues bien, el c. 401, párrafo 1º, concreta esa edad avanza­da, que hace menos apto para el ministerio episcopal diocesano, en los setenta y cinco años; es decir, concreta la norma conciliar fundándose en una presunción por la que supone que, al llegar a los setenta y cinco años, los obispos experimentamos, por lo común, las deficiencias de una edad avanzada, causantes de una menor aptitud para el ministerio que tene­mos encomendado.

Para los casos en que la presunción de derecho no responda a la realidad, y los obispos a pesar de nuestros setenta y cinco años sigamos siendo aptos para el cargo, el Sumo Pontífice nos mantendrá al frente de la iglesia particular que tenemos confiada.

De manera semejante parece posible determinar, mediante la pre­sunción, una de esas graves causas que apunta el c. 401, párrafo 2°, por las que se nos ruega encarecidamente a los obispos que renunciemos al cargo. Esa presunción es la siguiente:

La experiencia muestra que al cabo de un determinado número de años en una misma diócesis, algunas veces los obispos nos hacemos me­nos aptos para el concreto ministerio episcopal que venimos desempe­ñando.

En primer lugar, por el desgaste físico y psíquico; al cabo de unos años este desgaste nos hace menos aptos para las múltiples tareas que comporta el ministerio episcopal diocesano; sobre todo, disminuye nota­blemente nuestra capacidad para la animación espiritual de la comuni­dad diocesana y amenguan nuestras energías en la organización de la actividad pastoral diocesana.

Puede darse que, al cabo de un tiempo “se dispara el termostato”, y la diócesis se estanca, porque ya lo hemos dicho y hecho todo.

Por otro lado, no es infrecuente que, incluso cuando, de alguna manera, se registra nuestro cansancio o agotamiento, los diocesanos pue­den tener la sensación de que hemos agotado nuestras posibilidades con­cretas, debido simplemente al desgaste de la figura que ocasionan los años de permanencia en el mismo cargo.

Actualmente en todos los ámbitos de las actividades que se ejercen a favor de una comunidad, sea política, sea cultural, sea empresarial..., los responsables de ellas duran en el cargo un tiempo determinado. Los cargos de verdadera responsabilidad ya no son vitalicios o de duración indefinida. Comprendemos que la comparación entre las actividades ci­tadas y el ejercicio del ministerio episcopal no es exacta; pero es significa­tiva.

Hay que admitir, sin embargo, que esta previsión de la propia re­nuncia, al cabo de un determinado número de años de permanencia en el cargo episcopal, comporta serios inconvenientes. A ellos me referiré más adelante.

Causas graves, extrínsecas a la persona del Obispo

Puede suceder, por otra parte, que la incapacidad en el ejercicio del ministerio episcopal diocesano no derive de nuestra misma persona, como obispo, sino de circunstancias históricas tan notablemente cambiadas que nos hacen incapaces en el ejercicio del ministerio por largo tiempo o para siempre.

Esto se ha dado en iglesias jóvenes o de misión. Debido a cambios sociales, políticos y culturales que parecen irreversibles, dados en algu­nas diócesis que eran servidas por obispos “extranjeros”, han tenido que renunciar a su ministerio episcopal debido a las graves dificultades que podría originar su permanencia en el cargo. La Iglesia, con gran pruden­cia, así viene actuando, buscando sólo el bien de la grey, aun a costa de “sacrificar” a un obispo diocesano determinado, por sobresalientes que fueren sus cualidades y su virtud.

Pero las circunstancias históricas cambiantes en un momento dado, no son exclusivas de países donde las iglesias están recién fundadas o todavía en estado de misión; estas circunstancias pueden darse también en las viejas cristiandades de Europa y América.

En algunos casos, a pesar de los cambios acentuados a los que nos referimos, cuando éstos han sido impuestos y, por tanto, son injustos, la Iglesia por lo regular continúa manteniendo a los legítimos pastores, es­perando otro momento histórico más justo y favorable, aunque el obispo se vea sometido a una cierta o aparente inoperancia pastoral. Es el caso de las diócesis en regímenes totalitarios. En este caso la postura de la Iglesia es testimonial.

También pueden darse cambios que, no siendo ni mucho menos injustos ni radicales, las circunstancias históricas ambientales cambian de tal manera la realidad de una diócesis que el propio obispo o la Santa Sede entienden que el ministerio episcopal difícilmente podrá ejercerse con fruto y paz. Aceptando estas renuncias se ha demostrado la acertada gestión de la Santa Sede, se han puesto de relieve la virtud y las cualida­des del obispo “renunciado” y se ha demostrado que lo que se busca es sólo el bien de la diócesis.

Téngase presente, sobre todo, que tanto en el caso de presumibles y graves dificultades derivadas de nuestra propia persona como obispos

o de las circunstancias históricas de la diócesis a la que servimos, de lo que se trata es de presentar la renuncia ante el Sumo Pontífice que exa­minará el caso, y si no existen las deficiencias que se presumen, no acep­tará la renuncia.

Naturalmente que estas excepciones en la aceptación de la renun­cia no deberían ser tan frecuentes que negaran el fundamento de la pre­sunción; porque entonces irían contra un dato de experiencia. Por otra parte, las excepciones frecuentes convertirían la presentación de la re­nuncia en un ejercicio ascético de escaso valor, y apenas disminuirían las dificultades psicológicas y apariencias de discriminación en el caso de que fuera conveniente aceptar la renuncia.

Motivos en contra

En contra de todo lo expuesto, existe una praxis en la Iglesia que no puede dejarse de tener en cuenta; es decir: comúnmente los obispos per­manecemos por muchos años en una misma diócesis. Esta praxis se ha fundamentado, por lo menos en ciertos momentos históricos de la Igle­sia, en el llamado “desposorio entre el obispo y la iglesia local” a la que ha sido enviado. Sin embargo, esta razón parece no tener suficiente solidez por la contra-praxis, hoy día aceptada.

Por otra parte, un número considerable de obispos han configurado positivamente sus iglesias locales gracias a una larga permanencia en las mismas; cosa que no hubiera sido posible en un corto período de tiempo.

La falta de estabilidad podría también, en ciertas circunstancias y personas, perjudicar nuestro servicio pastoral profundo. Por ejemplo, po­dríamos tener menos ánimos para emprender planes a largo plazo; nos resultaría duro resolver las dificultades más graves; disminuiría tal vez el empeño de nuestros colaboradores en unas tareas de cuya pervivencia no tendrían seguridad... Todo esto, claro está, depende de nosotros mis­mos y de las circunstancias concretas en que desarrollamos nuestro mi­nisterio pastoral.

Otra dificultad sería nuestra posterior ocupación, una vez se hubie­ra aceptado nuestra renuncia: no convendría, en muchos casos, que que­dásemos en situación de jubilados.

Pistas de solución

En lo que se refiere a las dificultades relacionadas con la falta de estabilidad, tal vez podrían subsanarse si se fijara un cómputo de años -entre diez a quince- que, por una parte, permitiría un trabajo pastoral profundo y, por otra, evitaría el desgaste psíquico y capacidad creativa del obispo en una misma diócesis.

Con relación a los obispos a quienes se nos hubiera aceptado la renuncia de nuestro cargo episcopal diocesano, existen varias posibilida­des:

-encomendarnos otra diócesis, siempre que esto no presupusiera la ley del escalafón, tan antievangélica,

- pasar a ser obispo auxiliar, ocupando una vicaría episcopal o encomendándosenos algunas responsabilidades pastorales con­cretas o ministerios propios de quienes han sido ordenados obis­pos,

-hacerse cargo de una parroquia,

-dedicación a pastoral especializada,

-profesor o investigador en universidades, seminarios u otros cen­tros docentes.

El camino queda abierto

A pesar de las dificultades y sus no-fáciles soluciones, después de la doctrina del Concilio Vaticano II y de la nueva legislación contenida en el Derecho Canónico, se abre un camino que, de alguna manera y cuando se dé el caso, deberá recorrerse.

Conociendo la disponibilidad evangélica y el amor acendrado a la Iglesia de los obispos, creemos que el discernimiento de “causa grave” a la que se refiere el c. 401, párrafo 2º, hará que pedir la renuncia no se nos haga tan difícil. De hecho, en España y fuera de ella, se han dado y van dando casos ejemplares.

Lo que, tal vez, haría falta sería encontrar unos medios habituales y comunes para todos los obispos, mediante los cuales se nos ayudara a replantearnos, cada cierto período de tiempo, nuestra permanencia en la diócesis, sobre todo cuando llevemos ya bastantes años en ella.

No sería desacertado fijar un cómputo de años tal y como indica­mos antes (entre diez a quince), a partir del cual los obispos presentára­mos nuestra renuncia explícita al Sumo Pontífice. La Visita “Ad Limina” podría ser una oportunidad.

Por supuesto que deberemos afirmarnos en la renuncia al escala­fón al que otros están acostumbrados y que los obispos debemos evitar como antievangélica. Aquí cabe recordar lo dispuesto por Pablo VI con relación a los cargos de la Curia Romana (Regimini Ecclesiae Universae,

n. 4).

También podría darse el caso de obispos que, unidos entre noso­tros por una amistad más íntima, nos avisáramos mutuamente con cari­dad para que presentáramos la renuncia, cuando esos amigos lo juzgaran oportuno.

Y, por qué no, las mismas Conferencias Episcopales, podrían crear una comisión, mediante la cual se estudiaran con objetividad y caridad los casos que pudieran darse de renuncias convenientes. Alguien propo­ne que ésta fuera una misión exclusiva del Nuncio, que, de acuerdo con la Conferencia Episcopal, nos propusiera la renuncia. Sin duda que los Sres. Nuncios lo han hecho y lo hacen; pero sería necesario ampliar más “el abanico de causas”, a fin de que nadie sospechara que la petición de una renuncia es efecto de una punición, sino simplemente de un amor real al interesado y a la diócesis a la que sirve.

Conclusión

Comprendo que, al terminar la lectura de este artículo, se puede opinar que las cosas quedan tal y como estaban: donde pusimos una “de cal”, siguió otra “de arena”. También es cierto que lo expuesto tiene poca originalidad; y, si la tuviera, no sería fácil encontrarle viabilidad. No im­porta. Quizás es suficiente que entre los que hemos sido llamados al mi­nisterio episcopal crezca un poco más la convicción de que presidimos para servir.

Gracias a Dios, la dignidad episcopal cada día es considerada más con relación a quien se representa, Jesucristo, y menos con referencia a las cualidades o méritos de la persona a la que se ha conferido el ministe­rio.

En realidad, aunque hayan podido existir excepciones, el carisma episcopal siempre ha sido considerado como una carga que no se puede aceptar si no es por un profundo y abnegado amor a Jesucristo y a su Iglesia. Más aún en estos últimos tiempos en los que el ministerio episcopal, manteniendo su identidad dada, debe “re-construirse” al unísono de una iglesia que se construye hasta llegar “al desarrollo correspondiente de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).

Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, ayudémonos mutumente a discernir hasta qué punto nuestra presidencia corresponde al servicio que necesita y exige la diócesis que se nos ha encomendado.

Revista “Sal Terrae”, Marzo de 1983. 

Autor: Revista

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