NoticiaActualidad Caminando tras las huellas de Jesús de Nazaret. Diario de un peregrino Publicado: 27/02/2012: 5943 Shalom. Una suma de emociones que han sido trasformadas, por la gracia de la fe, en experiencia. Los peregrinos repetimos el canto de ‘Evenu Shalom Alejem’, los ojos se llenan de lágrimas, todo es distinto, no te lo cuentan, nosotros lo hemos visto y oído, hemos escrito el quinto evangelio en Tierra Santa. Después de la comida, celebrar la eucaristía en el monte de las Bienaventuranzas y, la guinda, el paseo en barco por el lago de Galilea. Me quedo en la visita a Cafarnaún, los primeros pasos de Jesús de Nazaret donde anuncia el Reino: "convertíos y creed en el evangelio". Las mismas orillas en las que contempló el duro trabajo de los pescadores, el sufrimiento de los pobres jornaleros de los campos de Galilea. Las misma orillas que Jesucristo recorrió, vio y llamó a los primeros apóstoles. Llegamos al pequeño pueblo de Cafarnaún, a la misma orilla del lago donde la gente del campo bajaba, los comerciantes paraban, los pescadores dejaban las redes. Escuchaban sus enseñanzas porque hablaba con autoridad. A Jesús le llevaban los enfermos, los impedidos, se agolpaban a las puertas de la casa en la que era acogido según la costumbre. Cierro los ojos y me imagino a la puerta de la casa a Jesús entrando. Primero pasa por un pequeño patio rectangular donde las mujeres molían el trigo y el más pequeño de la casa le ofrecía un cuenco con leche fresca. La madre tenía preparada el agua para los pies y, por último, el padre de familia le saludaba con un beso. Los humildes y los pobres escuchaban al Maestro, al hijo del carpintero. Nunca habían visto una cosa igual. ¿Quién es éste? El domingo por la mañana nos acercamos con el grupo a la sinagoga de Cafarnaún para visitar la casa de Pedro. En ese mismo lugar, en el que se agolpaban los enfermos, el último de nuestra fila de peregrinos es Sebastián que viene con su mujer. Tiene unos 60 años, hace dos años tenía paralizado totalmente el lado izquierdo, no podía andar y hablaba con dificultad. El andar de Sebastián es lento, como el ladeo de un péndulo oxidado, y ayudado con su bastón, se cansa, se para y respira con dificultad. No puede. El grupo ya está reunido en el jardín junto a la sinagoga y escucha con atención la explicación del guía local, Camilo. Me acerco y le pregunto, “¿cómo estás?” “Sigue tú, me dice, tranquilo”. “No te preocupes, para eso he venido, toma mi brazo y no te preocupes". Le doy un poco de agua. Llega con dificultad al grupo, se sienta, respira, mira alrededor y toma conciencia donde está, cerca de la casa de Pedro donde Jesús curaba. A partir, de ese momento, siente una fuerza especial, un aliento que le empuja a caminar decidido, alegre. Agradecido, me recuerda, horas más tarde con ese brillo que un niño con zapatos nuevos. "Hace dos años no podía caminar, hablaba con dificultad, estaba derrotado. Ahora estoy aquí". Sus palabras van saliendo con esa lentitud e intensidad que me llega hasta lo más profundo de mi corazón. Antes por la mañana, Julio, un zamorano afincado en Alhaurín de la Torre, me decía, “esta noche no he podido dormir pensando que en estos mismos paisajes los vio y los contemplo Jesús. Me he sobresaltado varias veces y esta mañana, al ver amanecer, tengo una sensación indescriptible que me invade el alma. Estoy mirando el mismo lago que miró nuestro Señor”. Paz y Bien Nazaret, pequeño retoño Shalom Un día más amanecemos cerca de la orilla del Lago del Galilea. El recorrido del día, visita a Caná de Galilea para la renovación de las promesas matrimoniales. Luego, nos trasladamos a Nazaret para la visita de la Basílica de la Anunciación donde celebramos la eucaristía que preside el delegado de peregrinación de la diócesis, Emilio López. A continuación, visitamos la Casa de San José y de la Virgen María y el museo con los restos del antiguo caserío. Después del almuerzo, vamos camino a Haifa, a orillas del Mar Mediterráneo para subir al monte Carmelo y adentrarnos en la cueva del profeta Elías donde se erige la Iglesia de ‘Stella Maris’ y cantar la Salve Marinera. La subida a la ciudad de Nazaret impresiona. Hoy, una ciudad de 17 mil habitantes, de mayoría musulmana. La comunidad cristiana sigue disminuyendo poco a poco, aunque es la comunidad más numerosa en Tierra Santa. Hace dos mil años, en tiempos de Jesús, se conocía como Nazaret, que significa pequeño retoño. Una pequeña aldea de montaña, algunos arqueólogos la llaman caserío. Insignificante: “¿de Nazaret puede salir algo bueno?”, dijo Natanael, natural de Caná, hijo de Tolomeo refiriéndose a Jesús, así lo cuenta Jn 1,46. La tierra natural de María y José. Por Nazaret no se pasa, hay que subir un empinado y abrupto camino. Una tierra pobre, pedregosa, donde escaseaban los cultivos y la única riqueza de una familia era poseer unas pocas cabras. Fría en invierno y muy calurosa en el tiempo estival. El niño Jesús comparte el dolor, el sufrimiento, el hambre y la solidaridad de un pequeño pueblo. La vida oculta. El silencio de Dios. Mi imaginación vuela. Siento como un susurro conmueve mis entrañas, un olor a hogar, a calidez por los cariños de mamá y papá, abrazos, besos. Una emoción que contrasta con el bullicio, la suciedad y el caos circulatorio de la Nazaret actual. El autobús llega a trompicones, con pitos cortos avisa de su presencia, el taxi que no se aparta, la moto que se mezcla con los puestos esquivando los baches. Los tenderos esperando como agua de mayo a los turistas y los que venden por la calle vienen en bandada y se acercan con sus manos cargadas de collares, rosarios de madera, postales y demás baratijas. El grupo debe caminar junto como un pelotón ciclista, sin separarse del guía que nos lleva por la suave subida de la calle hasta la Basílica de la Anunciación. Un respiro y una admiración: la gruta, la casa, el lugar donde la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. La humilde cueva donde la historia comienza una cuenta nueva por la decisión libre de una niña y la gratuidad de Dios. “Alégrate, llena de Gracia, el Señor está contigo”, Lc 1, 28. Una hora antes, en Caná de Galilea cerca de veinte matrimonios han renovado sus promesas. Para Rosa y Juan es un momento muy especial. En una de las capillas de la Basílica comienza la celebración con la lectura de las bodas de Caná. Se cogen de la mano, se miran y se remiran, recuerdan que hace más de veinte años se unieron para siempre. Nerviosos abren sus manos en las que llevan sus anillos para acoger el agua bendita y, de nuevo, comparten los anillos. “Te sigo queriendo, sigo apostando por ti”, y sus labios se sellaron con un beso. Paz y bien El drama de Jericó Shalom A las ocho de la mañana salimos de Galilea y cruzamos el Valle de Hebrón camino a Jericó, la ciudad de los tres manantiales, la más antigua del mundo, un oasis en medio del desierto. La última parada antes de la subida a la Ciudad santa de Jerusalén. En tiempo de Jesús era una ciudad rica, próspera, comercial, cruce de caminos donde abundaban los dátiles, las granadas, las uvas. “El correr de las acequias alegra el corazón”, cantaba el salmista. Una imagen que contrasta con la Jericó actual. Pobre, deprimida, aislada en la zona del territorio palestino. Después de cruzar la frontera la tristeza se masca, la penuria que ralla la miseria se reflejan en las calles desiertas, en la escasez de productos de las tiendas. La comunidad cristiana, muy minoritaria, nos acoge en la Iglesia del Buen Pastor. Celebramos la eucaristía y recordamos el encuentro de Jesús con Zaqueo (Lc 19, 1-10). En la sacristía nos espera un joven cristiano que me cuenta como viven. “El párroco viene de Siria, nuestra comunidad cristiana es pequeña”. Junto al templo está la escuela católica con unos cuatrocientos alumnos en la que “sólo hay cuarenta cristianos, el resto son niños musulmanes” La Jericó dolorida, rota, empobrecida está llamada a ser una ciudad próspera. Pero, la situación actual es compleja y de difícil solución. Los palestinos viven un drama, una ruptura. Un guía local judío me cuenta que tiene prohibida la entrada en Jericó porque está bajo la autoridad palestina. El estado de Israel le retira su seguro si entra en su territorio, por lo que hace años que no pasa la frontera. En una ocasión pasó con un grupo de peregrinos y se pararon junto a una tienda de comestibles. “El dueño es un palestino que lo conocí cuando era un niño que vendía dátiles por la calle. Poco a poco ha ido prosperando hasta tener su propia tienda. Cada vez que entraba con un grupo los traía a su negocio, sentía que tenía que ayudarle. Años después nos reencontramos, nos dimos un fuerte abrazo y un beso. Entonces, me preguntó, ‘¿por qué no vienes a Jericó?’. Y se hizo el silencio”, me cuenta emocionado. Recuerdo aquel refrán árabe: “sí lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir”. Paz y bien Evenu Shalom Alejem Shalom Por la tarde salimos de Jericó camino a Jerusalén. Antes la parada obligada en el Mar Muerto para el baño en sus aguas saladas, el lago más bajo del planeta, a 410 metros bajo el nivel del mar. Después, la subida a Sión, situada a 1700 metros sobre el nivel del mar. La emoción nos embarga, los peregrinos cantamos ‘Evenu Shalom Alejem’, que significa ‘les traemos la paz’. Leemos el texto del profeta, Is 2. En otro capítulo el profeta dirá: “¡qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz!” A una sola voz cantamos con el corazón: “¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la Casa del Señor, ya están pisando nuestros pies, tus umbrales, Jerusalén!”. El autobús sigue subiendo, entramos en un túnel y a la salida. ¡Oh, la maravilla, la Ciudad Santa! En el horizonte se divisa la torre de la Iglesia de la Ascensión. Un fuerte aplauso, el canto es más emocionante y rasgado. Al día siguiente, por la mañana temprano, a las ocho y media, subimos al corazón de la ciudad vieja de Jerusalén. Entramos por la puerta de los deshechos para pasar el arco de seguridad y rezar en el Muro de las Lamentaciones. Años antes, el Papa Juan Pablo II como un peregrino más en el año del jubileo. Un acontecimiento histórico, único que conmocionó al pueblo de Israel y al mundo. La plegaría que el beato Papa dejó en el Muro decía: “Dios de nuestros Padres, tú has elegido a Abraham y a su descendencia para que tu Nombre fuera dado a conocer a las naciones. Nos duele profundamente el comportamiento de cuantos en el curso de la historia han hecho sufrir a éstos tus hijos, y, a la vez que te pedimos perdón, queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el pueblo de la Alianza”. Su legado sigue vivo, nos acercamos para orar junto a los judíos que rezan al Dios Padre. Hoy es un día muy especial Carlos, tiene doce años, los mismos que tenía Jesús cuando se perdió en el Templo. “Para mí es un día muy especial, subir con mi hijo a la explanada como lo hicieron María y José. Hemos rezado los tres juntos, como la familia de Nazaret. Inolvidable”, me cuenta Maite, su madre. “No nos hemos separado en ningún momento. No he perdido la vista de mi hijo, ha estado siempre a mi lado, por si acaso”, sonríe Carlos. Belén, casa de pan Shalom La jornada de la tarde, después de la comida, se dedica a la visita de la ciudad de Belén. No hay descanso para el peregrino. Las sensaciones, los recuerdos, las oraciones, los textos bíblicos se amontonan, se suman, se multiplican, se acumulan. En cada lugar santo que visitamos se lee la lectura del pasaje bíblico que corresponde, el guía local nos sitúa en el contexto histórico y los sacerdotes hacemos la composición de lugar para motivar al peregrino que se adentre en el quinto evangelio. Una experiencia que provoca tantos sentimientos que sólo el alma de un corazón atravesado, tocado por el Amor de Dios puede comprender, amasar o modelar.Llegamos a Belén, que en hebreo significa ‘casa de pan’. Todos llevamos un belén en nuestro corazón, en nuestro imaginario personal y colectivo. Las casas apiñadas, el río plateado, los pastores. Quién no ha puesto alguna vez nieve en el portalito. Un hecho casi insólito que nos ha pasado. Primero, una llovizna insistente, más tarde una fina y fría y, por último, el agua nieve, unos copos que no han llegado a cuajar. La nostalgia complica la peregrinación y obliga a los guías a la toma de decisiones rotundas por el bien de todos. Sólo se puede visitar la Basílica de la Natividad, dejando a un lado la adoración a los pastores. Un contratiempo que nos hace más fuertes. ¿Cómo contar que pisas el lugar donde nació Jesús y la Virgen María lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre? La visión de la estrella que indica el lugar, la postración del alma, la entrega de un corazón agradecido, como los pastores nos arrodillamos y adoramos. Unos encienden una vela, otros lloran, otros recuerdan a su hijo fallecido, otros a sus hijos que no les acompañan. La tertulia por la noche en el bar del hotel trata de compartir sensaciones, ideas, puntos de vista. La situación de los cristianos católicos en Belén es más que dramática, no encuentro un calificativo que sea correcto. Aislados por el muro levantado por el estado de Israel y arrinconados por la mayoría palestina musulmana. No tienen salida, la esperanza se debilita en los rostros de las familias que nos han acogido. “La visión del muro me ha causada terror, indignación. Una terrible humillación al pasar la frontera y entrar en el lado palestino”, comenta Paco y su mujer Mercedes asiente. Mari Carmen apostilla, “es cierto que el estado de Israel tiene sus razones de seguridad, pero ¿es necesario provocar esta división?” Paqui intenta descifrar las razones: “una situación que no se puede dividir entre buenos y malos. Pero, una realidad es cierta, los cristianos católicos están en medio y cada vez más empobrecidos”. Paz y bien. Getsemaní, el huerto de los olivos Shalom Un día lluvioso, una temperatura que ronda los tres grados, el peligro de resbalarse, el caos circulatorio. Lo normal es quedarse en el hotel tranquilitos. Los guías locales, los de Savitur y los sacerdotes vemos sobre la marcha que es mejor para el grupo y para cumplir con el programa. Lo previsto en el día se trasforma. “Tenemos que adaptarnos al tiempo y a las circunstancias”, se decide. Los dos grupos de la peregrinación diocesana tenemos rutas distintas pero confluimos en la Iglesia de Getsemaní para la celebración de la eucaristía que preside Javier, párroco de Alhaurín el Grande. a la hora convenida, a las ocho, subimos al Monte Scopu en el autobús para una vista paronímica de la ciudad de Jerusalén. El mismo lugar donde María, José y el niño Jesús contemplaron el Templo. Muchos judíos lloraban después de cuatro duras jornadas de caravanas desde la Galilea. El día que nos toca a nosotros, lloran el cielo y nuestros corazones. Seguimos hasta el Monte de Olivos, pero no podemos bajar por la calle para conmemorar el domingo de ramos. Sólo nos queda el consuelo de la imaginación mientras nos quedamos sentados en los asientos del autocar. Por fin, entramos en la Basílica de Getsemaní, la tierra del Huerto de los Olivos está empapada. Todos hemos pasado o pasaremos por Getsemaní. Jesús fue el primero, padece las pasividades internas, es decir las que brotan de lo más profundo de la persona y son incontrolables. La raíz está en el hecho de la humanidad. En ese momento queda “machacado por nuestros delitos” (Is 53,5). Cristo pasa por la tristeza. Tiene y siente el miedo ante algo que todavía no ha llegado pero sabemos que va a llegar. Cristo pasa por el aburrimiento, el hastío, se ve perdido por todo lo que se le viene encima. Pasa por la repugnancia, algo casi físico, rechaza el mal que se le viene, pero que no puede controlar. Se arrastra por el suelo. Esa roca que contemplo delante de mis ojos. Y, por último, padece la ausencia de Dios. Entonces, brota la oración. Una oración de cansancio, de sequedad. Clama al Padre para comprender, “aparta de mí este cáliz”, y al mismo tiempo, espera y confía “pero no se mi voluntad, sino la tuya”. Es este momento concreto el que se conmemora. Entonces, sentado junto a la roca de Getsemaní me pregunto. ¿Cuál puede ser el sentido de este sufrimiento?, ¿el sentido de tantos ‘getsemaíes’ que padecen los inocentes? Contemplando los rostros de los peregrinos que celebran la eucaristía me brota una certeza. Sí podemos vislumbrar un sentido. “Tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, para hacerse misericordioso” (Heb 2,17). En esta mañana lluviosa en la que todos nuestros huesos están calados y helados me viene una palabra de consuelo y esperanza. La amargura estéril se puede trasformar en un dolor asimilado, encarnado que se expande para acompañar a otros que sufren. Ya somos dos, porque Jesucristo pasó y me ayuda a superarlo. Por la noche, a las ocho y media, tiene lugar una hora santa, después de una dura jornada en la que hemos tenido que regresar al hotel al mediodía porque era imposible transitar por las calles. Un pequeño grupo decide pasar frío, menos de tres grados. “No nos importa, para eso hemos venido de peregrinación, para orar juntos” me dicen Elena y José Carlos, un matrimonio de La Línea-. No queremos quedarnos dormidos como los apóstoles”. Cerca de cuarenta peregrinos suben al autobús que les llevará Getsemaní para orar junto a la roca en la que Jesús lloró sangre. Los franciscanos les acogen y el hermano Rafael goza cada vez que llegan peregrinos españoles. Para Julio es un momento triste, a la misma hora que está en el huerto de los Olivos su cuñado muere. Paz y bien La Vía Dolorosa, el Santo Sepulcro y la Resurrección Shalom Los peores presagios de la meteorología se cumplen. La intensa nevada deslumbra con la primera claridad de la mañana. Una estampa insólita desde la octava planta del hotel. A la hora convenida, a las ocho de la mañana, nos dirigimos a la puerta de Damasco y caminamos hasta la Vía Dolorosa. Jerusalén, centro del mundo en donde se cruzan todos los caminos. Comenzamos el rezo del Vía Crucis en el patio donde se sitúa la capilla de la Flagelación. Primera estación. Poncio Pilato condena a Jesús. Tomamos la cruz y caminamos por la Vía Dolorosa como Cristo. La cruz como indicador de nuestras elecciones, como orientador de nuestras encrucijadas. En los dos palos de la cruz Cristo dando sentido, “Yo soy el camino”. Esos dos palos que se cruzan simbolizan el camino a Dios y el camino a los hombres. Tercera estación, la primera caída, el lugar viene señalado por una pequeña capilla que pertenece a la Iglesia Católica de Armenia. Al lado, la cuarta estación, Jesús se encuentra con su Madre, un pequeño oratorio con una exquisita luneta sobre la entrada y dentro un precioso mosaico con la imagen de la Esperanza de Málaga. Cristo es el libro de la Verdad que se abrió en Belén, en las manos de la Madre, se cierra en el Calvario en los brazos de María. Cristo, la Palabra, que vino a traernos la Verdad que libera. Cristo esa Verdad que nos hace libres de nuestras verdades con minúscula, de nuestras verdades interesadas, de nuestras pequeñas verdades polémicas, ideológicas, cerradas y exclusivas. El bullicio del mercado musulmán se ha quedado mudo, es viernes, su día de oración. Sólo los peregrinos nos atrevemos a desafiar las inclemencias del tiempo. La tenue lluvia se trasforma en copos nieve que deja una fina capa de hielo bajo nuestros pies. Y Pepita, con pasos temblorosos a causa de los años, se funde en los brazos de su hijo Juan para no resbalarse. “Seguimos un poco más delante de la estación, debajo del techado”, nos advierte el guía. Seguimos acurrucados y más juntos unos a otros, creyendo que así encontraremos calor. “¡Cuidado, sin prisas! Pero, vamos sin pararnos para que no se nos adelante el grupo que viene detrás”. Entre cantos que se van y se vienen, que rebotan en las piedras y se funden, nos vamos turnando para llevar la cruz de madera por las estrechas calles. Por fin, subimos una pronunciada escalera y llegamos a la novena estación, la tercera caída de Jesús es señalada con una columna de la época romana a la entrada del monasterio Copto. Ya se divisa la cúpula,admirados por la copiosa nevada, entramos por una pequeña puerta, pasamos en fila de a uno por unos estrechos y oscurecidos pasillos, entre el silencio y la admiración que sólo se rompe por las palabras que pronuncia el de delante, “escalón” y vuelve a repetir “escalón”. Temblorosas pisadas, asombro contenido, inseguros no sabemos por donde vamos. Sólo confías que el de delante no se equivoque. “Cuidado, ahora vienen más escalones, pero en bajada”. Por fin, el último, respiras, levantas la cabeza y te encuentras de repente con la puerta de la Basílica del Santo Sepulcro. El bullicio de los peregrinos, los gritos de los vendedores, provoca la desbandada y alguien me grita: “Padre, Padre –mueve las manos como las aspas de un molino-. Ayúdeme”, es el fotógrafo. Miro al guía y asienta. Hago las oportunas indicaciones a los rezagados, a los despistados que con la boca abierta no saben si vienen o si van. “Rápido, -le indico a José Carlos que cierra el grupo- detrás de la piedra de la Unción -donde fue depositado el cuerpo de Nuestro Señor”. La foto queda para la posteridad, de fondo el Mosaico. Subimos por la empinada y estrecha escalera hasta la cumbre del monte del Calvario, rezamos las siguientes estaciones. Y bajamos para la última que la rezamos en la Capilla de los Cruzados, junto al Santo Sepulcro. En la oscuridad del sepulcro Cristo es luz llena de vida. “En Él había vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas”. Cristo es ahora una luz oculta bajo el celemín del sepulcro. Pero una luz llena de esperanza y de vida, pronta a estallar en el deslumbramiento de la Resurrección. Cristo escondido dentro de nosotros. Quizá también somos rocas frías y duras, la misma que tocamos y besamos. Silencio. Paz. Pero llevamos dentro esa luz: “Yo soy la resurrección y la vida”. Dentro de nosotros está la vida aunque nos sintamos tantas veces duros e insensibles. Dentro de nosotros, escondida, llevamos una luz. Somos la luz del mundo. Esa luz que enciende el peregrino al salir del Santo Sepulcro. No nos quedamos en esa oscuridad, celebramos la eucaristía del domingo de Pascua. En la comunión no cantamos, no nos salen las palabras. Silencio integrado, asumido por eso cantamos el ‘Aleluya de la tierra’. Hemos cumplido, ahora sí, somos peregrinos, hemos llegado a la meta. Sebastián no ha podido hacer el Vía Crucis. Ángeles, su mujer, está nerviosa. “No te preocupes, Mónica se ha quedado con él”. Sonríe, asiente, siempre atenta, inquieta como Marta se trasforma en María (“Marta, Marta, te preocupas por muchas cosas”, Lc 10, 41). Solo una cosa es necesaria y elige caminar tras la huella de Jesús. Betania, el calor de la amistad Shalom La tarde nos espera un regalo más, la visita a Betania, a unos escasos tres kilómetros de Jerusalén, se sitúa la aldea de los amigos de Jesús: María, Marta y Lázaro. Los evangelios nos cuentan que era el lugar donde Jesús descansaba, el lugar del sosiego, de la paz, del encuentro, de la escucha y de la calidez. “Un amigo fiel no se paga con nada, no hay precio para él. Un amigo fiel es bálsamo de vida, los que temen al Señor lo encontrarán. El que teme a Dios cuida bien sus amistades, porque como es él así será su amigo” (Ecle 6,14-17) Nos encaminamos a la Casa de Betania para rememorar esos encuentros callados, íntimos, evocados desde la incondicionalidad y gratuidad. Este recuerdo se rompe con la imagen actual. En tierra de nadie, ni es territorio bajo la Autoridad palestina ni pertenece al Estado de Israel, ¿qué es, de dónde son sus habitantes? Cercada, separada, olvidada, atrapada, humillada, empobrecida. El jardín que representaba la casa de la intimidad se ha convertido en un vertedero apartado. Entramos en la Iglesia y leemos el pasaje de la resurrección de Lázaro, Jn 11. Jesús conmovido, llora ante la tumba de su amigo. Se le acerca Marta: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Una breve introducción para la composición del lugar y después de la lectura se hace el silencio. Recordamos a los amigos que nos han querido y han partido su último viaje, les seguimos echando de menos. Me viene a la memoria mi amigo y hermano sacerdote Álvaro Carrasco, su lucha contra la enfermedad y su muerte. Tiembla el corazón. También me acerco a Jesús y escucho en mi interior sus palabras: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. ¿Crees esto?”. Álvaro siempre fue el primero de la clase, el primero en el servicio, encarnó las palabras de don Manuel: “evangelio vivo con pies de cura”. El centro de su vida era la eucaristía. Y como Marta respondo: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el mesías, el hijo de Dios que tenía que venir al mundo”. La peregrinación no te deja que te instales ni te acomodes, el guía espera a la puerta para proseguir camino al hotel para descansar. Algunos decidimos hacer una parada en el zoco y recorrer por última vez sus estrechas calles. Un receso, un descanso, las compras de última hora, compartir los momentos vividos y la última visita al Santo Sepulcro. Una lucha por detener los segundos del reloj. Somos conscientes, la última noche. La última cena y las últimas copas entre risas, recuerdos y abrazos. Antes éramos tres grupos que procedíamos de distintas parroquias, ahora nos sentimos peregrinos privilegiados y agradecidos. Una experiencia irrepetible. Pero, todavía no ha terminado. Paz y bien Ein Karem, fuente de la viña Shalom Con las maletas en el autocar nos dirigimos a Ein Karem, que en hebreo significa ‘fuente de la viña’, a unos 6 kilómetros al suroeste de la Ciudad santa, acurrucada en las montañas de Judea se levantan las casas y la Basílica de la Visitación. El nuevo día nos regala el último fenómeno meteorológico que nos faltaba, la niebla, como dicen nuestros mayores, ‘no ves tres en un burro’. Recorremos los mismos pasos que anduvo la Virgen María para asistir a su prima Isabel, los que recorrió Zacarías camino al Templo, la casa que Juan Bautista abandonó para adentrarse en el desierto. Recordamos su nacimiento en la gruta, dice: “aquí, nació Juan”, que quiere decir ’el que concede la gracia’. Se proclama el evangelio de la visitación (Lc 1, 39-45). Como Isabel decimos: “¡bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” Qué broche de oro para culminar nuestra peregrinación, nos sentimos tan agradecidos, “¿y cómo es que la madre de mi Señor viene a mí?”. Tan pronto como tu saludo llegó a nuestros oídos, hemos saltado y cantado de alegría. ¡Dichosa tú que has creído! A tu lado nos sentimos protegidos, queridos, cuidados, mimados. Madre, tu hágase nos llena de una alegría desbordante que nos compromete a formar comunidad de los que hemos caminado tras las huellas de Jesús Nazaret. El último vistazo, bajamos por la misma autopista que hace unos días subíamos. Una suma de emociones que han sido trasformadas, por la gracia de la fe, en experiencia. Los peregrinos repetimos el canto de ‘Evenu Shalom Alejem’, los ojos se llenan de lágrimas, todo es distinto, no te lo cuentan, nosotros lo hemos visto y oído, hemos escrito el quinto evangelio en Tierra Santa. A mi lado, Juan Valenzuela, el sacerdote de La Línea, musita: “vuelve a Jerusalén, vuelve a Jerusalén, en el camino yo te esperaré”. Paz y bien Autor: Juan J. Loza