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Semblanza de D. Ignacio Mantilla de los Ríos, histórico párroco de la Victoria

Publicado: 17/07/2023: 9554

Sacerdotes

El sacerdote diocesano D. Ignacio Mantilla de los Ríos falleció el lunes 17 de julio a la edad de 90 años. El velatorio tuvo lugar, desde las 21.00 horas, en una capilla de la Basílica de Santa María de la Victoria. El santuario acogió también, el martes 18 de julio, a las 17.30 horas, su Misa corpore insepulto.

Nacido en Antequera en 1933, D. Ignacio comenzó su ministerio pastoral como ecónomo en Istán. Posteriormente, llegó a la capital, siendo destinado como vicario parroquial de San José durante cinco años. De 1965 a 1976 sirvió en Vélez-Málaga. Primero, como vicario parroquial en San Juan y, posteriormente, como ecónomo de Santa María. De vuelta a Málaga, fue vicario parroquial del Corpus Christi hasta 1987, año en el que comenzó su histórico servicio a la Parroquia y Real Santuario de Santa María de la Victoria. Primero como vicario parroquial y, finalmente, como párroco hasta el año 2009. Durante este tiempo, compatibilizó su encargo algunos años con el de vicario parroquial de San Lázaro, consiliario del Secretariado de Pastoral Familiar y miembro del Consejo Pastoral Diocesano. De 2009 a 2014 fue rector del Santuario de la patrona. También fue profesor de Religión en el I.S.M. Sierra Bermeja, en el colegio Menor Mediterráneo y en el Instituto de Enseñanzas Medias de Vélez-Málaga. El año 2019 fue distinguido con la medalla de oro de la Hermandad de Santa María de la Victoria de la que fue director espiritual. 

El sacerdote José Emilio Cabra escribe de él la siguiente semblanza:

«Acabamos de celebrar la eucaristía en el mismo altar donde Ignacio la ha presidido tantas veces. Cada vez que nos reunimos alrededor del altar, damos gracias a Dios por la vida, por la fe. Sobre todo, damos gracias al Padre por habernos entregado a su Hijo Jesucristo. Esta tarde hemos agradecido la vida de nuestro amigo Ignacio.

Una vida larga y sin duda fecunda, que comenzó allá por 1933, en Antequera, en la familia de Carlos y María Jesús. Ignacio nació el cuarto de doce hijos. No faltarían, seguro, las travesuras en una chiquillería tan numerosa. Quieren para él un buen colegio y lo envían a Málaga, a los jesuitas del Palo. En los proyectos del muchacho Ignacio se cruzará un sacerdote joven, don José Sánchez Platero, que ha removido la pastoral vocacional desde que ha llegado a Antequera. Y también remueve el corazón de Ignacio. El ejemplo de don José lo marca, e Ignacio ingresa en el Seminario con dieciocho años.

No le resultaron fáciles los primeros momentos de Seminario. Ignacio era, para aquellos tiempos, una «vocación tardía». Sus compañeros llevaban por las galerías de don Manuel González desde chiquillos y estaban habituados a la sotana y al breviario. No era el entorno natural de Ignacio. Pero siempre mantendrá un cariño entrañable por el Seminario.

Se ordena el veintiuno de septiembre del cincuenta y siete. Tampoco le resultó sencillo su primer destino, Istán («Istán de los Montes», decía él, como para darle empaque). Aquellos pueblos de los años cincuenta eran bien distintos del mundo en que el joven cura se había movido hasta entonces. Recordaba con frecuencia, como grabadas a fuego, las palabras de su padre cuando lo enviaron a Istán: «Lo vas a pasar muy mal, pero te va a venir muy bien». Confirmaba Ignacio: «Y lo pasé muy mal, pero me vino muy bien». Y sumaba, cómo no, algunas anécdotas simpáticas de aquellos años.

En 1960, Carranque. Y en septiembre de 1962 es enviado a Venezuela, al Seminario de Cumaná. Otro salto a tierra nueva, otro salto de su mundo anterior, del que guarda y comparte recuerdos. El equipo del Seminario lo componen José García Rosado, José Pulido, Antonio Alarcón e Ignacio Mantilla. Tienen cerca de setenta seminaristas. Ignacio, además de prefecto de disciplina y profesor en el Seminario, ayuda a Manolo Fernández en las parroquias del Distrito Montes. En enero de 1965 regresa a España: su padre enferma y fallece.

Ignacio no vuelve a Venezuela. Será vicario parroquial de san Juan de Vélez y posteriormente ecónomo de Santa María hasta 1976. En la residencia sacerdotal de san Juan su párroco será precisamente don José Sánchez Platero. Siguen forjando una amistad que alcanzará su madurez en esta parroquia que hoy nos alberga. En Vélez Ignacio asienta otra de sus grandes vocaciones: las clases de religión en secundaria, que continuará después en el instituto Sierra Bermeja, en Málaga. Ignacio siempre se sintió cómodo y querido en el mundo de los jóvenes. También los jóvenes con él.

Ha vuelto a Málaga en 1976, a la parroquia del Corpus, como vicario parroquial de don Antonio Martín, que había dejado la Granja Suárez el año anterior. Echa raíces su predilección por trabajar con las familias. Ignacio ha sido «el cura de casa» de mucha gente: el que comparte la cena, las risas y las lágrimas, casa a los hijos, bautiza a los nietos y celebra las bodas de oro de los abuelos. Hay en Ignacio una relación connatural, espontánea, con los Equipos de nuestra Señora. Ha sido consiliario de tres equipos: el 5, el 19 y el 56, el de los hijos del 19. No extraña que de 1992 a 2001 fuera consiliario del entonces Secretariado de Pastoral Familiar.

Con cincuenta y cuatro años, en 1987, comienza otra etapa: Ignacio es nombrado vicario parroquial de Santa María de la Victoria. Don Ramón Buxarráis había encontrado en don José Sánchez Platero al sacerdote idóneo para sustituir al benemérito D. Benigno Santiago. Don José e Ignacio formarán el tándem perfecto (además, para los jóvenes de la parroquia era así: don José e Ignacio). Don José, amable, tranquilo y con aplomo. Ignacio, con la palabra jovial y el porte elegante, siempre impecable. Ambos comparten un cariño tierno por la Virgen. La misa de siete y media de la tarde de los domingos se llena: si no vienes con tiempo, sabes que te quedas de pie. Ignacio predica bien, con claridad, sin aspavientos, pero con un lenguaje que engancha, como cuando habla, sin ninguna afectación. Contagia esperanza, una manera alegre de vivir la fe. Sonríe cuando camina al confesionario, oscilando los brazos, como si desde los años de Seminario aún no se hubiera acostumbrado a llevar el alba.

Sonríe, y sabe reírse de sí mismo. Cuando no eran comunes las misas en inglés, lo llaman para que celebre la eucaristía en los barcos de la Armada de Estados Unidos que atracan en Málaga. Irá con gusto y sin tomarse demasiado en serio su fuerte acento «de la Vega». Pero así es: Ignacio trae de fábrica ese estilo cordial, dialogante, un buen humor y un sentido común que lo hacían un gran conversador ante cualquier interlocutor, no solo en los entornos de Iglesia.

En la parroquia se multiplican los grupos de jóvenes. Ignacio no es un teórico de la pastoral, sino un especialista en el uno a uno. Sabe salir al paso, hacerse el encontradizo. De pronto escuchas: «Titi, habrá que hacer un trabajito, ¿no?» y recuerdas que hace tiempo que no te confiesas. Y te apunta en aquella agendilla cargada de nombres. Siempre tiene hueco para una conversación infinita. Como infinito es el número de sus amigos.

A través de los jóvenes, Ignacio se abre al mundo de las hermandades de la parroquia. Ayudará a crecer a aquellos muchachos ilusionados de Amor y Caridad. Ignacio confía en ellos, abre puertas, será uno más. Les insiste en la centralidad de la eucaristía y en el vínculo con la comunidad parroquial. Acompaña a la Patrona como director espiritual. Siempre disponible. Los hermanos sabrán reconocérselo.

Cuando fallece don José, Ignacio llora, mucho. Han sido tantos años de vida entrelazada. Contará con gracia su desconcierto cuando, pocos días después, don Antonio Dorado le consulta, con cierta retranca: «Ignacio, ¿quién crees que puede ser el párroco de la Victoria?» - «Ay, pues no sé, señor obispo…» Durante años Ignacio tendrá bajo el cristal de la mesa de su despacho una felicitación llena de firmas: la de los jóvenes por su nombramiento como párroco de la Victoria y San Lázaro.

Hablaba del cariño de Ignacio por el Seminario. Era cita obligada la invitación a desayunar después de la peregrinación de los seminaristas al santuario en el mes de mayo. Y el cariño encontraba correspondencia en esos aprendices de pastores que iban, con el tiempo, estrenando ministerio.

Hace años, Ignacio aconsejaba a un curilla recién ordenado en su primera misa: «Que vivas con alegría, con verdad y con sinceridad ante los que Dios te confíe y puedas dar siempre razón de tu esperanza». En él mismo se han encarnado esas palabras. Damos fe todos nosotros.

En sus últimos años Ignacio no ha fallado a este altar. Cada vez que se celebra la eucaristía, se abre una ventana del cielo y nos unimos a toda la Iglesia, que festeja el triunfo de su Señor. Desde allí, junto a la Virgen de la Victoria, échanos un guiño, amigo Ignacio, hasta que nos volvamos a reunir en charla animada sobre lo divino y lo humano, disfrutando de la amistad eterna del Señor Jesús».

José Emilio Cabra Meléndez

 

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