NoticiaNavidad Miembros del árbol genealógico de Jesús Publicado: 21/12/2022: 11363 Antepasados En las siguientes cuatro páginas veremos algunos de los personajes que están tras las fotos de este gran álbum familiar para acercarnos a conocer a los antepasados de Jesús. Como veremos, la mayoría tienen “manchas en su expediente”, aunque sin duda el peor de todos, del que no se puede decir nada bueno, es Manasés ABRAHÁN es el gran patriarca, el padre en la fe (Gn 11,27-25,11). El arameo sale con su familia de Ur de los Caldeos, estableciéndose en Jarán, lugar en el que Dios le sale al encuentro y lo llama: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”. (Gn 12,1). El Señor le pide tres rupturas, salir de tres ámbitos de su vida. A través de ellas, Abrahán es invitado a despojarse de su identidad, de su cultura, de su visión del mundo, para asumir otra nueva. Con Abrahán el Señor realizará la primera alianza (berît) con el pueblo de Israel en la que le promete una descendencia (Gn 15,5; 17,17,6-7) y una tierra (Gn 15,18; 17,8), pacto que se sellará con un rito (Gn 15,9-11) y tendrá un símbolo: la circuncisión (Gn 17, 9-14). Sin embargo, la promesa de la descendencia se verá amenazada cuando el Señor le pida a Abrahán que sacrifique a su hijo en el Monte Moria. El Señor constata la fe de Abrahán, que no niega a Dios ni a su propio hijo, por eso le hace un juramento: lo bendecirá y, a través de él, a todas las naciones de la tierra (cf. Gn 22,17-18). Por todo esto, Abrahán es reconocido por la tradición cristiana como el padre de los creyentes (Hb 11,8-19). Sin embargo, también en Abrahán encontramos algunos fallos ya que mintió al faraón (Gn 12,10-20) y al rey de Guerar (Gn 20) diciéndoles que Sara era su hermana, poniéndola en peligro para salvarse él. JUDÁ es el cuarto hijo de Jacob, dado a luz por Lía (29,35). A pesar del pecado de incesto con su nuera Tamar (Gn 38, 1-30) generará la tribu de la que nacerá el Mesías. Casi al final del Génesis encontramos la “bendición de Jacob” a todos sus hijos (49, 1-2). En ella se apunta el papel que tendrá Judá en la historia de Israel, por lo que aparece alabado por sus hermanos, al que rinden pleitesía porque ha vencido a los enemigos, simbolizando con la imagen del león el hecho de que nadie se atreverá a desafiarlo. A Judá se le presenta con el cetro y el bastón de mando, atributos de realeza o de la dignidad del jefe que guardará, “hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos” (Gn 49,10b). Nos encontramos con una promesa de futuro, un descendiente de Judá asumirá esos atributos de la realeza y le rendirán homenaje todos los pueblos. Pero ¿quién es este personaje misterioso? Los judíos vieron en él a David, unificador de todas las tribus y destinatario de la promesa mesiánica (2 S7), al que sirvieron reinos extranjeros. Los primeros cristianos creyeron ver en esta figura a Jesús de Nazaret en quien se realiza la promesa davídica. El será el verdadero Rey con poder al que le rendirán homenaje todos los pueblos. RAJAB. A esta mujer la encontramos en el libro de Josué (Jos 2,1-21) una obra en la que, por ser un relato de guerra, las referencias a las mujeres son escasas. Josué envía a dos hombres a explorar el país, antes de cruzar el río Jordán, y en concreto la ciudad de Jericó, ciudad que cierra el paso a la tierra prometida. Los exploradores se dirigen a casa de una prostituta de la que se dice su nombre: Rajab. El diálogo entre Rajab y los espías en la azotea de la casa muestra la “sabiduría” de la mujer que sabe mucho acerca de su Dios: Ella sabe que el Señor les ha dado la tierra, que han aterrorizado a los habitantes y que tiemblan ante ellos (cf. Jos 2,9). También ella se ha enterado de que el Señor secó el Mar de las Cañas a la salida de Egipto, y lo que el pueblo hizo con los dos reyes amorreos (cf . Jos 2,10). Así hará una confesión de fe: “el Señor vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra” (Jos 2,11) (cf. Dt 4,39).Esta mujer, prostituta y extranjera, es presentada en el libro de Josué como una mujer capaz de enseñar la Torá y reinterpretar la Ley en el presente del pueblo de Israel. Rajab en el Nuevo Testamento, además de en nuestra genealogía, aparecerá por su fe en la carta a los Hebreos (11,31), y por sus obras en la carta de Santiago (2,25). RUT, bisabuela del rey David, extranjera, procedente de Moab, se va a ganar por su conducta intachable la integración en la comunidad israelita a pesar de lo que marcaba la Ley (Dt 23,4). Noemí, que había emigrado a Moab con su marido tras la hambruna en Bet-Lehem, paradójicamente ciudad del pan, quedará sola tras la muerte de su marido y sus hijos que se habían casado con mujeres extranjeras: Orfá y Rut. En estas circunstancias, Noemí decide regresar sola a su tierra, invitando a ambas nueras a volver con su pueblo. Sin embargo, la fidelidad de Rut (amiga) a Noemí sellará una alianza entre ambas que será clave de lectura para entender toda la historia: “No insistas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios”. (1,16). Rut hace del Dios de Noemí el suyo propio y lo percibe cercano a su pueblo. Su providencia da todo, alegría y tristeza, amargura y esperanza, recompensa y bendición. Es un Dios que, con toda su grandeza, ha elegido revelarse en la historia, a través de los hechos cotidianos, de las personas más sencillas, incluso aquellas que no pertenecen al pueblo de la alianza, como es Rut. La moabita se integrará en la comunidad israelita hasta tal punto que será bendecida por los ancianos del pueblo comparándola con Raquel y Lía, dos de las grandes matriarcas de Israel (Rut 4,11). En el libro de Rut la apertura a la universalidad se hace patente. DAVID. Después del fracaso y la decepción del reinado de Saúl, David encarnará el ideal de la monarquía, conciliando su condición de jefe político con la de ungido de Yahvé. Él, el más pequeño de los hijos de Jesé, es elegido por el Señor como rey de su pueblo porque “la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahvé mira el corazón” (1 S 16,7). El gran protagonista de la obra de los libros de Samuel ha pasado a la memoria colectiva por algunos relatos que le han hecho “famoso”, como su victoria ante el gigante Goliat (1 S 17), o su relación con Betsabé (2 S 11), hecho que le llevó a caer en una cascada entrelazada de pecados, adulterio, engaño y finalmente asesinato, denunciados con una bella historia por el profeta Natán que os invito a leer (2 S 12,1-7). Lo más relevante para nuestra genealogía será la promesa mesiánica (2 S 7). Todo arranca del deseo de David de construir una casa (bayît) al Señor. Pero la propuesta del Rey va a ser rechazada por Dios, que le propone una alternativa diferente a través del profeta Natán: ¿Cómo le va a construir una casa quien el Señor ha tomado del pastizal, de detrás del rebaño, para que sea caudillo de su pueblo Israel? (cf. 2,7,8). Será el Señor el que construya una dinastía (bayît) a David. El hagiógrafo juega con el término bayît, que en hebreo tiene un doble significado: casa (templo) y familia (dinastía). David ha querido construir una bayît (templo) al Señor, será Dios el que construya una bayît (dinastía) a David: “...afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Él constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre” (2 S 12-13). La promesa del Señor a David y a su descendencia será incondicional. SALOMÓN será el rey de Israel en la época de máximo esplendor, tras una lucha encarnizada con su hermano Adonías por el trono (2 Re 1-2). Pasará a la historia como el rey lleno de sabiduría otorgada por el Señor en Gabaón por pedírsela para gobernar a su pueblo en lugar de haber pedido vida larga o riquezas, aunque también el Señor le regalará lo no pedido (2 Re 3). Será el que realice el sueño de su padre de construir una casa al Señor, siendo el constructor del lujoso templo, junto a un no menos ostentoso palacio (2 Re5,15-6, 38). Esto le llevará a la primera “mancha en su historial”, ya que, para llevar a cabo dichas construcciones, sometió al pueblo a grandes impuestos y a trabajos forzosos a no pocos trabajadores (2 Re5,27-32 ̧2 Re 12,4), lo que provocó la rebelión de Jeroboán (11,26-40). Junto a esto, la debilidad de Salomón al final de su vida le llevará a amar a mujeres extranjeras y, por ellas, dar culto a sus dioses, desviando así su corazón del Señor (11, 1-13). Se considera el autor del Qohelet, Proverbios y el Cantar de los Cantares. ROBOÁN. Hijo de Salomón, cuyo despotismo, junto al cansancio de las tribus del Norte por el pesado yugo de impuestos que habían sido gravados por su padre, llevará a la división del Reino en la asamblea de Siquén (931 a.C) en el Reino del Norte (Israel) y el Reino del Sur (Judá), que marcará un antes y un después en la historia del pueblo. JOSÍAS. Rey de Judá que empezó a reinar con ocho años y el único cuyo veredicto de la Historia Deuteronomista dice que: “Hizo lo recto a los ojos de Yahveh” (2 Re 22,2a). Realizó una profunda reforma religiosa, eliminando los santuarios dedicados a otros dioses (2 Re 23,1- 27), y una reforma social en la que salió al paso de los refugiados venidos del Reino del Norte tras la conquista de Asiria (722 a. C). Según el libro de los Reyes, las reformas estuvieron motivadas por el descubrimiento del libro de la Ley en el 622 a. C. durante las obras realizadas en el templo de Jerusalén (2 Re 22). MANASÉS. Rey, hijo de Ezequías y abuelo de Josías, ha pasado a la historia por ser el perverso de los perversos. Es el rey del que se hace peor juicio en la historia Deuteronomista: “Hizo el mal a los ojos de Yahvé” (2 Re 21,2). No solo restauró la idolatría construyendo altares a Baal (2 Re 21,3) y colocando el ídolo de Aserá en el templo de Jerusalén (2 Re 21,7), entre otras cosas, sino que fue un asesino: “Manasés derramó también sangre inocente en tan gran cantidad que llenó a Jerusalén de punta a cabo” (2 Re 21,16). Esto le llevará a considerarlo el causante de la destrucción de Jerusalén y su templo y la caída del Reino del Sur a manos de Babilonia (587 a. C): “Tan sólo por orden de Yahveh ocurrió esto en Judá, para apartarlo de su presencia por los pecados de Manasés, por todo lo que había hecho, y también por la sangre inocente que había derramado llenando a Jerusalén de sangre inocente” (2 Re 24,3-4).