DiócesisEscritos pastorales Con motivo de la beatificación de Fray Leopoldo de Alpandeire Publicado: 12/09/2010: 6121 CON MOTIVO DE LA BEATIFICACIÓN DE FRAY LEOPOLDO DE ALPANDEIRE PDF descargable en este enlace I. INTRODUCCIÓN Un paisano nuestro en los altares 1.Fray Leopoldo, nuestro paisano, acaba de ser beatificado. La diócesis de Málaga vive un momento de profunda alegría y de acción de gracias, porque un paisano nuestro, un hijo de nuestra tierra, fray Leopoldo de Alpandeire, ha sido proclamado “beato”. La hermosa ceremonia ha tenido lugar en el aeropuerto de Armilla (Granada), con la presencia de unos doscientos mil de fieles. El radiante sol granadino de septiembre ha querido unirse a esta celebración, propiciando una espléndida jornada. Con esta beatificación la Iglesia confirma la perfección del fraile limosnero en el seguimiento de Cristo y en su imitación. Fray Leopoldo será contado entre aquellos «que imitaron más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y […] cuyo preclaro ejercicio de las virtudes cristianas y de los carismas divinos han suscitado la devoción y la imitación de los fieles»[1]. De este modo se expresa también la unión con Dios, que el fiel cristiano experimentó ya en vida terrena y que consuma en el cielo. Por todo ello la Iglesia propone ahora su figura como modelo de vida cristiana. Puede afirmarse que la labor de madre y maestra de la Iglesia vio en Fray Leopoldo un fruto maduro: la vida del humilde franciscano capuchino es muestra de lo que la gracia divina puede hacer en un hijo fiel de la Iglesia, que supo responder con fidelidad a su vocación. 2. Me ha parecido oportuno, como pastor de la Diócesis malacitana donde nació fray Leopoldo, acompañar su Beatificación con una carta que ayude, en primer lugar, a valorar y agradecer el don continuo de la santidad, con la que Dios enriquece a su pueblo. Y en segundo lugar, a difundir las virtudes admirables de nuestro paisano y a estimular a todos a imitarlas. Contemplemos la vida humilde de este fraile capuchino, tan querido ya por muchos, de modo que aprendamos de él las virtudes por las cuales la Iglesia nos lo propone como modelo de seguimiento de Cristo e intercesor muy cercano. II. LA SANTIDAD, DON DE DIOS A SU IGLESIA Todos llamados a ser santos 3. El Concilio Vaticano II (1962-1965) nos ha dejado una riquísima herencia de doctrina y ha insistido en que la santidad debe ser aspiración de todo cristiano[2]. Llegar a la perfección cristiana no es cosa de unos pocos elegidos, como si se tratara de una «especialidad» sólo al alcance de algunos expertos en la fe, o propia de los fieles con alguna responsabilidad eclesial. En realidad, “todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”[3]. Esta vida de santidad no requiere situaciones extraordinarias para desarrollarse, sino que todos debemos vivirla en medio de sus tareas cotidianas: “Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo”[4]. La santidad, al conformar la vida con Cristo, hombre perfecto, se convierte en propuesta de auténtica humanidad. Los cristianos, siendo sal y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16) a ejemplo de su Maestro, deben dar muestra ejemplar de ciudadanía, colaborando en la construcción del mundo, movidos por la ley más alta y plena, que es la ley del amor[5]. Por ello, celebrar la santidad de una persona, como hace la Iglesia con fray Leopoldo, es descubrir caminos para una mejor convivencia de todos, para la paz y el auténtico bien común. La santidad está referida al desarrollo de la gracia bautismal en el fiel cristiano. Pero todo ser humano puede alcanzar a Dios y obtener la salvación, que Jesucristo ha ofrecido a los hombres, si inculpablemente no ha conocido a Dios y se esfuerza, ayudado por la gracia divina, en llevar una vida recta[6]. El proceso de beatificación 4. Para la declaración de santidad de uno de sus miembros la Iglesia realiza un proceso en etapas diversas. Inicialmente se incoa el proceso en la diócesis donde el candidato murió, estudiando con objetividad y esmero la vida del posible santo y tomando declaración a muchos testigos que lo hayan conocido. Este proceso ha sido relativamente rápido en el caso de Fray Leopoldo. Terminada la etapa diocesana se traslada la causa a Roma, donde un equipo de especialistas analiza toda la documentación y el milagro operado por intercesión del posible beato; en caso de martirio, no es necesario el milagro. Finalmente, y en caso positivo, el Papa acepta la propuesta de declaración de beato. El culto, que se le debe tributar, se circunscribe a lugares determinados por el derecho y vinculados a su vida. Para la proclamación de santo se precisa otro milagro, con el consiguiente proceso documental. Fray Leopoldo ha sido reconocido ahora como “beato”. La postulación de la causa ha comunicado que existen varios milagros, obrados por intercesión de nuestro paisano. Tal vez podamos verle pronto reconocido como “santo” y ser propuesto como modelo e intercesor para toda la Iglesia. En un prefacio de los santos de la misa se dice: “mediante el testimonio admirable de tus santos fecundas sin cesar a tu Iglesia con vitalidad siempre nueva, dándonos así pruebas evidentes de tu amor. Ellos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión”[7]. Hoy damos gracias a Dios, porque fray Leopoldo se nos propone como modelo e intercesor. La santidad en la historia de Málaga 5. En nuestra Iglesia particular de Málaga tenemos que estar muy agradecidos a Dios por haber suscitado ejemplos de santidad a lo largo de todo su peregrinar en la historia. Santos y beatos malagueños jalonan la historia de nuestra Diócesis y muestran que el Señor mismo va guiándola con el impulso de su Espíritu. De los comienzos de la evangelización de estas tierras tenemos noticia del obispo San Patricio, que trabajó por la extensión de la fe y sufrió por ello persecución. Dieron también testimonio de la fe con su sangre los santos mártires Ciriaco y Paula, patronos de la ciudad de Málaga. Muchos cristianos malagueños fueron beatificados o canonizados en los siglos posteriores. Ya en época reciente destacan dos obispos: Marcelo Spínola, que ejerció su ministerio episcopal en Málaga desde 1886 hasta 1896; y Manuel González, obispo de Málaga entre 1915 y 1935, cuyos frutos apostólicos de su obra son aún muy visibles en nuestra Diócesis. Algunos clérigos han desempeñado su misión de manera ejemplar, en medio de contrariedades y con gran celo pastoral, como el beato Juan Nepomuceno Zegrí (1831-1905), o incluso hasta el derramamiento de su sangre, como los beatos Enrique Vidaurreta, rector del Seminario diocesano (1896-1936), y Juan Duarte, diácono (1912-1936). La persecución religiosa, sufrida en toda España desde 1931 hasta 1939, llevó a otros muchos al martirio y algunos son hoy reconocidos como beatos[8]. Una vida heroica de virtudes por parte de algunas fieles cristianas, se plasmó en un servicio concreto a los hermanos, que hoy se prolonga en las familias religiosas que ellas fundaron. Traemos como ejemplo: las beatas Petra de San José, fundadora de la Congregación de Madres de Desamparados y San José de la Montaña, y Carmen del Niño Jesús, fundadora de las Franciscanas de los Sagrados Corazones. 6. En el recuerdo de estos cristianos ejemplares, la Iglesia de Málaga puede tener una experiencia más viva de la comunión de los santos[9]. Por su especial cercanía nos invitan a una mayor familiaridad al invocar su intercesión; y su ejemplo nos brinda una imagen más accesible de la excelencia en el camino cristiano. A la lista de santos y beatos reconocidos habría que añadir otros muchos, que quizá no serán proclamados tales, ni los veremos en los altares; pero hay muchos santos anónimos, cuyo recuerdo sólo Dios guarda. La misión maternal de la Iglesia consiste en hacer cristianos, para que vivan la santidad. Todos los esfuerzos pastorales que se llevan a cabo en una Diócesis van encaminados a este propósito: hacer santos, hacer posible que la santidad de Dios sea una realidad visible e imitable en el mundo a través de la vida de los cristianos. Todas las actividades eclesiales (el anuncio del Evangelio, la celebración de los sacramentos, la creación de parroquias y construcción de los templos, las tareas de educación en la fe, la vida contemplativa, las fatigas de la catequesis, la atención a enfermos, ancianos y necesitados, la celebración de acontecimientos, la tarea de los movimientos, asociaciones y cofradías) tienen como meta ayudar a la santidad de los fieles. III. FRAY LEOPOLDO, FIEL A LA GRACIA DIVINA Un hijo de Alpandeire 7. Quien más tarde será conocido como fray Leopoldo fue bautizado como Francisco Tomás de San Juan Bautista[10]. Nació el 24 de junio de 1864, hijo de Diego Márquez y de Jerónima Sánchez, en Alpandeire, pequeño y hermoso pueblo de la serranía de Ronda, dotado de bello paisaje y de la sencillez y bondad de sus gentes. En la primera etapa de su vida Francisco Tomás se dedicó a colaborar en la subsistencia de su familia, trabajando en las labores del campo y del pastoreo. De este modo, durante los primeros treinta y tres años de su vida, vio reducido su mundo prácticamente al entorno del pueblo enclavado en el alto valle del Genal. En Alpandeire parecería que el tiempo hubiera decidido pausar su camino, para transcurrir ajeno a los vientos del desarrollo industrial y a la agitación política de aquella época. Sólo rompen la monotonía de la vida del joven las estancias periódicas en Ronda y las veces que bajaba a la vendimia en Jerez. A esto habría que añadir el paréntesis del servicio militar, que realizó en Málaga. Otros acontecimientos vinieron a sobresaltarle y a dificultar su opción vocacional, como la muerte de un hermano en la guerra de Cuba. 8. Ante estos datos de su vida, que muestran unos rasgos ordinarios, podría surgir la tentación de preguntar, como hizo Natanael a Felipe: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?» (Jn 1, 46). Alpandeire fue para fray Leopoldo su particular Nazaret. En aquellos primeros años fue labrándose en él la personalidad, que le dispondría a convertirse en un apasionado seguidor de Jesús. Aprendió de sus padres, en la iglesia del pueblo y en las fiestas religiosas de cada año, la belleza y la alegría de la fe cristiana. Según el testimonio de quienes le conocieron, desde niño destacó por su nobleza, bondad y generosidad extraordinarias. Providencialmente, el pequeño Francisco Tomás aprendió a leer y a escribir en la escuela del pueblo. Esto le sería imprescindible más adelante en su labor de limosnero. Pero no fueron sus dotes intelectuales las que le harían atraer a muchos hacia el Señor; fue, más bien, su simplicidad de vida, para la que Dios le proveyó con un prolongado entrenamiento en sus años escondidos de Alpandeire. Su fidelidad a la llamada de Dios 9. La llamada a una vida de mayor compromiso con el Señor fue haciéndose cada vez más fuerte. Influyó en gran medida el testimonio de un sacerdote natural del mismo pueblo, Tomás Arcadio Sánchez. El joven Francisco Tomás, futuro fray Leopoldo, acudía cada mañana a la misa y era testigo de los ejemplos y las palabras de aquel sencillo coadjutor. Recibió el sacramento de la Confirmación en el templo del pueblo, de manos de Don Marcelo Spínola, por entonces obispo de Málaga. El trabajo que el Espíritu Santo estaba haciendo en el alma de Francisco Tomás no tardaría en fructificar, asemejándolo cada vez más a Cristo, a quien adoraba devotamente en la Eucaristía. Francisco Tomás manifestó desde joven a sus padres su secreto deseo de ser fraile; pero aún debería superar varias dificultades y pasarían bastantes años hasta que lo lograse. En este intervalo llegó a presentar su propósito de matrimonio a una joven, con la que había pensado formar una familia. 10. Dios no se olvida de ninguno de sus hijos, sino que a todos invita a la comunión con Él; y puede realizar maravillas en los hombres con su gracia. Nuestro paisano, fray Leopoldo, fue llamado a vivir la santidad y supo acoger la gracia divina, respondiendo con prontitud y con amor sincero. La insensatez humana hace que pongamos medida a la dignidad; que unos se coloquen por delante y por encima de otros en la vida; que se pongan obstáculos infranqueables y barreras sociales, que resulta muy difícil derrumbar. Sin embargo, a los ojos de Dios, la medida de la dignidad de cada persona ha sido ya colmada por su Hijo Jesucristo, que pasó por el mundo como un hombre cualquiera, que murió por nosotros y resucitó. Gracias a Él todos partimos por igual, sin discriminaciones ni privilegios, de la posición en la carrera de la vida, que tiene su meta en el Reino de Dios. Los más pequeños y postergados en la consideración de la sociedad son los más queridos por Dios. 11. De fray Leopoldo puede decirse, sin duda, lo que con alegría exclamó Jesús: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Desde su pequeñez descubrió la sublimidad de la llamada divina y saboreó la intimidad con el Señor, quien, viendo su humildad, quiso tomarlo como instrumento de su mano: «Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios» (1 Co 1, 27-29). Su vocación debe comprenderse también teniendo en cuenta las circunstancias del momento histórico. Al igual que el joven Francisco Tomás muchos otros se sintieron llamados a la vida consagrada, después de un periodo largo de varias décadas en que las órdenes religiosas fueron prácticamente excluidas de la sociedad española[11]. En el vigoroso resurgimiento de la vida religiosa de aquellos años puede reconocerse la providencia de un Dios, que nunca abandona a su pueblo, si bien permite que pase por pruebas, que fortalecen su peregrinaje en la fe. Jesús advierte que la buena noticia del Reino arraiga y se desarrolla a menudo en un ambiente de hostilidad y de persecución (cf. Mt 10, 16-39); pero sus frutos son garantizados por Dios, según los tiempos que él mismo establece (cf. Mc 4, 26-32). Siguiendo las huellas de San Francisco 12. El empujón decisivo lo recibió Francisco Tomás a los treinta años, durante una predicación en Ronda, con ocasión de la beatificación de fray Diego José de Cádiz[12]. Viendo el fervor de los franciscanos capuchinos, que acudieron a la celebración, y “lo bien que hablaban del Señor”, Francisco Tomás expresó el deseo que sintió brotar en él con fuerza renovada: “Yo quiero ser un fraile como éstos”. Solicitó el ingreso en la Orden, para seguir el ideal de vida franciscano como hermano lego. El Espíritu Santo inspira a cada persona, para que viva su vocación bautismal de una determinada manera. A veces el Señor se sirve de alguien (“un fraile”, “un sacerdote”, “una religiosa”, “un misionero”, “un padre o madre de familia”), que es contemplado como modelo de seguimiento de Cristo. 13. Se dice que estamos en un momento de falta de vocaciones. Sin embargo, la crisis no es de llamada, pues el Señor no deja de invitar a seguirle; la crisis es más bien de escucha y de respuesta. Cada persona es llamada por su nombre a seguir al Señor, según el modo de vida más apropiado, para realizar una misión, que nadie puede delegar en otro, sino que requiere una respuesta personal. En el caso del joven de Alpandeire la llamada vino a través de la vida ejemplar de aquellos frailes franciscanos. Un testimonio de vida cristiana alegre y auténtica es la mejor de las campañas vocacionales. Se aprecia de este modo que la santidad llama a la santidad y se crea una misteriosa, pero firme, solidaridad en el bien entre aquellos que ofrecen su vida a la causa del Reino. Francisco Tomás, llamado a vivir al estilo franciscano, hacía tiempo que vivía evangélicamente. Lo mostraban su vida de piedad y su compasión por los necesitados, tantas veces expresada en gestos concretos: el reparto de monedas entre los mendigos, de comida y hasta su propio calzado. Como después repetiría a lo largo de su servicio como fraile limosnero: «Dios da para todos». Este corazón de hermano de todos le llevó, finalmente, a ser él mismo quien, de parte de Dios, fuera repartido como don para los demás. Llamado a hacerse mendigo por Dios 14. Francisco Tomás había nacido para vivir sin ser del mundo, como dijo el Señor de sus verdaderos discípulos: «Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17, 14). Su forma de actuar le hacía aparecer ante su gente como un loco. Pero era la suya la misma locura de amor de Cristo, capaz de sembrar ternura y bondad a su paso. También locura y necedad parece a los ojos del mundo la cruz, que es, sin embargo, la muestra suprema del amor de Dios por nosotros (cf. Jn 3, 16), «fuerza y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 24). Esta locura le haría identificarse, finalmente, con aquellos que eran objeto de su compasión. En una ocasión, ya siendo fraile, pasó como un extraño por su pueblo, cumpliendo su misión de pedir limosna. De atender a los mendigos, llegaría a ser él mismo mendigo. De este modo, siendo imitador del mismo Cristo y siguiendo las huellas de su santo fundador, San Francisco de Asís, de algún modo se cumplió en él lo que dijo San Pablo del Señor: «Ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8, 9). Efectivamente, la de fray Leopoldo iba a ser una extraña mendicidad, pues él no sólo pedía limosna, sino que derramaba bienes espirituales por dondequiera que pasaba, haciendo suyo el dicho evangélico: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20, 35). Por los caminos de Dios 15. Una vez admitido en la Orden de los Hermanos Menores, Francisco Tomás pasó los siguientes años, como postulante y novicio, en el convento de Sevilla. En la austeridad y la sencilla alegría de aquellos muros, se dedicó a vivir enteramente para la voluntad de Dios, a través de las múltiples obediencias y la intensa vida de oración y trabajo. A los treinta y seis años, al fin, hizo profesión solemne en la capilla instalada en la antigua celda del beato Diego José de Cádiz, a quien siempre consideraría su «patrón de hábito». A partir de entonces un nombre nuevo es signo de su novedad de vida franciscana: fray Leopoldo de Alpandeire. Dios dispone los tiempos y va creando las condiciones en que podemos ir respondiendo sus hijos. A nosotros nos basta dejarnos en sus manos y responder con generosidad y fidelidad. De los frutos, invisibles o visibles, ya se ocupa él. Sin duda, la de fray Leopoldo fue una vida bien aprovechada en favor del Reino. Por la misericordia de Dios viviría más de medio siglo como capuchino. Después de Sevilla, fray Leopoldo fue destinado a Antequera como hortelano y, después, con el mismo encargo, a Granada. Allí permanecerá de forma definitiva para escribir una página indeleble de la historia espiritual de la ciudad, ya honrada por los mártires de los primeros tiempos y los de la dominación árabe (algunos de ellos franciscanos), y por figuras como San Francisco de Borja, fray Luis de Granada, San Juan de Ávila y San Juan de Dios. Aunque permaneció la mayor parte de su vida en Granada, recorrería durante más treinta años (desde 1904 hasta 1936) los pueblos y ciudades de Andalucía oriental. Desde 1936 hasta 1954, esto es, desde sus setenta a sus noventa años, pidió limosna sólo en la ciudad de Granada. Fray Leopoldo se entregó por entero a su vocación de hermano capuchino. No aparecen en su historia grandes logros humanos, ni cuenta con un currículum que se pueda presentar a ninguna oficina de empleo. Pero fue incansable en su misión de hermano lego, limosnero de la comunidad, dedicándose fielmente a la tarea que el Señor le había encomendado. La vivencia de los consejos evangélicos 16. Cada fiel bautizado es llamado por Dios a una forma concreta de vida cristiana. Entre las múltiples maneras de seguimiento de Jesucristo se encuentra la vida de especial consagración mediante los consejos evangélicos. La llamada a vivir de un modo especialmente pobre, casto y humilde convierte toda la vida en una imitación más cercana del estilo de vida de Jesús, manifestando así el deseo explícito de una total conformación con Él. Se trata de un testimonio del Reino de Dios ya presente, un estímulo para colaborar en su extensión con la totalidad de las fuerzas personales y un anticipo de la plenitud, que el mundo sólo puede esperar de Dios mismo. Nuestro paisano asumió la vivencia de los consejos evangélicos como modo propio de especial consagración al Señor, uniéndose de corazón a Jesucristo. La forma de vida casta, pobre y obediente, “aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo —se puede decir— divino, porque es abrazado por Él, Hombre-Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Éste es el motivo por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la excelencia objetiva de la vida consagrada”[13]. La vida consagrada por completo al Reino de Dios, como fue la de fray Leopoldo, es una riqueza inestimable de la Iglesia, que con ejemplos palpables de santidad alienta a los demás cristianos en el camino hacia Dios. IV. RASGOS DE SU ESPIRITUALIDAD Humilde, paciente y obediente 17. Lo admirable y grandioso en Fray Leopoldo, que lo hace un ejemplo atrayente en nuestro tiempo, es su vida con apariencia insignificante, vivida con simplicidad y rutina, capaz de legarnos una valiosa riqueza espiritual. Supo hacer siempre con naturalidad la voluntad de Dios, sin exhibición de su virtud y sin dedicarse a tareas brillantes. Como si se tratara de reliquias, que con devoción se han de conservar y venerar, así merecen ser contadas las virtudes, en las que destacó este bendito «frailecico» de barbas blancas. Múltiples episodios de su vida, dignos de ser añadidos a las «florecillas» de San Francisco, han cautivado el recuerdo de quienes lo conocieron y han extendido su fama. Meditarlos es un buen modo de recordar agradecidos la gracia divina, que transformó a fray Leopoldo y que, por la docilidad del beato, pudo hacerse historia concreta. ¡Ojalá pueda la gracia divina hacerse también historia de salvación en cada uno de nosotros! 18. Hay que destacar la actitud humilde en que vivió fray Leopoldo. La humildad es resumen e inicio de las demás virtudes, pues coloca a la persona en su realidad ante Dios y los demás. En Fray Leopoldo, de figura achaparrada y con señales en sus manos de la dureza de las tareas del campo, era fácilmente reconocible su origen aldeano, con su acento ceceante de la serranía rondeña. Parco de palabras, fue feliz en su puesto de hermano lego, sin ambicionar otros cargos. Aunque era hombre de poca cultura, Dios le instruía internamente, pudiendo decir con San Pablo: «No quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado» (1 Co 2, 2). Su ecuanimidad sólo parecía alborotarla la opinión de las personas que lo tenían por santo. A veces con salidas de buen humor, otras veces entre muestras de gran enojo, se esforzaba en dar a entender que él sólo era un pecador. De este modo, sabiéndose necesitado él mismo de la misericordia de Dios, le resultaba fácil soportar las faltas del prójimo. Una vez que unas personas le pedían que censurara el bullicio de la feria, fray Leopoldo, negándose a condenar a los demás, contestó con gran sensatez y buen humor: «Nosotros cuatro vamos a proponernos ser buenos, así habrá cuatro pecadores menos en el mundo». 19. Tuvo que sufrir, a menudo, la animadversión de aquel momento histórico hacia lo religioso. Fue muchas veces insultado, amenazado, rechazado, vejado y apedreado. Pero él estaba contento con obedecer y con unirse en sus padecimientos a la cruz de Jesucristo, aceptándolo todo con paciencia. Sin duda, recordaba la bienaventuranza de Jesús: «Dichosos vosotros, cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos entonces, porque tendréis una gran recompensa en el cielo» (Mt 5, 11-12). Era paciente ante las contrariedades causadas por otros. Teniendo más de ochenta años, después de sembrar unas parras, vio cómo un fraile joven arrancaba uno a uno los sarmientos recién plantados. Templando su carácter, supo disculpar al hermano e incluso elogiarlo delante del superior. Podría considerarse heroica la obediencia del beato a los superiores, en cuyos mandatos veía siempre una expresión de la voluntad de Dios. Pedía siempre la bendición, antes de emprender su camino cada día, como signo de envío y de aceptación de la misión que se le confiaba. Estaba siempre dispuesto a realizar lo que le mandaban. Pobre de corazón 20. Nada más elogioso para un cristiano y más aún para un franciscano que calificarlo como “pobre de corazón”, primera de las bienaventuranzas que nuestro Señor pronunció (cf. Mt 5, 3). A ello consagró fray Leopoldo su vida. Según el más estricto espíritu franciscano, fray Leopoldo siguió las huellas de Cristo pobre. Esta pobreza, que incluye componentes espirituales, estaba significada de forma inconfundible por la sobriedad de medios materiales. Fray Leopoldo no consideraba nada como propiedad exclusiva y no disponía de casi nada; pedía permiso para usar cada cosa y para gastar dinero. Cuando en 1931 entraron a saquear el convento, los asaltantes salieron enseguida, reconociendo que allí sólo había miseria. En nuestra época la posesión compulsiva de bienes y su acumulación es considerada como valor casi supremo. Por eso, se ve con excesiva angustia la pérdida de capacidad adquisitiva, causada por la general decadencia de la economía. El testimonio del beato nos anima a vivir confiados en Dios, descubriendo que «la vida no depende de los bienes» (Lc 12, 15; cf. Mt 6, 25-34). 21. Forma parte del espíritu de pobreza también el modo en que fray Leopoldo supo hacerse recio a través de una vida penitente. Aparte del descanso nocturno, no demasiado largo, apenas se daba tregua ni regalaba sus sentidos con exquisiteces. Iba habitualmente descalzo, comía con extrema sobriedad, soportaba sin queja sus dolencias, mayores de lo que su aspecto apacible permitía sospechar. En sus andanzas nunca llevaba con él provisiones, sino que se confiaba a la Providencia. No se paraba a hablar; no se quejaba del mucho calor ni frío, a pesar de las molestias, que le debía provocar el duro clima granadino a sus pies descalzos y su avanzada edad. Según fray Leopoldo siempre hacía el tiempo «que debe hacer». En todo esto se adivinaba un ardiente deseo de unirse a la cruz de Cristo. Si alguien le advertía de los sufrimientos, a los que se estaba sometiendo, respondía: «más sufrió el Señor», o «nos viene bien algún sufrimiento para no olvidarnos de Dios». El testimonio de fray Leopoldo choca en nuestra época, en la que quizás hemos ganado una visión más vitalista de la fe, pero hemos olvidado tal vez el valor de la penitencia y de la ascesis cristiana, que “nos preparan para las fiestas litúrgicas y para adquirir el dominio de nuestros instintos y la libertad del corazón”[14]. No todos los seguidores de Cristo estamos llamados a la intensidad de vida penitente del beato, pero sí a moderar las quejas, a veces injustas o excesivas; a no secundar hasta la saciedad las ofertas de ocio, aunque sean sanas y legítimas; a no caer en la idolatría de placeres y refinamientos sin límite. Nos mueve a ello la memoria de nuestro Señor y la falta de recursos que sufre una gran parte de nuestros hermanos. Devoto de la Virgen: El fraile de las tres avemarías 22. Se hizo popular su invocación a la Virgen con tres avemarías, que constituyeron el emblema de su apostolado, llegando a ser conocido por muchos como el “apóstol de las tres avemarías”. En cada casa, ante cualquier tribulación, la gente le pedía que orase con ellos invocando de ese modo a la Virgen. Él encomendaba a las manos maternas de María todas las preocupaciones que, con fe, la gente manifestaba al fraile. De su devoción tierna a la Virgen quiso fray Leopoldo que hubiera señal en su mismo nombre de religioso capuchino. Siempre firmaba con el nombre de Fray Leopoldo María de Alpandeire. Constancia en la cotidianidad 23. Aunque nuestro Beato no había recibido muchos talentos personales, fue modélico, sin embargo, en la fidelidad con que puso esos pocos talentos al servicio del Reino (cf. Lc 19, 11-28; Mt 25, 14-30). Se puede resumir su fidelidad en el relato de su diaria rutina: despertar a la comunidad, orar, ayudar a la misa, y, tras recibir la bendición e instrucciones del superior, salir de dos en dos, con la alforja al hombro, a cumplir el encargo de limosnero. De este modo, día tras día, fray Leopoldo salía a la calle, dispuesto a realizar el «sermón del buen ejemplo», como solía hacer San Francisco, hecho de gestos. De regreso al convento, servía a la mesa, ayudaba a lavar los platos y, por la tarde, de nuevo la tarea de mendigar limosna y de visitar enfermos. De vuelta a casa, ayudaba a preparar los cultos vespertinos. Sólo por la noche, con la tranquilidad deseada, podía dedicar algún rato a solas con el Santísimo. Esta vida, aparentemente rutinaria, la vivió durante más de cincuenta años. Fiel en lo poco 24. De fray Leopoldo puede decirse que cumplió perfectamente la enseñanza de la Escritura: «Sé fiel a tu obligación, entrégate a ella, y envejece en tu oficio» (Eclo 11, 20). En una época en que el valor de las personas se mide en forma de méritos cuantificables, el beato de Alpandeire nos recuerda la primacía del ser sobre el hacer. Es más importante el sentido de la vida, que la multiplicidad de acciones sin discernimiento y sin sentido. Un hombre preguntó una vez a fray Leopoldo cuál era su ocupación. Él respondió simplemente: «Hacer el bien». El hombre, con desprecio, refunfuñó qué bien podía hacer alguien que se dedicaba a mendigar; y el fraile respondió: «Pido por amor de Dios; es un bien sostener la obra apostólica y misional de la Orden; y es un bien para los que me socorren por el amor de Dios. Se hacen bien a sí mismos, porque Dios es el mejor pagador». Fray Leopoldo no andaba demasiado preocupado por la eficacia de su tarea, valorada sólo por criterios humanos. Nunca aceptaba limosna, si no era dada por amor de Dios; ni permitía que personas influyentes forzaran la voluntad de la gente, para conseguir mayores resultados en su campaña. Generoso y hermano de todos 25. La caridad es la síntesis de la vida espiritual. Es la vida misma de Dios en nosotros, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). La caridad otorga valor a las acciones que, de otro modo, estarían vacías de mérito ante Dios: «Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada», dice San Pablo (1 Co 13, 3). La caridad se expresa en gestos concretos hacia el prójimo. Así lo enseña Jesús, por ejemplo, en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 29-37). Más aún, la caridad tiene su cauce y su prueba en la relación con el prójimo, como enseña contundentemente el apóstol Juan: «El que dice “amo a Dios” y no ama a su hermano es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4, 20). La caridad es el alma de la santidad, a la que todos están llamados[15]. Como dice el Concilio Vaticano II: “La caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo”[16]. 26. Fray Leopoldo permaneció toda la vida en actitud de predilección por los más necesitados, con los que Cristo quiso especialmente identificarse (cf. Mt 25, 40). No negaba su ayuda a quien la pidiese. También mostraba caridad al dar ocasión para que los otros hicieran el bien. Así, por ejemplo, pedía limosna no sólo entre quienes podían dar con mayor abundancia, sino también entre los pobres; era una bella forma de dignificar a las personas y darles la oportunidad de hacer el bien. Fray Leopoldo realizaba su tarea sin respetos humanos, como hermano universal, ajeno a discriminaciones por motivos ideológicos, de religión o de clase social: «Dios me envía a todas las casas». Un día entró en casa de una señora de dudosa reputación; ambos rezaron a la Virgen y, a partir de entonces, la señora cambió de vida. La caridad de fray Leopoldo no se limitaba a lo material. Con el apóstol Pedro podía decir: «No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo» (Hch 3, 6). Ejercía la caridad en su amplia gama de matices (cf. 1 Co 13). Sembraba cada día con mil detalles de delicadeza: nunca dejaba en evidencia a los demás; velaba con escrúpulo por la buena fama del prójimo; sabía siempre disculpar. Trataba a todos con cordialidad y llaneza, sin acepción de cargos o personas. Ante él nadie se veía rechazado, todos se sentían con derecho a acercarse, a consultarle, o a pedirle oración. Se detenía a hablar con cada uno, no por pura cortesía, sino con un sincero interés por sus preocupaciones e historias. Todos destacan su mirada profunda, llena de caridad y compasión. Poseía una capacidad de empatía poco común, que le hacía comprender las situaciones incluso antes y más allá de cualquier palabra sobre el asunto. Palabras juiciosas, consejos sencillos, pero llenos de sabiduría y de fe, fueron el bálsamo que alivió las heridas de tantas personas y la luz que comunicó esperanza a tantos seres humanos durante medio siglo. 27. La caridad del beato alcanzaba también a los enemigos, como nos manda el Señor (cf. Mt 5, 43-48). La vida de fray Leopoldo se desarrolló en una época en la que iba creciendo una fuerte corriente anticlerical, además de la división y el odio, que estallarían en una guerra fratricida. Él no se dejaba vencer por el miedo, ni dejaba de mirar con amor a los que llegaban a injuriarle. En una ocasión impidió que la policía detuviera a unos hombres, que le estaban molestando. Ante los rumores de que los capuchinos se hallaban más cercanos a una de las facciones políticas de la época, fray Leopoldo comunicó a un superior: «Esto a nosotros nos rebaja; debemos ser de todos y para todos. La política nos pierde y nos hace mundanos». Hombre de Dios 28. Una vida de virtud, como la de Fray Leopoldo, es imposible sostenerla sin la oración. Él era, sin duda, un orante consumado y un «hombre de Dios», cuya vida estaba llena de su Presencia y de su Amor; Dios era para él su Creador, su Dueño y Señor. El nombre de Dios lo tenía siempre en la boca, para alabarle y darle gracias en toda ocasión: «bendito sea Dios», «alabado sea Dios». La costumbre que muchos tenían de blasfemar era una de las cosas que al beato le causaban más tristeza. La principal forma de oración para fray Leopoldo era la celebración de la Eucaristía. Conservó de sus años de juventud el trato asiduo con el Señor en el sagrario. No faltaba a la visita al Santísimo, cada vez que volvía al convento y durante sus itinerarios por las calles de Granada, visitando una iglesia cada día. Una de sus cotidianas preocupaciones era que la lámpara del sagrario tuviera siempre aceite, de modo que no se apagase de día ni de noche. La luz que ardía junto a Cristo sacramentado se convertía, de este modo, en signo de su unión con el Señor, como una oración que no se interrumpía con los quehaceres diarios. 29. En sus salidas para mendigar la oración era el clima constante de su tarea cotidiana. Según amonestaba fray Leopoldo a hermanos más jóvenes: «los ojos en el suelo, el corazón en el cielo, la mano en el rosario». Además del santo rosario, otra devoción favorita del beato era la meditación de la Pasión del Señor, por el ejercicio diario del “Via Crucis”. Acompañaba también con la oración su conversación y sus santos consejos. Fray Leopoldo confiaba en el poder de la oración y tenía experiencia de su eficacia, cuando las situaciones impelían a soluciones humanas, que habrían tenido consecuencias desastrosas. Muchos dan testimonio del fruto de la intercesión de Fray Leopoldo, aun mientras éste vivía. Los últimos años de su vida los pasó en el convento, ya sin los trajines de sus tareas anteriores. Tomó esta oportunidad que Dios le brindaba para dedicarse enteramente a la oración. En ello vio su auténtica misión en la Iglesia, en aquellos momentos de mayor debilidad física. V. CONCLUSIÓN 30. Fray Leopoldo llevó el buen olor de Cristo por los lugares por donde pasaba. Estimuló el amor al Señor y a la Virgen en todos cuantos se encontraban con él. Infundió esperanza en quienes estaban atribulados por mil causas. De este modo fue ganando, a su pesar, fama de santo. Muchos acudían a pedirle consejo y a que el fraile intercediera por ellos. Sólo la rotura de una pierna, a la edad de ochenta y ocho años, pudo detener su bendita rutina e inició una decadencia física, que desembocó en su fallecimiento, tres años más tarde, el 9 de febrero de 1956. Como a él mismo le gustaba definirse, él era «un hijo de San Francisco». No cabe descripción más breve y más exacta. La beatificación, que da ocasión a esta carta, certifica que logró serlo cumplidamente. 31. Cada uno puede convertirse en testimonio e instrumento de gracia para los demás. En el caso del beato de Alpandeire, así lo supieron reconocer quienes lo trataron personalmente y así lo reconoce ahora la Iglesia. Viendo las virtudes ejemplares de Fray Leopoldo tenemos mucho que aprender de él. Su vida se ha hecho para todos un bello espejo donde mirar en qué consiste seguir a Cristo. Nuestro paisano no enseña que todos podemos alcanzar la santidad, si somos fieles a lo que el Señor nos pide. Hoy nos alegramos sobremanera, porque la Iglesia ha reconocido sus virtudes y su fiel respuesta a la voluntad divina, declarándolo “Beato”. Pedimos su intercesión por todos nosotros y por nuestra Diócesis, que le vio nacer, para que sepamos aprovechar las gracias que el Señor nos concede y vivir en fidelidad la llamada que Dios nos hace a cada uno. Desde el cielo seguirá su acostumbrada plegaria de “avemarías” por todos nosotros, intercediendo ante Dios y pidiéndole a la Virgen María que nos cuide con su maternal solicitud. + Jesús Catalá Obispo de Málaga [1]Juan Pablo II, Divinus perfectionis Magister, 25.I.1983. [2]Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium (LG), 39-42. [3]LG40. [4]Cf. LG 41; LG 30-38. [5]Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 16. [6]Cf. LG 16. [7]Misal Romano, Prefacio II de los santos. [8]Cf. Quiénes son y de dónde vienen: 498 mártires del siglo XX en España, EDICE, Madrid, 2007. [9] Cf. LG 49-50; Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), 954-959; 961-962. [10]Pueden verse más detalles biográficos en Fray Ángel de León, Mendigo por Dios. Vida de fray Leopoldo de Alpandeire, Vicepostulación de Fray Leopoldo, Granada 20046. De aquí se toman los datos sobre fray Leopoldo que se ofrecen en esta carta. [11]Pueden tomarse como fechas simbólicas los años 1834 (preludio de la desamortización) y 1876 (año de la Constitución promovida por Cánovas del Castillo). En el intervalo hay que recordar las quemas de conventos y matanzas de frailes de 1834-1835, la supresión de los monasterios, las sucesivas desamortizaciones, el exilio de los religiosos. [12]Los restos del beato reposan en el santuario de la Virgen de la Paz en Ronda. [13]Juan Pablo II, Vita consecrata, 18; cf. LG 39; 41-42; 43-47. [14]Catecismo de la Iglesia Católica, 2043. [15]Catecismo de la Iglesia Católica, 826. [16]LG42. Autor: diocesismalaga.es Más artículos de: Escritos pastorales Carta pastoral: La cruz de los jóvenes Compartir artículo Twitter Facebook Whatsapp Enviar Imprimir