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Lectio Divina aplicada al Hijo Pródigo

Publicado: 26/03/2012: 18139

Una aplicación práctica de la lectura orante de la Palabra de Dios en torno a la parábola de Lucas.

En estas páginas presento de una manera sencilla una lectura narrativa de la parábola del «Hijo pródigo» adaptándola a la Lectio Divina y a los «puntos» que propone san Ignacio en las meditaciones de los Ejercicios Espirituales.

Los tiempos que estructuran la Lectio Divina –lectio, meditatio, oratio y contemplatio– pueden equipararse con bastante similitud a los «puntos» de la oración de los Ejercicios Espirituales (EE). En sus «meditaciones», Ignacio invita al ejercitante a aplicar la memoria, el entendimiento y la voluntad a cada materia de oración. Se trata siempre de recordar la materia, como en la lectio, de mover el entendimiento para comprenderla, como en la meditatio, y de aplicar la voluntad para mover el afecto, como en la oratio y la contemplatio. En las «contemplaciones», Ignacio usa otra terminología, pero el método es el mismo. Después de hacer la oración preparatoria (cf. EE 46) y «recordar» la materia que va a contemplar, el ejercitante tiene que «ver» la escena, «escuchar» lo que se dice y «mirar» de cerca, como con ojos interiores, todo lo que ha visto y escuchado. Ignacio quiere que aprendamos a orar, no a repetir meticulosamente cada «punto» de su método. Es lo mismo que estudiar un nuevo idioma: se aprende cuál es el sujeto, el verbo y el complemento de la frase. Pero, una vez aprendido el nuevo idioma, no se piensa continuamente en dónde colocar el sujeto, ni en el tiempo verbal que requiere la frase, ni en qué clase de complemento hay que usar. Así sucede también en la oración. Como la gramática sirve para aprender a hablar correctamente, se sigue el método de oración para aprender a orar. Y como en el aprendizaje de un idioma, la mejor manera de aprender es la práctica. El que ha aprendido con la práctica un método de oración reza espontáneamente, como habla libremente quien ha aprendido con la práctica un nuevo idioma. Y así como el que ha aprendido un nuevo idioma puede continuar profundizando el idioma (su estructura, sus semejanzas y dependencias respecto de otros idiomas), así también quien ha aprendido a orar continúa siguiendo cursos de oración para lograr una mayor intimidad con el Señor.

Meditación de la parábola del «Hijo pródigo» (Lc 15,11-32)

Lucas presenta de una manera muy concisa la parábola del «hijo pródigo», hoy llamada del «padre misericordioso»: «Un hombre tenia dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde”. Y él les repartió la hacienda» (Lc 15,11-12). El narrador no nos dice los motivos de la petición del hijo menor. ¿Por qué quiere la parte de la hacienda que le corresponde? ¿Por qué quiere lo «suyo»? ¿Por qué no puede seguir compartiendo la abundancia que encuentra en la casa del padre? No lo sabemos. Pero intuimos que una posible razón podría estar en su relación con el padre, o bien con el hermano mayor. Consintiendo a la petición del hijo menor, el padre no sólo le da lo que le corresponde, sino que «les repartió la hacienda»; o, como dice el texto griego, «repartió entre ellos la vida». La hacienda que el padre reparte es su misma vida.

Si bien escuchamos la voz del hijo menor y conocemos sus pensamientos, deseos y decisiones, del otro hermano aquí no sabemos nada. Y del padre el narrador nos comunica sólo la ejecución, casi mecánica, de la petición: «Y él les repartió la hacienda» (v. 12). Es una técnica de narración. Se siente la voz del hijo menor para que pongamos la atención en él, en lo que dice y hace, para que lo sigamos de cerca. Sin embargo, el silencio del padre nos deja perplejos. Él es el dueño de la hacienda, tiene un papel importante en la casa y no dice una palabra. Quisiéramos saber qué piensa, qué le dice al hijo menor. Pero no. Casi no se le ve. Casi desaparece. Casi no existe. ¿Por qué? ¿No le interesa lo que le pide su hijo? ¿No le interesa la hacienda? ¿Es un padre débil, que no cuenta casi nada y que hace todo lo que los hijos le piden? Son, todas ellas, preguntas que nacen en nosotros de las escasas informaciones del narrador en la introducción de la parábola y que abren un lugar para nuestra participación en esta historia y para que nuestra oración tenga en cuenta lo que experimentamos en nuestra cotidianeidad.

En la continuación del relato se dice que «...pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino» (v. 13). Esta segunda acción del hijo menor no es la consecuencia inmediata de la primera. No le ha pedido al padre repartir la hacienda para hacer un viaje o para irse a un país lejano. Desde su petición hasta la decisión de partir han pasado «no muchos días». No sabemos cuántos. Pero en ese tiempo debe de haber pasado algo significativo, algo más grave, que hace que el hijo menor decida abandonar la casa. Podríamos atrevernos a sacar unas conclusiones sobre lo que está ocurriendo en esta casa. Quizá la relación entre los hermanos se haya deteriorado y después roto definitivamente. De ahí que el menor reclama primero «lo suyo» y decide luego marcharse de casa. En efecto, no conocemos sino tres personajes: un hombre y sus dos hijos, y es difícil pensar que el padre sea la causa de la segunda decisión del hijo menor, dado que antes había consentido a su petición muy dócilmente y sin decir palabra.

Nuestra curiosidad de saber qué mueve al hijo menor a irse de casa crece. El narrador, con sus estudiadas técnicas, nos invita a seguirlo de cerca. Ahora, de hecho, en la escena lo vemos únicamente a él. Así el narrador nos dice algo importante sobre el comportamiento del hijo menor, no sólo porque nos dice que una vez dejada la casa paterna «malgastó su hacienda viviendo como un libertino» (v. 13), sino que, al mostrarnos solamente a él, nos revela más sobre él, sobre su petición al padre y sobre su decisión de irse de casa. El hijo menor no sólo no quiere compartir la hacienda –y la vida del padre– con su hermano, sino que quiere experimentar el valor y el poder de su libertad. Vive como un libertino, hasta que en aquel país sobreviene un hambre extrema (v. 14). Entonces el ilimitado valor de su vida y el gran poder de su libertad no le permiten vivir. Al hijo menor lo suyo, que tanto reclamaba y deseaba, le lleva a estar cada vez más solo, hasta hacerle imposible la vida.

Espera que por apacentar los puercos del hombre a cuyo servicio se había puesto a trabajar pueda al menos comer algarrobas (vv. 15-16). Sigue viviendo con la lógica de lo «suyo», de lo que le corresponde, hasta acordarse de que las cosas en la casa de su padre funcionan de manera diferente. No entiende por qué. Aún no se da cuenta de que allí hay otra lógica, pero sí entiende que allí no hay nadie que se muera de hambre (v. 17). Decide entonces volver a su casa, confesar su pecado y pedirle al padre ser tratado como uno de sus jornaleros (v. 18). El hambre y el miedo a la muerte no le han ayudado todavía a salir de su lógica comercial, basada en lo que a cada uno le corresponde. Sigue pensando que puede vivir con lo que le correspondería trabajando como un jornalero. Aun cuando piensa en regresar a casa, sigue siendo victima de la tentación de «lo suyo». De hecho, su decisión de volver a casa no está movida por el deseo de ver al padre y reconciliarse con su hermano, sino por el miedo a morir. Tan sólo se ha dado cuenta de que en la casa de su padre nadie muere de hambre.

Desde el versículo 26 el narrador mueve la cámara –centrada hasta ahora en el hijo menor– para enfocar al padre. Y lo hace con mucha maestría. No de manera repentina, como para borrar a este personaje que hemos tenido desde el inicio de la historia ante nuestros ojos, sino con lentitud. Como si quisiera discretamente decirnos que no lo olvidemos tan rápidamente. Necesitamos verlo aún para entender el comportamiento del padre.
«Y –dice nuestro relato del hijo menor– levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente» (v. 20).

Con eso desaparecen todas las dudas que teníamos al inicio sobre la identidad del padre. ¿Qué piensa? ¿Por qué actúa así? ¿Qué tipo de padre es? También el hijo, por fin, entiende al padre. Los gestos tan infantiles de éste le revelan al hijo la gran ternura del corazón del padre. En el abrazo y en los besos del padre el hijo entiende por qué en su casa no falta el pan y hay vida en abundancia: porque su amor no espera nada a cambio. En la casa de este padre no se ven signos de muerte porque él da toda su vida (cf. v. 12). Todos viven, porque el padre no reclama lo «suyo». El hijo menor entiende finalmente el corazón del padre, porque hablándole omite una frase del discurso que había preparado de antemano. Cuando decidió volver a su casa desde el país donde había un hambre extrema, pensaba decirle a su padre: «Padre, pequé contra al cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros» (vv. 18-19). Después de que el padre se le echó al cuello y lo besó efusivamente ya no le dice: «Trátame como a uno de tus jornaleros» (v. 21). Ha entendido que el corazón de su padre es más grande que la lógica de «lo que me corresponde», la lógica que lo había alejado de él y de su hermano por un tiempo de imprecisa duración. ¿Qué pensaría el hijo menor cuando el padre dice a los siervos que traigan el mejor vestido y lo vistan, que le pongan un anillo en su mano y unas sandalias en los pies, que maten un novillo cebado y celebren una fiesta, porque –dice– «este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (v. 24)? La fiesta y el gozo del padre no es sólo porque el hijo ha regresado, sino porque ha entendido su corazón y la lógica que reina en su casa.

En medio de la fiesta, entre música y danzas –versículo 25–, llega el otro personaje, mencionado muy de pasada al comienzo del relato (cf. v. 12). Cuando su hermano regresó, se encontraba en el campo. Como si en todo este tiempo hubiera estado siempre en su trabajo. De todas maneras, no asistió a la escena del abrazo entre el padre y el hijo menor, que nosotros sí conocemos. Uno de los criados le informa sobre lo que ha pasado en su ausencia. Es un informe parcial, según lo que el criado puede entender. «Ha vuelto tu hermano –le dice–, y tu padre ha matado el novillo cebado, porque lo ha recobrado sano» (v. 27). El hijo mayor se enfada y no quiere entrar. Conocemos las razones de su cólera cuando el padre sale para suplicarle que entre. Entonces desahoga su rabia, revelando lo que tiene en el corazón:

«Hace tantos años que te sirvo –le dice al padre–, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; ¡y ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!» (vv. 29-30).

Si el padre «les» había repartido la hacienda (cf. v. 12), ¿por qué ahora el hijo mayor dice que nunca su padre le ha dado un cabrito para tener una fiesta con sus amigos? Podríamos pensar que el hijo mayor es muy distinto de su hermano menor, porque nunca ha dejado la casa, siempre ha estado trabajando y obedeciendo al padre. Podríamos pensar, además, que no está completamente equivocado al reaccionar de esta manera. Pero, si prestamos atención, aprendemos que el hijo mayor piensa exactamente igual que su hermano, y aunque, cuando habla con su padre, llama a su hermano «ese hijo tuyo», como si no tuviera nada que ver con él, podría llamarlo también «ese hermano mío». De hecho, se parecen mucho. Él también, como su hermano al inicio del relato, vive sin conocer al padre ni entender cómo se vive en esta casa que nunca dejó. Dice que por tantos años ha servido (v. 29) al padre. Si se considera siervo y no hijo, significa que no se siente en su casa. Ha estado siempre en esta casa, pero viviendo fuera, en el campo. Exactamente igual que su hermano. Le dice al padre: «ese hijo tuyo ha devorado tu hacienda con prostitutas», subrayando cómo su hermano ha usado el patrimonio de la hacienda paterna para comprarse el placer, siendo incapaz del amor gratuito. Pero cuando revela que habría esperado una compensación por su fiel trabajo –por lo menos un cabrito para hacer fiesta con sus amigos–, él actúa de la misma manera que su hermano menor.

El padre intenta dar explicaciones para que el hijo mayor comprenda. Ante todo, le llama «hijito» (v. 31). Éste, en cambio, no le había llamado «padre», sino que, al decir que le había servido tantos años, daba a entender que lo veía como a un patrón. Luego el padre le dice: «tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (v. 31). Quizá quiere decir: Tú siempre estás conmigo... y todavía no has entendido que yo no tengo «lo mío»; que en esta casa no hay «lo mío y lo tuyo», sino que «todo lo mío» (incluso el hermano al que en el versículo 30 el hijo mayor llamó «hijo tuyo») «es tuyo».

Al final, el padre le explica al hijo mayor lo que le ha pasado al «hermano suyo» en términos diferentes de los usados por el criado, que veía la razón de la fiesta sólo en el hecho de que el hijo menor había vuelto a la casa sano (v. 27). «Este hermano tuyo –le dice al hijo mayor– estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (v. 32). El padre espera que el hijo mayor acabe de vivir una vida de «esclavo» y, al igual que su hermano, también él se libere de la lógica de «lo mío» y «lo tuyo». Por eso es preciso que él sienta como «suyo» lo que es de su hermano menor. Para que también el hermano mayor viva libre en la casa de su padre es necesario que considere y acepte como «suyo» lo que le ha pasado a su hermano, que «estaba muerto y ahora vive, estaba perdido y ha sido hallado».

Puntos para «mirar de cerca» la parábola del «hijo pródigo»

La narración acaba, para nuestra sorpresa y desilusión, como una película sin final. ¿Qué le contesta el hijo mayor al padre? ¿Cómo concluye la historia? ¿Entiende por fin el hijo mayor las razones del padre? ¿Entra en la casa para vivir en ella como hijo y no como siervo? ¿Abraza al hermano?... No sabemos nada. ¿Por qué el narrador (que es Jesús) nos cuenta una historia sin final? Puede que todavía no haya final, que todavía la historia no se acabe. O bien, que lo haga para que nosotros entremos y tomemos nuestro puesto en ella, para que nuestra oración incluya nuestra vida. El relato sin final es una técnica narrativa que nos ayuda a pasar al tiempo siguiente de nuestra oración, la oratio, donde, según Ignacio, tenemos que «mover la voluntad».

¿Cuál es mi puesto en esta historia? ¿Soy como el hijo menor o como el mayor? ¿Estoy en la casa como si viviera fuera de ella? ¿He comprendido el corazón del Padre y la manera de vivir en su casa? ¿Me ha descubierto la enseñanza de Jesús el rostro de un Dios que es paciente, que me ama con la simplicidad y la inmediatez de un niño? ¿O pienso en Dios como alguien a quien no le importo, que es como un patrón que se guarda celosamente lo suyo y me compensa en función del valor de mi trabajo? ¿Puedo abrazar a mis hermanos con el mismo cariño y la misma ternura con que el padre de la parábola abraza al hijo menor que regresa a casa? ¿Deseo el bien de mis hermanos? ¿Qué hago para que conozcan la ternura y la misericordia de Dios?

Como el «hijo pródigo» de la parábola lucana, Jesús dejó la casa de su Padre (cf. Jn 1,1-14; Flp 2,6-8). Comió en compañía de los pecadores (cf. Mt 9,9-12), los llamó a la conversión (cf. Mc 1,15) y habló de Dios como Padre paciente y misericordioso (cf. Lc 6,35-36). Predicó que para ingresar en el Reino de Dios no vale tener cosas, y el «valor» no se mide con lo «propio» que cada cual tiene (cf. Lc 12,13-21), sino compartiendo y sirviendo a los demás (cf. Lc 22,24-30). Jesús nos dio ejemplo de la manera de vivir en el Reino de Dios dándonos su misma vida (cf. Lc 22,14-20).

Se podría concluir la oración contemplando unos misterios de la vida de Jesús y «aplicando los sentidos» –como invita Ignacio al ejercitante al empezar la segunda semana de los Ejercicios Espirituales (cf. EE 121-126)–. Por ejemplo, ver a Jesús al final de un día de apostolado (Mc 1,21-39), un sábado, iniciado en la sinagoga de Cafarnaún (v. 21) y concluido en casa de Simón y Andrés, donde se había agolpado la ciudad entera para que curara a los enfermos y expulsara a los demonios (Mc 1,32-24). Mirar cómo Jesús «de madrugada, cuando estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar» (Mc 1,35). Ver cómo reza. De pie o sentado; con los ojos cerrados o abiertos. Con la cabeza dirigida hacia el cielo o hacia la tierra. Ver cómo tiene las manos: juntas o cubriendo su rostro. Escuchar cómo dice las palabras del Padrenuestro. En voz alta, susurrándolas o meditándolas en su corazón. Escuchar cómo repite la palabra «¡Abbá, Padre!». Cómo le pide al Padre que venga su Reino, después de haberlo mostrado con sus palabras y sus milagros en la sinagoga de Cafarnaún y en la casa de Simón. Percibir el olor que emana del lago mientras amanece, escuchando cómo Jesús le pide al Padre que dé a todos el pan en el nuevo día que comienza. Escuchar cómo Jesús le pide al Padre que perdone las ofensas, y gustar el sabor de la palabra «perdón», que Jesús repite en su oración. Tocar las manos de Jesús mientras pide al Padre que nos libre del mal. Ver cómo Jesús, concluida la oración, mira a Simón y sus compañeros que lo buscan (v. 36). Escuchar cómo dice: Vayamos a otra parte para que también allí predique; pues para eso he salido de la casa de mi Padre (Mc 1,38). Oler la libertad de Jesús cuando recorre toda Galilea; cómo el viento sopla donde quiere, y no sabes de dónde viene ni adónde va (cf. Jn 3,8). Gustar la dulzura de sus palabras mientras predica el Reino de Dios (Mc 1,39). Sentir a Jesús que te toma de la mano, dice tu nombre y te llama a ser libre, con él, del deseo de buscar y poseer lo «tuyo» y de la tentación de tener, valer y poseer siempre más, diciéndote con cariño: Vayamos a otra parte (escuchar el nombre del lugar), para que también allí se sepa que Dios es un Padre misericordioso y que no es celoso de lo «suyo».

Terminar con un coloquio, dirigiéndose a Dios y repitiendo con Jesús las palabras del Padrenuestro, o con palabras que el Espíritu pone en nuestros corazones cuando nos hace llamar a Dios «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6). Y decir, por ejemplo:

Padre,
Santificado sea
tu Nombre,
que significa paciencia,
amor humilde,
y perdón.
Que a cada lugar de nuestro mundo,
que es tu casa,
venga tu Reino,
donde no hay división
y donde no existe lo «propio»,
porque lo tuyo
es de todos.
Que a nadie le falte lo necesario
para vivir dignamente
como hijo tuyo.
Perdona nuestras ofensas.
Perdónanos,
porque no entendemos
la grandeza de tu corazón
y la medimos
con la pequeñez del nuestro.
Ayúdanos
a amarnos
con la ternura
con que tú nos amas.

Infunde
en nuestros corazones
la certeza de que nada
puede separarnos de ti.
 

Autor: Francisco Aranda, sacerdote diocesano

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