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«Queremos una Iglesia con rostro amazónico»

Rafael Lería SJ, junto a niños de la tribu enawene nawe, en la Amazonía brasileña
Publicado: 21/10/2019: 18686

En pleno Sínodo de la Amazonía, el jesuita malagueño Rafael Lería da testimonio de su vida con las poblaciones indígenas brasileñas

Los jesuitas están históricamente vinculados a la Amazonía. ¿Cuál es su lugar en esa misión?

La Compañía de Jesús viene realizando desde hace más de un siglo un trabajo fundamental de acompañamiento a los indígenas. Yo vivo en la Diócesis de Juina, al noroeste de Mato Grosso, a 800 km de la comunidad jesuita, que está en la capital. Mi trabajo es itinerante. Paso dos o tres me-ses en las aldeas y regreso a pasar una o dos semanas a mi comunidad. Soy el único jesuita en un equipo compuesto por una religiosa de 86 años (con 60 años de experiencia en aldeas) y otros laicos y laicas. Juntos trabajamos en el CIMI (Consejo Indigenista Misionero), una institución que perte-nece al Consejo Nacional de Obispos de Brasil y que se dedica a acompañar y ofrecer formación a los pueblos indígenas.

¿Cómo es ese rostro indígena que le acoge?

Esta es una de las regiones con mayor número de pueblos indígenas de la zona: nueve en total. No-sotros acompañamos principalmente al pueblo mÿky y enawene nawe, con los que vivió el jesuita Vicente Cañas, asesinado brutalmente hace 30 años por defender sus derechos. También acompaña-mos a los manoki, los rikbatsá. Últimamente está todo muy abandonado. Los mÿky y los enawene nawe no son católicos, pero sí profundamente creyentes. Cuando estamos en las aldeas, nuestra pre-sencia es gratuita: estar, aprender, comer como ellos comen, dormir como ellos duermen. Nuestra tarea es respetar su tradición, su cultura, sus rituales. Creemos que esa presencia ya es semilla y flor del Reino de Dios, que va a ir creciendo.

¿Qué desafíos vive esta zona del planeta?

Todos los que se conocen: actividades ilegales que van desde mineras hasta pesqueras o madereras, pequeñas y grandes centrales hidroeléctricas, la contaminación, la ganadería, el agronegocio… La gran amenaza es la ambición del ser humano, que no tiene límite. Y ellos sufren todas las conse-cuencias, porque el hombre blanco sigue explotando hasta el infinito la riqueza de la Amazonía, que es el paraíso.

¿Qué retos tiene el equipo itinerante del que forma parte?

Necesitamos más presencia femenina. Somos cuatro varones y una religiosa muy mayor, y nos he-mos dado cuenta de que así, sin la mujer, la cosa se queda coja. En la Iglesia de la Amazonía, y en las comunidades indígenas, sin la mujer, el hombre está incompleto, y lo mismo sucede al revés. Su cosmovisión es muy dualista: noche/día, frío/calor, lluvia/sol, hombre/mujer. Juntos, el hombre y la mujer se complementan y no son dos, sino uno, que es para ellos el número perfecto. La mujer aquí es sagrada: es la que trabaja, la que educa, la que forma, la que cocina, la que lleva todo adelante. Necesitamos mujeres fuertes y valientes que le digan a la Iglesia y al mundo que ellas también son seguidoras y amigas de Jesús.

¿Cómo vive desde el terreno este Sínodo Amazónico que se celebra en Roma este mes de octubre?

El trabajo previo ha sido un gran paso, y en él las comunidades se han movilizado y los obispos han escuchado. Y eso significa que el Espíritu de Dios va cambiando las cosas, que va llamándonos a una verdadera conversión, no solo a la ecológica, sino a una más profunda. Queremos una Iglesia con laicos y laicas que caminan, que sueñan, que piensan, que reflexionan, que dialogan. Y del diá-logo nace la luz. Queremos una Iglesia que no sea cerrada, sino abierta, que incluya a todos y a to-das, sin diferencia de color de piel, de pueblo, de nación, de fronteras, de lenguas. Una Iglesia rica que vea la diferencia, no como una amenaza, sino como una riqueza. La Iglesia aquí es así. Hay muchos niños, muchos adolescentes y jóvenes que quieren seguir viviendo como indígenas: libres, generosos, comunitarios. El cambio ya se está dando, y eso es señal de Dios, señal de Jesús y señal del Espíritu Santo. Queremos una Iglesia sencilla, con los pobres, que se llene de barro, que sienta la lluvia, y que no viva con la cabeza, sino con el corazón. La Amazonía hay que sentirla porque es tierra sagrada.

¿Y personalmente?

Estoy emocionado, esperando y confiando que algo grande va a venir, va a pasar, que lo vamos a hacer, porque Dios no quiere esto. Dios nos ha escuchado, Él escucha a los pobres, y estamos espe-rando que nos salve, porque Jesús nos salva a todos. Juntos como comunidad, vamos remando en la canoa para el mismo sitio. Queremos esa Iglesia con rostro amazónico

Ana María Medina

Periodista de la diócesis de Málaga

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