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Bernardo, el cazador de almas

Publicado: 15/12/2017: 1468

Con 20 años de edad, decidió encerrarse entre los muros de un convento; pero dos tercios de su existencia los gastaría recorriendo miles de kilómetros. Siempre se consideró un monje, un hombre de oración; sin embargo fue consejero de papas, reyes y obispos. Se sumergió en la acción, aunque no abandonó el recogimiento. Porque Bernardo unió “la más intensa y profunda contemplación con la más directa y polémica intervención en la historia” (Diccionario de los Santos, Leonardi, C. et al., vol. I., p. 364).

Nació en 1090. Podría haber disfrutado de una vida tranquila y colmada de bienestar, pues su padre era el señor de Fontaines-les-Dijon, caballero del Duque de Borgoña, la exuberante tierra de viñedos del Este francés. No obstante, tras la muerte de su madre cuando él tenía 17 años, decidió optar por la vida monástica. En aquel momento, Cluny representaba la relajación y un desmedido poder temporal, por lo que optó por incorporarse a la orden del Císter, que había sido recientemente fundada por Roberto de Molesmes sobre la antigua localidad romana de Cistercium. Aun tan joven, ya poseía una personalidad carismática y una elocuencia irresistible, por lo que le siguieron al convento más de treinta personas, entre los que se contaban su tío y cuatro hermanos, así como amigos y camaradas que se sintieron estimulados por su excepcional magnetismo. Poco después, siguiendo las instrucciones de su superior, marchó a fundar una nueva abadía en un bosque solitario, refugio de delincuentes. El esfuerzo y empuje de Bernardo y sus compañeros convirtió aquel paraje sombrío en Clara Vallis, el claro valle (Claraval) que quedaría ya para siempre asociado a su nombre.

Su capacidad de discernimiento y su prudencia, junto con la coherencia que demostraba en su vida austera,  hizo que personas de toda clase y condición comenzaran en seguida a requerir sus consejos y recomendaciones. Sus exhortaciones eran desnudamente sinceras, lejanas de cualquier compromiso ni vinculación. Con actitud profética, no vacilaba tampoco en reprender a quienes merecían reproche, incluso si se trataba de una dignidad civil o eclesiástica. A un clérigo le advirtió: “parece que te imaginas que los bienes de la Iglesia son tuyos. Pero te equivocas totalmente; porque, si es justo que quien sirve al altar viva del altar … todo lo que vaya más allá de una mesa sencilla y un vestido modesto es sacrilegio y robo”. Y a un obispo le escribió “¿crees cerrarme la boca diciéndome que un monje no tiene por qué darle lecciones a los Obispos? Quiera el cielo que entonces me cierres también los ojos. Porque aunque yo me callara, ellos, los pobres, los desnudos, los hambrientos hablarían; se levantarían para decirte: nuestra vida es la que mantiene tu lujo, tus vanidades son el robo de lo que nos es necesario”.

La libertad con la que hablaba y escribía (por ejemplo, defendió a los judíos contra los brotes antisemitas) no hizo sino incrementar cada vez más su autoridad moral, que fue aumentando de modo imparable, interviniendo –exitosamente- incluso en el cisma entre el papa Inocencio II y los antipapas Anacleto y Víctor. Precisamente su tratado “De consideratione”, dirigido al papa Eugenio III –que había sido monje en su convento de Claraval- ha sido y sigue siendo un referente de preciosos consejos para los sucesivos papas, hasta la actualidad.

Bernardo exhortaba a Eugenio con respeto y confianza: “Yo, a decir verdad, me encuentro liberado de mis servicios maternales contigo, pero no me han arrancado el afecto de madre. Hace mucho que te llevo en las entrañas y no es tan fácil que me arranquen un amor tan íntimo. Ya puedes subir a los cielos o bajar a los abismos, que no acertarás a separarte de mí; te seguiré a donde vayas. Amé al que era pobre en su espíritu; amaré al que ahora es padre de pobres y ricos. … Te amonestaré, pues, no como un maestro, sino como una madre. Tal como le corresponde al que ama. Quizá parezca más bien una locura, pero lo será para el que no ama ni siente la fuerza del amor”. (De consideratione, prólogo).

Advierte Bernardo al papa sobre los peligros que pueden acecharle en el ejercicio de su suprema potestad espiritual, siendo llamativas las prevenciones contra los abogados: “Sí; deben tramitarse las causas. Pero como es debido. Porque resulta detestable cómo se encauzan habitualmente los litigios; algo indigno, no digamos ya de los tribunales de la Iglesia, sino hasta de los civiles. Me pasma cómo pueden escuchar tus piadosos oídos unas argumentaciones y contrarréplicas de los abogados, que sirven más para destruir la verdad que para esclarecerla”.

Comentando este tratado, en el libro de Peter Seewald (“Luz del mundo: El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos”) Benedicto XVI consideraba que “el tono fundamental es … ¡no perderse en el activismo! Habría tanto que hacer, que se podría trabajar sin interrupción, Y justamente eso es erróneo. No perderse en el activismo significa mantener la consideratio, la circunspección, la penetración clarividente, la visión, el tiempo de la ponderación interior, del ver y tratar con las cosas, con Dios y sobre Dios. En sí, no pensar que hay que trabajar sin interrupción es importante para todo el mundo, por ejemplo, para todo aquel que gestione una empresa, y tanto más para un papa, tiene que dejar muchas cosas en manos de otros para conservar la visión interior de conjunto, el recogimiento, del cual puede provenir entonces la visión de lo esencial”.

Más aún: los prácticos recordatorios que incluye el tratado son sobre todo “enseñanzas para poder ser un buen Papa”. Pero “en este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los Papas de todos los tiempos, san Bernardo no sólo indica cómo ser un buen Papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo, que desemboca, al final, en la contemplación del misterio de Dios trino y uno” (Benedicto XVI, Audiencia General, 21.X.2009)

Bernardo se implicó personalmente en la organización de la Segunda Cruzada, -incluso fue el redactor de los estatutos de la naciente Orden de los Templarios-, por lo que el ulterior fracaso de ésta le acarreó un descrédito que sobrellevó con dignidad: “Me siento feliz de poder servirle de escudo a mi Señor. Acojo con gusto las imprecaciones y los dardos blasfemos de mis detractores, con tal de que no lleguen hasta él. Aguanto cualquier afrenta para que no sufra menoscabo la gloria de mi Dios. Me sentiría plenamente feliz si de verdad pudiese decir: por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro. Es para mí un gran orgullo compartir la suerte de Cristo, que digo: las afrentas con que te afrentan caen sobre mí”. (De consideratione, Libro II, cap. 4)

Pero su contínua actividad no le impidió ahondar en algunas cuestiones teológicas que aportaron excelentes frutos a la Iglesia. Así, en su Tratado sobre la Gracia, profundiza (frente a los rebrotes pelagianos y semipelagianos que con su errado optimismo antropológico terminaban privando de valor a la muerte redentora de Jesucristo -v. Agustín-), en  la absoluta gratuidad y necesidad de la Gracia:

“El papel del libre arbitrio es el de ser salvado; el de la Gracia, de salvar. Quitad la gracia; no hay nadie que se salve. Ambas son igualmente necesarias. La una para operar la salud, y la otra para recibirla y aprovecharla. Es por la libertad que queremos. Es por la gracia que queremos el bien. Es la gracia la que excita el libre arbitrio sembrando buenos pensamientos. Es la gracia la que lo cura cambiando las pasiones. Ella lo fortifica para hacerlo obrar. Lo protege para que no se extravíe. En este trabajo íntimo, la gracia da el primer paso; luego acompaña a la voluntad en todo el resto del camino. Sólo la solicita para poder obrar con ella. La iniciativa pertenece a la gracia; la perfección de la obra es el hecho de la gracia y del libre arbitrio a la vez. Obran juntamente, no separados. Al mismo tiempo, no sucesivamente. La gracia no hace una parte de la obra y el libre arbitrio la otra. Operan simultáneamente, de una manera indivisible. El libre arbitrio hace todo; la gracia lo hace todo también. Pero lo mismo que la gracia lo hace todo en el libre arbitrio, el libre arbitrio lo hace todo por la gracia”.

A pesar de los fuertes dolores estomacales que sufrió crónicamente, Bernardo nunca desfalleció. Su legitimidad radicaba en su entrega sin reservas, su prestigio en su absoluta independencia y su ejemplo de vida intachable. Se entregó del todo a la Iglesia, defendiéndola contra cualquier intromisión civil ilegítima (“los negocios de Dios son los míos: nada de cuanto les concierne me es extraño”). Y se volcó con todos y cada uno de los monjes que le eran confiados (“yo seré su padre, su madre, su hermano, su hermana”, escribiría a unos padres preocupados por el ingreso de su hijo en su convento…)

Todo ello hizo de él la figura más atrayente de su época. Y el deseo de imitarle suscitó innumerables vocaciones. Su aspecto, literalmente, fascinaba a quien le escuchaba: “El rostro extenuado por la fatiga y los ayunos, pálido, el aspecto como espiritualizado y tan impresionante que su sola vista persuade a sus oyentes, aun antes de que haya abierto él la boca. Y luego su emoción profunda, su ardor incomparable, fruto de un largo ejercicio, su dicción clara, su gesto siempre apropiado” (testimonio de Wibaldo, abad de Stavelot, Lieja). Era tan seductor su talante, que incluso había madres que prohibían a sus hijos verle u oírle, seguras de que en tal caso marcharían irremediablemente al convento.

La luz de sus ojos, que había iluminado aquel claro valle borgoñés, se extinguió cuando tenía 63 años. Su actitud libre y valiente sigue siendo hoy muy vigente (“mi filosofía más íntima consiste en conocer a Cristo, y a Cristo crucificado”). Amó sin reservas a la Virgen (“no eres más santo porque no amas más a la Virgen”). Cada vez que rezamos la Salve, a él le debemos la frase final: “oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María”. Y defendió hasta la extenuación la libertad de la Iglesia, y su dignidad (“no conviene que la esposa del Verbo sea estúpida”), siendo considerado, en vida y tras su muerte, una “muralla inexpugnable que sostiene a la iglesia” (Inocencio II).

Con todos estos méritos, no es extraño que fuese honrado como Doctor de la Iglesia, título que le confirió el papa Pío VIII en el año 1830.

 


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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