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Anselmo, el Doctor Magnífico

San Anselmo de Canterbury
Publicado: 20/09/2017: 2549

En el valle de Aosta, al noroeste de la península italiana, en los límites de la Lombardía y el antiguo reino de Borgoña, se encuentran las cimas más altas de Europa: el Gran Paraíso, el Monte Blanco, el Cervino y el Monte Rosa. También allí nació una de las cumbres de la filosofía medieval, padre de la Escolástica, Anselmo.

Vino al mundo en 1033. Desde muy pequeño, influido quizás por su madre, deseó ingresar en un priorato benedictino; pero la firme oposición de su padre lo impidió. La relación con éste era absolutamente áspera. Cuenta su biógrafo Eadmero que “viendo que era inútil cuanto Anselmo hacía para desarmarle”, pues “cuanto más humilde se mostraba, más severo encontraba a su padre”, “no pudiendo soportarlo y temiendo algo más desagradable, prefirió decir adiós a los bienes paternos y a la patria, antes de dar lugar a una escena vergonzosa y desagradable para sí mismo o para su padre”.

Y huyó. Cruzó a pie el Monte Cenis, por el mismo paso que según algunos autores usó Anibal para atravesar los Alpes. Casi murió en el intento. Logró llegar a Borgoña, y de ahí pasó finalmente a Normandía, donde ingresó como monje en la abadía de Bec. Allí fue al poco tiempo elegido prior, y más tarde, contra su voluntad, abad.

En esa época escribió De veritate, De libero arbitrio, De casu diaboli y De grammatico, así como el Monologion y el Proslogion (Sobre la verdad) en el que expone su célebre argumento ontológico para probar la existencia de Dios:

“Ciertamente creemos que Tú eres algo mayor que lo cual nada puede ser pensado. Se trata, de saber si existe una naturaleza que sea tal, porque el insensato ha dicho en su corazón: no hay Dios. Pero cuando me oye decir que hay algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, este mismo insensato entiende lo que digo; lo que entiende está en su entendimiento, incluso aunque no crea que aquello existe. Porque una cosa es que la cosa exista en el entendimiento, y otra que entienda que la cosa existe. Porque cuando el pintor piensa de antemano el cuadro que va a hacer, lo tiene ciertamente en su entendimiento, pero no entiende todavía que exista lo que todavía no ha realizado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el entendimiento sino que entiende también que existe lo que ha hecho.

El insensato tiene que conceder que tiene en el entendimiento algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo que se entiende existe en el entendimiento; y ciertamente aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, no puede existir en el solo entendimiento. Pues si existe, aunque sea sólo en el entendimiento, puede pensarse que exista también en la realidad, lo que es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor. Luego existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual nada puede ser pensado”. (Proslogion, Cap. II)

Contra este argumento a priori de Anselmo, el monje Gaunilo se opuso por considerar que era ilegítimo saltar de lo pensado a lo real: no porque uno piense, por ejemplo, en una isla “Perdida” en cierta parte del océano, pletórica de riquezas y bienes, debe la misma existir necesariamente.

Anselmo, a su vez, afirmó que esa objeción carecía de valor, ya que la isla más rica y agradable que se pudiera pensar sería siempre un objeto contingente (cuya esencia no implica su existencia). El tránsito de la esencia pensada a la existencia real sólo es lícito en el caso de Dios, y no tiene sentido si se aplica a una isla u otro objeto cualquiera. Concluyó Anselmo con ironía que “Si alguien encontrara algún objeto” –con excepción de Dios- “ya en la realidad, ya en la mente sólo, al cual se pudiera aplicar mi argumentación, yo encontraré y le regalaré esa isla perdida para que no se pierda nunca más”.

Igualmente trascendentales para la historia del pensamiento cristiano fueron sus intervenciones en el Concilio de Bari, apoyando las tesis latinas en la polémica –que aún perdura- sobre el filioque: en tanto que los ortodoxos consideran que el Espíritu procede solo del Padre, los latinos consideramos que procede del Padre “y” del Hijo.

Y respecto a la encarnación y la redención, en su “Cur Deus homo” (¿Por qué Dios se hizo hombre?) explicó: el pecado, por ser una ofensa a Dios, para ser dignamente expiado, demanda una satisfacción infinita. Dios, por otro lado, no debía ni perdonar gratuitamente, ni dejar al hombre sin reparación. El vacío dejado en el cielo por los ángeles rebeldes debía ser ocupado por los hombres redimidos. Pero esa satisfacción condigna no la podía hacer ni Dios solo, ni la creatura sola; por tanto, era preciso el Dios-hombre.

“En esta visión soteriológica los autores han visto: un excesivo racionalismo, un pesado juridicismo, … un lamentable olvido del compromiso histórico de Jesús y del valor salvífico de su resurrección.

En todas estas observaciones hay una parte de verdad. Sin embargo, hay que advertir que Anselmo intentó dar razón teológicamente de dos cosas: del acontecimiento de la encarnación redentora como fruto de una iniciativa de gracia de Dios, y de la muerte de Cristo como acontecimiento en el que la humanidad participó activamente en la restitución del honor de Dios y del Orden de la creación y, consiguientemente, en la propia salvación. Por eso mismo, en su teoría se salvaguarda la substancia de la fe cristiana, aunque revestida de una pesada conceptualización jurídica e inclinada a una excesiva racionalización”. (G. Iammarrone, Satisfacción, Pacomio, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995)

La excelsa capacidad especulativa de Anselmo, y sus extraordinarias aportaciones al pensamiento, no fueron impedimento para su enérgica lucha por la libertad de la Iglesia. Nombrado arzobispo de Cantebury en 1093, con su carácter suave pero firme se enfrentó a la fortísima oposición de las autoridades políticas inglesas, especialmente la que presentaron los reyes Guillermo el Rojo y Enrique I.

Era la época de la llamada Guerra de las Investiduras, en la que (sobre todo desde Gregorio VII), la Iglesia luchó por recuperar su legítima autonomía frente a las injerencias del poder imperial en materia de nombramiento de obispos. Tras incontables disputas que le costaron incluso el exilio en 1103, el tesón y la capacidad de maniobra de la que hizo gala Anselmo permitió una solución de compromiso en 1106: el rey Enrique I renunció a la reclamación de conferir las investiduras eclesiásticas a los obispos y abades, en tanto la Iglesia permitiría a los prelados prestar homenaje por sus posesiones temporales. Esta hábil negociación permitiría preparar el camino para la solución de idénticas controversias en Alemania.

Tres años después, Anselmo falleció.

Anselmo “aspiraba a alcanzar la visión de los nexos lógicos que existían en el interior del misterio, a percibir la "claridad de la verdad" y, por ello, a captar la evidencia de las "razones necesarias", que subyacen en lo más profundo del misterio. Un intento ciertamente audaz … En realidad, su búsqueda del "intelecto" (intellectus) situado entre la "fe" (fides) y la "visión" (species) proviene, como fuente, de la misma fe y está sostenida por la confianza en la razón, mediante la cual la fe en cierta medida se ilumina.

El propósito de san Anselmo es claro: "elevar la mente a la contemplación de Dios" (Proslogion, Proemio). En cualquier caso, siguen siendo programáticas para toda investigación teológica sus palabras: "No intento, Señor, penetrar en tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi intelecto; pero deseo comprender, aunque sea imperfectamente, tu verdad, que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para comprender —Non quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam—" (Proslogion, 1). (Carta del Santo Padre Benedicto XVI con ocasión del IX Centenario de la muerte de San Anselmo, 15 de abril de 2009).

La tradición cristiana le titula “Doctor Magnífico”. En el año 1720, Clemente XI le declaró formalmente Doctor de la Iglesia.


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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