Vida DiocesanaDoctores tiene la Iglesia

Pedro, el cardenal de acero

San Pedro Damián, Doctor de la Iglesia
Publicado: 05/07/2017: 1421

Al nacer Pedro, su madre adoptó una terrible decisión. Estaba acuciada por la pobreza, y había tenido ya otros siete hijos. Instigada por algunos de ellos, decidió dejar morir de hambre al recién nacido.

Apenas había despuntado el año 1000. La miseria campaba por toda Europa. El continente estaba desgarrado por la indigencia y las epidemias. Y en la memoria colectiva, las diversas invasiones vikingas, húngaras y sarracenas habían generado un miedo pánico al “otro” en términos absolutos.

En ese ambiente de constante temor opresivo, el infanticidio era relativamente habitual, y las autoridades no lo perseguían en las épocas de hambruna. Pero una mujeruca que escuchó el llanto agónico de Pedro, recriminó a su madre su actitud. Y así aquel niño sobrevivió.

Tampoco Pedro tuvo una infancia feliz. Uno de los hermanos le obligaba a trabajar como un esclavo, atendiendo una piara de cerdos. Descalzo y semidesnudo, aquella durísima existencia con seguridad hubiera terminado con su vida.

Sin embargo, otro hermano, llamado Damián, se compadeció de él y lo rescató de la cautividad. Lo llevó a estudiar a Rávena, la ciudad italiana nororiental, a pocos kilómetros del Adriático. Después a Faenza, y por fin a Parma, también en la región de la Emilia-Romaña. En aquellas ciudades, el muchacho que pudo haber muerto al menos en dos ocasiones, y que adoptó el nombre de Damián como signo de gratitud a su hermano, comenzó a descollar como un excelente estudiante. Las durísimas circunstancias a que se había visto sometido, acrisolaron su personalidad, convirtiéndole en un joven de personalidad austera y férrea disciplina. Y en 1035, cuando contaba 28 años de edad, vistió el hábito monástico en la abadía de Fonte-Avellana.

Este eremitorio se encuentra en la ladera del Monte Catria, en los Apeninos Centrales. Había sido fundado sólo unos decenios atrás, pero ya era entonces célebre por la vida rigurosa de los monjes que lo habitaban. Dedicado a la Santa Cruz, en aquel tiempo constaba únicamente de un oratorio en torno al cual se erigían algunas celdas, colindantes con un bosque agreste. Allí, Pedro era, como cuentan sus biógrafos “verdaderamente libre, verdaderamente feliz”. En el silencio del retiro, descubrió que aquella vida eremítica estaba “en el vértice de los estados de vida”, pues allí el monje recibía “las arras del Espíritu Santo, y su alma se une feliz al Esposo celestial” (Ep. 18,17; 28,43).

Pero además de ser un hombre de oración y contemplación, Pedro fue un agudo teólogo que expuso en algunas de sus obras la dinámica intratrinitaria, utilizando los tres términos determinantes para el estudio de la vida interna de Dios: las procesiones, las relaciones y las personas divinas (Opusc. XXXVIII y Opusc. II y III).

Asimismo, desde el punto de vista de la eclesiología, “Pedro Damián desarrolla una teología de la Iglesia como comunión. "La Iglesia de Cristo - escribe- está unida por el vínculo de la caridad hasta el punto de que, como es una en muchos miembros, también está totalmente reunida místicamente en uno solo de sus miembros; de forma que toda la Iglesia universal se llama justamente única Esposa de Cristo en singular, y cada alma elegida, por el misterio sacramental, se considera plenamente Iglesia". Esto es importante: no sólo que toda la Iglesia universal está unida, sino que en cada uno de nosotros debería estar presente la Iglesia en su totalidad. Así el servicio del individuo se convierte en "expresión de la universalidad" (Ep 28, 9-23). (Benedicto XVI, Audiencia General, 9.IX.2009).

Pero el contraste entre la vida santa del monasterio y la corrupción de la moral y las costumbres de su tiempo era demasiado extremo como para que Pedro se desentendiera de él. Le resultaba particularmente doloroso que el clero, que debía ser ejemplo y guía del Pueblo de Dios, se encontrara en alto grado infectado por la simonía (el comercio con las sagradas órdenes) y el nicolaísmo (amancebamiento de los sacerdotes). En no mejor situación se encontraba el papado, pues durante el siglo anterior –el llamado por Baronio “siglo oscuro, de hierro y de plomo”-, más de 40 papas y antipapas desfilaron por la Santa Sede, pereciendo algunos de ellos de muerte violenta o siendo títeres de las familias más poderosas de Italia.

Quizás el más patético y grotesco de los episodios que tristemente hubo de protagonizar la Iglesia de aquella época previa a Pedro Damián, fue el llamado Concilio de los Cadáveres: en 896, el papa Esteban VI, a fin de invalidar las ordenaciones de su antecesor Formoso, ordenó su exhumación, le cubrió con las vestiduras y dignidades papales y le sometió a un proceso, contestando por él un diácono situado a su lado. Los restos de Formoso fueron condenados y degradados, siendo después arrojados al río Tíber. El propio Esteban VI, que había ordenado este macabro simulacro de juicio, muy poco después sería encarcelado y estrangulado.

Desde la atalaya de su soledad eremítica, legitimado por su conducta irreprensible, Pedro comenzó a fustigar con acritud los vicios imperantes en la Iglesia. No vaciló en acusar a los sacerdotes -e incluso a los Obispos- corrompidos, exhortando a los sucesivos papas a que hicieran realidad la indispensable reforma que él postulaba. “Por vuestra actitud –intimó a Gregorio VI- respecto del Obispo de Pesaro, se juzgará lo que deba esperarse para las otras Iglesia”. (Ep. VII,1) “Trabajad –clamó ante el Papa Clemente II- en restaurar la justicia actualmente pisoteada: usad de los rigores de la disciplina eclesiástica para que los malvados sean humillados y los humildes recobren la esperanza” (Ep. I,3). Y ya reinante Leon IX, Pedro escribió una flamígera obra titulada “Libro sobre Gomorra, contra la cuádruple putrefacción de la corrupción carnal”.

En 1057, el papa Esteban IX decidió crearle Cardenal. Tanto se opuso Pedro al nombramiento, que el papa sólo consiguió arrancarle la aceptación bajo amenaza formal de excomunión. A partir de entonces los sucesivos papas le reservaron las legaciones más complejas, conscientes de que al ser absolutamente irreprochable, nadie se atrevería a intentar doblegar su voluntad y decisión con dinero o prebendas. Al servicio de la Santa Sede desempeñó satisfactoriamente las misiones diplomáticas de Milán, Limoges, Sauvigny y Florencia, siendo quizás su logro más destacado convencer a Enrique IV de que se abstuviera de repudiar a su esposa Bertha.

Pero quizás la obra más importante y decisiva durante el período de frenética actividad del férreo Pedro Damián, fue el decreto sobre la elección pontificia dictado durante el sínodo de Letrán de 1059. Desde la restauración del Imperio de Occidente por Otón el Grande en 962, el papa canónicamente elegido no podía ser consagrado sin haber antes prestado juramento de fidelidad al emperador. De modo que ya fuesen los representantes del emperador germano, ya las familias nobles italianas eran laicos quienes en realidad designaban al papa. “El decreto dado por (Nicolás II) regulando para siempre las elecciones pontificias con la participación de los cardenales en ellas fue de tan trascendental importancia en la historia del pontificado, que puede señalarse como un hito divisorio de dos períodos. Fue un paso decisivo para la libertad de la Iglesia romana, que no estaría supeditada a poderes terrenos, que tantas veces la habían hecho esclava de la política o de la ambición.” (Llorca Vives, B., García Villoslada, R. y Javier Montalbán, Francisco, Historia de la Iglesia Católica, Ed. Católica, 1950, t. II p. 175).

En el curso de una de sus embajadas papales, Pedro Damián falleció en Faenza en 1072. Doscientos cincuenta años más tarde, Dante Alighieri le situó, en su Canto XXI del Paraíso, en el Séptimo Cielo, el de los contemplativos, desde el que continúa lanzando invectivas contra la corrupción y la inmoralidad de los clérigos indignos.

Y en 1828, León XII le proclamó Doctor de la Iglesia.


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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