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Juan, el abogado de las imágenes

Icono de San Juan Damasceno
Publicado: 09/05/2016: 1892

Las Cofradías en especial, y todo el mundo católico en general, entienden perfectamente que al venerar las imágenes sagradas no se incurre en fetichismo o idolatría. Todos comprendemos que "el culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado. ... el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que es imagen". (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, 81, 3, ad 3.).

Pero esta clara distinción entre la representación y lo representado no fue tan pacífica durante una época de la historia. Un movimiento importante, sustentado desde el poder imperial bizantino, propugnó durante más de un siglo la eliminación de cualquier imagen que pudiera ser objeto de veneración, a fin de respetar escrupulosamente el mandamiento bíblico: “No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto” (Ex. 20, 3-5). Providencialmente, un hombre llamado Juan lideró con firmeza la oposición a ese movimiento integrista.

Juan nació hacia 675 en Damasco, la capital de Siria, la seis veces milenaria "ciudad del Jazmín", hoy cruelmente golpeada por la guerra y el terror. Esta ciudad, que el Islam había conquistado en 636, llegó a convertirse en la capital del imperio musulmán,que se extendería desde España hasta la India bajo la dinastía de los Omeyas.

Su padre era recaudador al servicio de Abdul-Meleq, el "vicario del Profeta" –que eso significa Califa-. Los cristianos, tras la "sumisión total" de la ciudad -que eso significa Islam-, se habían convertido en ciudadanos de segunda, y estaban obligados al pago de impuestos por causa de su religión. A pesar de la "tolerancia" de las autoridades, la familia de Juan no tendría una posición cómoda, como cristianos sirviendo a musulmanes, y a la vez posiblemente despreciados por aquéllos como “colaboracionistas”.

Parece ser que el propio Juan hubo de ejercer este cargo durante algún tiempo.

La religión musulmana, como es sabido, no permite representar imágenes de Alá, el único Dios, pues este es "incognoscible", por lo que cualquier retrato suyo podría conducir a la idolatría, ya que no se veneraría a Dios, sino a una mera representación. Tampoco la religión judía lo permitía, conforme al precepto de la Ley antes citado. Y a su vez, a principios del siglo VIII comenzó entre algunos obispos cristianos una tendencia a la iconoclasia (“ruptura de imágenes”), quizás como reacción ante los abusos supersticiosos de ciertos sectores de la población.

El emperador bizantino León III, asumiendo estas tesis, estableció para todos los cristianos la prohibición de la veneración de iconos. Sin embargo, Juan, desde Damasco, fuera del alcance del emperador, comenzó a argumentar a favor de las imágenes, distinguiendo perfectamente entre el culto (latreia) y la veneración (proskynesis). El primero está reservado en exclusiva a Dios. La segunda puede rendirse a las cosas creadas, incluyendo los santos, iconos y reliquias.

En sus escritos, Juan argumentaba que desde su encarnación, el propio Dios permitió que los hombres pudieran verle, oírle y tocarle, en la persona de Su Hijo. Tras la muerte y resurrección de Jesucristo, nosotros escuchamos sus palabras a través de los libros sagrados, y veneramos dichos libros porque nos permiten oir sus palabras. Asimismo, en los iconos contemplamos los trazos, y captamos así la gloria de su divinidad. “En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios. Yo no venero la materia, sino al creador de la materia, que se hizo materia por mí y se dignó habitar en la materia y realizar mi salvación a través de la materia. Por ello, nunca cesaré de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. Pero de ningún modo la venero como si fuera Dios. ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido la existencia a partir del no ser? (...)" (Contra imaginum calumniatores, I, 16)

Además de ferviente defensor de las imágenes, Juan fue asimismo un excelente sistematizador del dogma. Compiló con una gran capacidad de síntesis lo mejor de la tradición patrística. Su principal obra es su Fuente del Conocimiento, divida en tres partes: Dialecta (100 capítulos filosóficos introductorios a la exposición de los dogmas, con definiciones de Aristóteles y de los Padres), De las herejías (donde analiza más de 100 desviaciones) y De la fe ortodoxa (que fue la primera exposición sistemática del dogma, sobre Dios, la Trinidad, la Creación, la Providencia, la Encarnación, así como distintas cuestiones de cristología, mariología, escatología y sacramentos). Esta magna obra, considerada por muchos la primera Suma Teológica, bebe de distintas fuentes, especialmente de Gregorio Nacianceno, Basilio, Cirilo de Alejandría, León, Atanasio y Juan Crisóstomo.

Con el tiempo, Juan marchó de Damasco al monasterio -aún existente- de San Sabas, al sudeste de Jerusalén, y en 726 fue ordenado sacerdote en Jerusalén por el patriarca de la Ciudad Santa. Por su parte, el hijo del emperador Leon III, Constantino V, intensificó durante su reinado la actitud iconoclasta de su padre, llegando a perseguir y torturar a los monjes iconódulos (veneradores de imágenes). La iconodulia llegaría a ser considerada incluso una herejía por un pseudo Concilio celebrado en Hieria, cerca de Constantinopla, en el que tras la muerte de Juan (750) se anatemizó su doctrina e incluso se desfiguró su apellido, trastocándolo de Mansur (en árabe, victorioso) a Manser (en griego, bastardo).

Más adelante, sin embargo, la emperatriz Irene, comenzó cautelosamente a sustituir las personalidades administrativas y eclesiásticas iconoclastas por otras iconódulas. Y tras el II Concilio de Nicea (787), el nombre y la doctrina de Juan serían solemnemente rehabilitados, estableciéndose que “el honor dado a la imagen, pasa al que la imagen representa; y el que reverencia una imagen, reverencia al que en ella está representado”.

Las tesis de Juan, más allá de su muerte terrenal, habían prevalecido gracias a su firmeza moral y la agudeza de su doctrina.

Pero más allá de clarificar perfectamente la cuestión de la veneración de las imágenes, su pensamiento nos presenta una profunda reflexión sobre la materia, el hombre y el alma: "Dios, que es bueno y superior a toda bondad, no se contentó con la contemplación de si mismo, sino que quiso que hubiera seres beneficiados por él que pudieran llegar a ser partícipes de su bondad: por ello creó de la nada todas las cosas visibles e invisibles, incluido el hombre, realidad visible e invisible. Y lo creó pensándolo y realizándolo como un ser capaz de pensamiento, enriquecido por la palabra y orientado hacia el espíritu" (o.c. II, 2). Pero por nuestra naturaleza caída (a causa de la libertad querida por Dios y mal utilizada por el hombre) "era necesario que la naturaleza fuese reforzada y renovada, y que se indicara y enseñara concretamente el camino de la virtud que aleja de la corrupción y lleva a la vida eterna ... Así apareció en el horizonte de la historia el gran mar del amor de Dios por el hombre ... Así el Hijo de Dios, aun subsistiendo en la forma de Dios, descendió de los cielos y bajó ... hasta sus siervos ... realizando la cosa más nueva de todas, la única cosa verdaderamente nueva bajo el sol, a través de la cual se manifestó de hecho el poder infinito de Dios" (o.c. III, 1). Como explicó Benedicto XVI (Audiencia general del 6 de mayo de 2009), "vemos que, a causa de la encarnación, la materia aparece como divinizada, es considerada morada de Dios ... podemos imaginar el consuelo y la alegría que difundían en el corazón de los fieles estas palabras [de Juan Damasceno] llenas de imágenes tan fascinantes. También nosotros las escuchamos hoy, compartiendo los mismos sentimientos de los cristianos de entonces: Dios quiere morar en nosotros, quiere renovar la naturaleza también a través de nuestra conversión, quiere hacernos partícipes de su divinidad".

El 19 de agosto de 1890, el papa León XIII proclamó a Juan Damasceno Doctor de la Iglesia.


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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