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Gregorio, el Cónsul de Dios

San Gregorio Magno
Publicado: 09/12/2015: 2096

Octubre de 586. Roma, sembrada de ruinas y superpoblada por los refugiados que han huido de las sucesivas invasiones bárbaras, es ya sólo una trágica sombra de la que fuera dueña del mundo conocido. La lluvia torrencial, que desde hace semanas descarga sin cesar sobre la ciudad, atemoriza a los ciudadanos, quienes no recuerdan haber visto jamás al Tíber tan crecido. Por fin, una noche el río desborda las murallas que lo acotan, inundando todas las casas adyacentes, en cuyos sótanos pierden la vida numerosos niños e impedidos. Muchos almacenes de granos asimismo se anegan, pudriéndose irremediablemente la cosecha. Al hambre sucederá después la peste, que siembra de cadáveres la urbe, muchos más de los que pueden ser enterrados.

Tras este trágico otoño, uno de los que morirá víctima de las epidemias es el Papa, Pelagio II. Los romanos se quedan sin su padre espiritual; pero también sin la figura que aglutina el poder político, que habían ocupado los pontífices ante el avance bárbaro y la incapacidad y dejación de los gobernantes civiles: desde hacía más de cuarenta años, ya ni siquiera había cónsules en Roma, una de sus instituciones primordiales.

Desesperados, los romanos se dirigen al convento del monte Celio, donde reside el único que intuyen que puede sacarles de aquella desesperada situación de hambre, miseria y miedo: Gregorio, que había huido del mundo para rezar y meditar.

Pero ¿quién era Gregorio? ¿Hacia quién volvían sus ojos aquella generación postrada de romanos?

Gregorio había nacido en 541, justo cuando cesaba en sus funciones el último cónsul de la historia de Roma. Procedía de una familia tradicional católica, e incluso uno de sus antepasados había sido Papa (Félix III). Estudió derecho y llegó a desempeñarse con éxito desde 572 como prefecto de la Urbe (encargado del orden público de la ciudad y de su abastecimiento; sus funciones equivaldrían a las de un alcalde-gobernador). Pero en aquella época de caos, sobresaltos y guerras contínuas, se inclinó por la vida religiosa, llegando a ser "apocrisiario" (nuncio) del Papa en Constantinopla. Finalmente optó por ingresar en un monasterio benedictino.

Su salud era débil. Padecía dolores estomacales crónicos, que habían aumentado en periodicidad e intensidad con la disciplina propia de la vida monacal. Cuando el pueblo le requirió, incluso intentó fugarse, sin éxito. Finalmente aceptó hacerse cargo de aquel marasmo tembloroso que era Roma, "ruinas sucesivas". Por todas partes -se quejó- encontraba luto, esclavitud, mutilación y muerte. A la propia Iglesia la comparó con "una barca vieja y carcomida, suspendida sobre el abismo y crujiendo como a la hora del naufragio" (Ep. I, 4). Pero aceptó.

Acostumbrado a la ordenada organización ejercida durante su prefectura, comenzó a ejecutar simultáneamente una serie de disposiciones urgentes.

De un lado, reguló el ordenamiento económico de la Iglesia. Dictó instrucciones concretas para evitar la corrupción con los bienes eclesiásticos. Y como la carestía y las invasiones afligían duramente al pueblo, proveyó con las rentas de estos bienes la compra de alimentos, el rescate de los prisioneros y el pago de tributos para mantener la paz con los bárbaros.

Por otra parte, sin grandes profundizaciones teológicas, se ocupó de instruir moralmente al pueblo, comenzando por los propios eclesiásticos con su Regla pastoral. En ella reclama a los fieles que se abstengan de las críticas injustas, y a los pastores del orgullo y la soberbia (él mismo sería el primer Papa que se calificó como "siervo de los siervos de Dios").

"Afirma que el obispo es ante todo el predicador por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere además que conozca a los destinatarios y adapte sus intervenciones a la situación de cada uno: san Gregorio ilustra las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han visto en esta obra también un tratado de psicología." (Benedicto XVI, Audiencia General de 4 de junio de 2008). En todo caso, como recuerda en la homilía sobre Ezequiel, "el predicador debe mojar su pluma en la sangre de su corazón; podrá así también llegar al oído del prójimo".

A pesar de su salud frágil (de sus 40 homilías sobre el Evangelio, sólo pudo predicar personalmente 20, el resto lo tuvo que hacer un clérigo en su nombre, tan quebrantado se encontraba) mantuvo durante sus 14 años de pontificado una actividad febril; se conservan más de 800 de sus cartas, donde disponía de los asuntos más variados, y en las que pueden estudiarse en profundidad los terribles avatares con los que tuvo que enfrentarse.

Particularmente delicadas fueron la negociaciones con los enemigos más cercanos del Imperio, los longobardos, que saqueaban continuamente el territorio. Sin embargo, en lugar de considerarlos como enemigos, los vió como personas, seres humanos que, también hijos de Dios, precisaban la salud de la fe. Y en efecto se dedicó, superando su quebrantada constitución física, a evangelizar con ardor misionero, consiguiendo impresionantes éxitos durante su papado. Obtuvo incluso la conversión de los anglos, en quienes él veía angli (ángeles), superando espiritualmente los límites fronterizos que había alcanzado el Imperio en sus días de máximo esplendor. Señalando su preocupación y hábiles esfuerzos para que entre los distintos pueblos se establecieran relaciones de fraternidad basadas en el respeto recíproco, Benedicto XVI dirá de él que era un "hombre inmerso en Dios", un "verdadero pacificador". (o.c.) Doctrinalmente, siguió fielmente la tradición de Agustín, y enriqueció la cristología con explicaciones acerca de la ciencia en Cristo (Ep. X, 35). Aún hoy, más de 14 siglos después de su muerte, continúan vivas muchas obras suyas. Reformó las ceremonias de la Misa, dando al canon la forma actual. Sentó las bases del que constituiría el canto gregoriano, llamado así en honor suyo. Señaló la eficacia de las misas "gregorianas" (serie de misas que se aplican por un difunto durante 30 días sin interrupción).

En nuestro Catecismo, el eco de su voz resuena en los números 94 (el crecimiento en la inteligencia de la fe), 795 (la Iglesia es una con Cristo), 1031 (la purificación final o purgatorio), 1866 (los pecados capitales) y 2539 (el pecado de la envidia). Con particular fuerza nos invoca su exhortación para que amemos a los pobres: "cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia" (Past. 3,21, en C.I.C. 2446).

Gregorio, en fin, nos señaló, como hoy nos recuerda asimismo el Papa Francisco, que debemos convertirnos y ser discípulos misioneros. "Haced que los otros os acompañen; que sean vuestros compañeros en el camino que conduce a Dios. Cuando, yendo por la plaza o los baños públicos, encontréis a uno desocupado, invitadle a acompañaros. Porque vuestras mismas acciones cotidianas sirven para uniros a los otros. ¿Vais a Dios? Procurad no llegar solos. Que aquel que en su corazón ha escuchado ya la llamada divina saque de ella una palabra de aliento para su prójimo". "Dios todopoderoso permitió que aquel a quien tenía preparado para cabeza visible de toda la Iglesia tuviera miedo de las palabras de una criada y lo negase. Sabemos que sucedió esto por especial providencia de su alta piedad, para que el que había de ser Pastor de la Iglesia aprendiese en su culpa a ser misericordioso con los demás. Esto es, primeramente le hizo conocerse a sí mismo, y después le puso al frente de los demás, para que aprendiera por su flaqueza con cuánta misericordia había de tolerar las flaquezas ajenas".

Se desgastó en el servicio a Dios y a su Iglesia, falleciendo en 604, a los 63 de edad. Él, que a lo largo de toda su vida sufrió el dolor y la enfermedad con paciencia, había escrito que "se debe aconsejar a los enfermos que consideren cuán saludable para el alma es la molestia del cuerpo, ya que los sufrimientos son como una llamada insistente al alma para que se conozca a sí misma. El aviso de la enfermedad, en efecto, reforma al alma, que por lo común vive con descuido en el tiempo de salud. De este modo el espíritu, que por el olvido de sí era llevado al engreimiento, por el tormento que sufre en la carne, se acuerda de la condición a que está sujeto" (Regla, 33, 12)

Gregorio -a quien llamarían más tarde "Magno" y "Doctor de la Contemplación"- fue verdaderamente providencial para su generación, y aún hoy seguimos alimentándonos de su doctrina. No es de extrañar que tras su muerte, en su epitafio fuera calificado como "el Cónsul de Dios".

El Papa Bonifacio lo declaró Doctor de la Iglesia el 20 de septiembre de 1295.


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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