Pedro Crisólogo
Publicado: 04/09/2015: 1513

Fue obispo de Rávena, al norte de Italia, a los pies del Adriático, del 433 al 450. Sus discursos eran tan elaborados –crisólogo, verbo de oro-, que nuestro genial Quevedo, maestro del conceptismo, se inspiraría doce siglos después en su prosa rotunda y alambicada. Apenas entraba en polémicas teológicas y disquisiciones dogmáticas, prefiriendo explicar en sus sermones la segura doctrina católica. Y cuando llegó el momento, supo vencer la tentación de discutirle el primado al obispo de Roma, a pesar de que Rávena era por aquel entonces la sede del Imperio.

Había nacido en Forum Cornelii, hoy Ímola, alrededor del 380. Mantenía excelentes relaciones con Gala Placidia, regente del imperio durante la minoría de edad de su hijo Valentiniano III, por lo que accedió al episcopado en Rávena por designación papal, en contra de la voluntad manifiesta del clero y el pueblo.

En esta ciudad, que había desplazado a Roma como capital del Imperio por sus ventajas defensivas (estaba rodeada de ciénagas y pantanos) un tercio de la población era aún pagana. Este hecho, la franca oposición de su presbiterio, que le consideraba un advenedizo, junto con la indiferencia y pasividad de los raveneses cristianos, no le auguraban un episcopado precisamente sereno.

Pero la confianza que había depositado el papa Sixto III en él no se vería defraudada. Sus homilías, que procuraba fuesen breves para no fatigar a su auditorio, se centraban en que Dios prefiere ser amado que temido, y que el autodominio frente a las pasiones es el medio más seguro para llegar a Él. Dentro de esa brevedad, y cuidando todos los detalles (incluso no predicar durante los días de calor insufrible) (1) fue poco a poco ganándose el apelativo con el que la posteridad le conocería: crisólogo, palabra de oro. Jugaba a su antojo con las figuras retóricas, especialmente los pleonasmos y paralelismos, imprimiendo un ritmo a su mensaje que fascinaba a sus oyentes. Instruía sobre los pasajes del Evangelio, los salmos, el símbolo de la fe o el contenido de las oraciones, salpicando sus sermones con ejemplos de la vida militar y marinera (2) que llegaban con facilidad al corazón, y desde éste al entendimiento.

“El hijo pródigo. Sin el padre, el capital desnuda al hijo, no le enriquece … el ciudadano se convierte en peregrino, el hijo en mercenario, el rico en pobre, el libre en esclavo. … En el padre es donde se encuentra la dulce condición, la servidumbre libre, la seguridad absoluta, el temor alegre, el blando castigo, la rica pobreza y la posesión segura. Pero el desertor del amor, el tránsfuga de la piedad, es destinado a servir a los puercos, a ser manchado y pisoteado por los puercos…”

“Sé, pues, oh hombre, sacrificio y sacerdote para Dios, no pierdas lo que te ha sido dado por el poder de Dios, revístete de la vestidura de la santidad, cíñete el cíngulo de la castidad; sea Cristo el casco de protección para tu cabeza; que la cruz se mantenga en tu frente como una defensa; pon sobre tu pecho el misterio del conocimiento de Dios; haz que arda continuamente el incienso aromático de tu oración; empuña la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar; y así, puesta en Dios tu confianza, lleva tu cuerpo al sacrificio. Lo que pide Dios es la fe, no la muerte; tiene sed de tu buena intención, no de sangre; se satisface con la buena voluntad, no con matanzas”.

Naturalmente, Pedro era muy consciente de la importancia de su sede episcopal, y sabía que su actitud ante determinados temas teológicamente comprometidos podía tener mucha influencia en relación con los otros obispos de occidente. Es más, siendo ya Rávena la sede imperial, ¿qué le impedía a él disputarle al Papa la primacía? Por eso se valora enormemente aún hoy la actitud que tuvo con Eutiques.

Eutiques era archimandrita de un monasterio de Constantinopla. En vísperas del Concilio de Calcedonia, intentaba recabar el favor de varios prelados influyentes –entre ellos el de Pedro- buscando apoyos a su doctrina monofisita (Eutiques mantenía que, antes de la Encarnación, había dos naturalezas en Cristo, pero en la encarnación la naturaleza humana fue “absorbida” por la naturaleza divina). Sin embargo, Pedro le contestó:

"Triste he leído tus tristes letras. Porque así como la paz de la Iglesia, la concordia de los sacerdotes y la armonía del pueblo me llenan de alegría, así la disensión fraterna me aflige y abate".

Fiel a Roma, le exhorta a que acate y siga las directrices del pontífice que estaba "puesto por el bienaventurado Pedro, que vive aún y preside su cátedra, y comunica la verdad a los que la buscan. En cuanto a mí, el amor de la paz y de la verdad no me permiten intervenir en cuestiones de fe sin el consentimiento del obispo de Roma."

Y así, su prudencia en su actuar, y su pasión y perfeccionismo en la predicación le terminaron convirtiendo en un gran Obispo, que para él debe ser un hijo de la Iglesia “que no la abrume con su peso, ni la aterre con el temor, ni la conmueva con la intriga, ni con la esperanza la perturbe; sino que la sustente con el obsequio de su fidelidad, la persiga con la vigilancia amorosa de sus cuidados, le procure lo necesario con solicitud, ordene con blandura la familia de Dios, reciba a los peregrinos, sirva a los que obedecen, obedezca a los reyes, colabore con las potestades, dé el homenaje de la reverencia a los ancianos, el de la bondad a los jóvenes, a los hermanos el del amor, el del afecto a los pequeñuelos, y a todos el de una servidumbre libre por Cristo”.

Pero a pesar de su grandeza como hombre y como sacerdote, Pedro era muy consciente de su pequeñez. De nuestra transitoriedad. Agudamente reflexiona: “los pasados vivieron para nosotros; nosotros, para los que vendrán: nadie para si.”

Fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1729 por Benedicto XIII.

1 “Largo tiempo he callado mientras duraban los calores, para que no me echasen la culpa de ardores y enfermedades que pudieran originarse de la presión de las gentes … pero como el otoño va templando el ambiente, podemos coger de nuevo el hilo de la palabra divina.”

2 Hoy está desplazada al interior, pero en aquel tiempo Rávena tenía acceso al mar.


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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