Vida DiocesanaDoctores tiene la Iglesia

Agustín, el Doctor de la Gracia (y II)

El triunfo de San Agustín, de Claudio Coello
Publicado: 20/07/2015: 4014

"He aquí que de la casa inmediata (5) oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo, mudando de semblante, me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos; y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol cuando me levanté de aquel sitio. Tomé el libro, lo abrí y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo (6). No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas"

Enfermo de pulmón, Agustín dejó la enseñanza y se retiró a una finca en Cassiciaco (7) a prepararse para el bautismo, que recibió de manos de Ambrosio, para gran satisfacción de su madre Mónica, que tantas lágrimas había derramado por su hijo, y que moriría poco después.

Poco después regresó a África. Ya en Tagaste, estableció una pequeña comunidad monástica para dedicarse por entero al estudio y a la meditación. Pero al cabo de 3 años, de modo inopinado y virtualmente contra su voluntad, fue llamado a servir a los fieles de Hipona (Hippo Regius, en Numidia, hoy Annaba, Argelia) como sacerdote y después como obispo. Aquí se produce la que Benedicto XVI llama su "segunda conversión".

"Renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339, 4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad" (8).

Al mismo tiempo, se consagró a impugnar la herejía donatista (9) obteniendo una victoria decisiva sobre ésta en la conferencia de Cartago de 411. Pero donde representó, hasta el final de sus días, la máxima autoridad por parte católica, fue en la controversia pelagiana, mereciendo por ello el título de "Doctor de la Gracia".

Los pelagianos consideraban que basta la capacidad natural del hombre para obtener la salvación, siendo suficiente para ello el uso de la razón y de la libertad sin una especial intervención sobrenatural de Dios. Así, negaban la sustancia y las consecuencias del pecado original, y la absoluta necesidad de la gracia. Según ellos, el hombre nace sin ninguna mancha original, siendo Adán sólo un "mal ejemplo", pudiendo hablarse de pecado original sólo en tanto en cuanto los hombres pecan como hizo Adán. Así, ni el bautismo es de absoluta necesidad para la vida eterna, ni la gracia es necesaria para las obras sobrenaturales, y ni siquiera la Redención puede ser considerada como un rescate. La gracia sería tan solo una "iluminación interior" sin transformar nuestra alma, y la Redención sería únicamente una invitación a una vida superior.

A esta "suficiencia" que caracteriza a muchos cristianos de hoy que, sin saberlo, son pelagianos, se opuso Agustín, que configuró su doctrina sobre la gracia en un admirable equilibrio con el libre arbitrio.

En efecto, Agustín considera que "por gozar de libre albedrío, la voluntad humana puede elegir el mal, esto es, pecar. Con ello hace un mal uso del libre albedrío. Por el pecado original, además, el hombre se ha colocado en tal situación, que con el fin de salvarse necesita la gracia. La salvación del hombre no es, pues, cosa que se halle enteramente en manos del hombre. Pero al mismo tiempo no puede decirse que el hombre se halle salvado o condenado, haga lo que haga. El hombre es libre, pero es libre de hacer libremente lo que Dios sabe que hará libremente. De este modo pueden acordarse varias cosas que parecían incompatibles: el absoluto ser y poder de Dios, y la existencia del mal; este absoluto ser y poder y el libre albedrío humano..." (10)

El legado de Agustín es verdaderamente inmenso. Se conservan más de mil publicaciones, entre obras filosóficas, dogmáticas, exegéticas y apologéticas. Pero, aunque él se daba perfecta cuenta de su superioridad intelectual y de su misión teológica, huyó de la vanagloria: más de una vez dice expresamente que todo lo que tiene se lo debe a la bondad divina (11)

Y en esa actitud se inicia, según Benedicto XVI, su "tercera conversión": "la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna"(12).

Con esa disposición, Agustín falleció en 430, durante el asedio de los vándalos a Hipona. Dieciséis siglos después, su luz sigue brillando con enorme fuerza.

Fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1295 por el papa Bonifacio VIII.

(5) Existe en Milán la tradición de que el huerto donde Agustín oyó la voz que refiere aquí es el mismo que tiene ahora la iglesia de San Ambrosio; y que la capilla llamada de San Remigio está en el mismo sitio en que se hallaba Agustín cuando oyó aquella voz.

(6)   Rom, 13,13-14. En la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (BAC 2010): "Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no déis pábulo a la carne siguiendo sus deseos".

(7)   Hoy, Cassago Brianza, a 35 kms. de Milán.

(8)   Benedicto XVI, Audiencia General de 27 de febrero de 2008.

(9)   Según los donatistas (seguidores del obispo de Cartago Donato había que exigir la máxima pureza a los sacerdotes, ya que la validez de los sacramentos según ellos dependía de quien los administraba. En contra, Roma consideraba -y considera, cfr. el n. 1128 del Catecismo de la Iglesia Católica- que una vez que alguien es ordenado sacerdote, la validez de los sacramentos que administra es innegable, independientemente de que lleve o no una vida santa.

(10)   Ferrater Mora, José, o.c. p. 78

(11)   Civ. Dei, 22,30; Ep. 52,4, etc.

(12)   Benedicto XVI, Audiencia General de 27 de febrero de 2008


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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