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Agustín, el Doctor de la Gracia (I)

San Agustín
Publicado: 07/07/2015: 3242

Posiblemente la conversión más conocida de la historia, después de la de Pablo de Tarso, es la de Agustín.

La suya, sin embargo, no fue una conversión "instantánea". Fue un largo y en muchas ocasiones doloroso proceso, que conocemos con detalle gracias a un libro excepcional en todos los sentidos, sus Confesiones. En esta obra, de género absolutamente novedoso en su época, Agustín relata en primera persona y con sinceridad conmovedora su itinerario vital, desde sus primeros recuerdos hasta el fallecimiento de su madre. Y allí, junto a profundas reflexiones filosóficas y teológicas, nos descubrirá el apasionado proceso de su incansable búsqueda de la verdad (1).

Agustín nació en el 354 en Tagaste, Numidia (hoy Souk Ahras, Argelia), en el África romana. Desde niño se reveló dotado de una inteligencia extraordinaria, y con una capacidad memorística asombrosa (2). Estudió gramática y literatura latinas en Madaura, donde comenzó a alejarse de la fe católica que su madre Mónica había intentado transmitirle. Un forzoso año sabático en Tagaste (a la espera de un mecenas que le financiara los estudios) agravó este alejamiento.

Con 16 años marchó a Cartago, donde convivió con una concubina a la que sería fiel durante 14 años aunque sin contraer matrimonio (según el p. Gabriel del Estal, por impedimento legal, debido a la desigualdad social existente entre ambos (3) ) hasta que fue despedida. Esa mujer generosa, de la que desconocemos incluso su nombre, se retiró prometiendo a Dios no conocer a otro hombre. Agustín nos revela que habiendo sido "violentamente arrancada de mi lado como estorbo para mi casamiento aquella mujer con quien yo estaba acostumbrado a tratar y en quien tenía puesto mi corazón, me quedó éste tan lastimado y herido que la llaga todavía estaba fluyendo sangre." (Conf., 6,15,25). No sólo dejó a Agustín para no entorpecer su posible matrimonio, sino que le dejó al hijo natural de ambos (Adeodato)."

La lectura del Hortensio de Cicerón, obra hoy desgraciadamente perdida,  le fascinó y le motivó aún más en su búsqueda de la verdad, auténtica obsesión para Agustín. Pero en ese proceso de discernimiento quedó atrapado en la secta maniquea.

Los maniqueos eran los seguidores de Manes (210-276) que recibió una supuesta revelación  por parte de un espíritu, al que él llamaría su Gemelo, el cual le mostraría la verdad divina. Distinguía dos naturalezas existentes desde el principio, la luz (Ormuz) y la oscuridad (Ahriman), siendo el universo el resultado temporal de un ataque al reino de la luz por el de las tinieblas. Manes se había declarado "discípulo de Jesucristo", pero a su vez se consideraba el Paráclito de la Verdad, y el Mesías, reuniendo en su persona -siempre según él, claro- la síntesis y perfección de todas las religiones.

Este sistema gnóstico fascinó durante 9 años a Agustín, pero frente a sus incisivas preguntas, los maniqueos siempre se remitían a su obispo Fausto. Finalmente, las entrevistas personales de Agustín con el tal Fausto le revelaron que éste no era sino un charlatán con mediocre inteligencia, y la doctrina en general, un conjunto de fantasías y falsedades (4).

No obstante, este desengaño intelectual alimentó aun más su ansia de conocer la verdad. Durante su estancia en Roma y Milán, donde actuó como profesor de retórica, continuó su búsqueda, y en esta última ciudad le atrajo el neoplatonismo de Plotino, a partir de cuya filosofía comenzó a concebir a Dios como sustancia puramente espiritual, y al mal como privación.

También serían providenciales los sermones de Ambrosio que escuchaba con admiración, hasta su conversión definitiva en 386 cuando, según la célebre escena relatada por él mismo (Conf. 8, 12) escuchó una voz infantil que repetía "Tolle, lege" (toma y lee). 

(1)    Desde sus primeras inquisiciones filosóficas San Agustín buscó no (o no sólo) una verdad que satisficiera a su mente, sino una que colmara su corazón. Solamente así puede conseguir la felicidad. (...) La verdadera felicidad se encuentra únicamente en la posesión de la verdad completa — verdad que debe trascender todas las verdades particulares, pues de lo contrario no sería, propiamente hablando, una verdad. La Verdad perseguida por San Agustín es la medida (absoluta) de todas las verdades posibles. Esta Suprema Medida es, y sólo puede ser, Dios. La busca agustiniana de la Verdad no es, así, sólo contemplativa, sino también eminentemente "activa"; no implica sólo conocimiento, sino fe y amor. La verdad debe conocerse no simplemente para saber lo que es "Lo que Es"; debe conocerse para conseguir el reposo completo y la completa tranquilidad que el alma necesita. La posesión de la Verdad, antes que ser objeto de ciencia, lo es de sapiencia o sabiduría. Y la busca de la verdad no es un método, sino un "camino espiritual" — un peregrinaje, un "itinerario".

San Agustín no cree porque sí, y menos porque el objeto de la creencia sea absurdo. Tampoco comprende por comprender, sino que cree para comprender (y, podría añadirse, comprende para creer). (...) La verdad ... no podría alcanzarse sin la fe, en tanto que fe iluminada. A diferencia de los empiristas, San Agustín piensa que no puede conocerse sin la razón. Pero a diferencia de los racionalistas, está convencido que no puede conocerse sin la fe. Esta no es una fe ciega, sino una fe iluminada e iluminadora ... La fe a que se refiere San Agustín no tiene nada de irracional o de "absurdo". ... La fe es iluminadora porque es fe en Dios y en Jesucristo; por lo tanto, es algo que trasciende toda inteligencia y que hace posible, a la vez, la inteligencia.

(2)   En los capítulos 10,8 ss. de sus Confesiones, Agustín realiza unas profundas y muy interesantes reflexiones acerca de esta potencia.

(3)    S. Agustín y su concubina de juventud, S. Lorenzo de El Escorial, EDES, 1996. En el mismo sentido, Peter Brown: Agustín de Hipona, Madrid, Acento ed. 2001, p. 65.

(4)    Contra los maniqueos, en general, Agustín esgrimió que el Mal no es una sustancia, sólo el Bien es algo positivo; que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son obra de Dios; y que Cristo fue verdadero hombre, y no tenía "cuerpo aparente", como sostenía esta secta.  


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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