Tres eran los problemas que afectaban a la Iglesia en los siglos X y XI: La investidura laica, la simonía y la clerogamia.

Desde antiguo, los obispos eran elegidos por el clero y por el pueblo y consagrados por el metropolitano de la región. Pero con la llegada del feudalismo, los señores feudales empezaron a intervenir en la elección de abades y obispos. Los electos no siempre tenían sincera vocación al episcopado. Mediante la “investidura” (entrega simbólica de un anillo y de un báculo), el electo juraba fidelidad al señor feudal (vasallaje). El metropolitano lo consagraba, tuviera o no vocación el candidato. Terminaba el obispo electo por ser el vasallo del señor y, a su vez, se convertía en “señor” del territorio anejo al obispado.

Lo grave fue que príncipes o monarcas ambiciosos concedían el obispado al candidato que pagara mejor; esta era la simonía o venta de un “bonum spirituale” por un precio material. Muchos de estos obispos no guardaban el celibato y vivían en concubinato (nicolaitismo clerogamia) con el consiguiente daño moral a clérigos y fieles.

Contra estos graves problemas va a luchar con férrea tenacidad un monje cluniacense elegido papa, Gregorio VII (1073). En unconcilio de Roma (1074) prohíbe el ejercicio del sacerdocio a todo clérigo simoníaco o concubino. En un sínodo de 1075 prohíbe la investidura laica bajo pena de excomunión, ya para el que la da como para el que la recibe.

Enrique IV de Alemania desobedece al Papa y en 1075 nombra seis obispos. Gregorio VII termina por excomulgarlo. La osadía de Enrique IV llega al extremo de deponer a Gregorio VII y de nombrar a Clemente III (antipapa). Ante las revueltas en Roma, Gregorio VII se refugia en Santangelo y, semidesterrado, muere en Palermo (1085). Sus sucesores, los “papas gregorianos” siguieron el camino emprendido por el papa de la “Reforma gregoriana”.