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Juan, el de la boca de oro

San Juan Crisóstomo
Publicado: 15/05/2015: 3103

En este mundo políticamente correcto y plagado de posibilistas, echamos en falta personas como Juan de Antioquía. Coherentes, consecuentes, radicales. Valientes, a pesar de las consecuencias. Brújulas que marcan la dirección adecuada y que son silenciadas precisamente por ello.

Su ciudad natal era una de las metrópolis más importantes del imperio. Construida a orillas del río Orontes, llamado por los árabes El Assi (rebelde, desobediente) por “fluir al revés” durante 500 kilómetros desde el Antilíbano. Allí se fundó la primera comunidad cristiana estable en el mundo gentil. Allí su admirado Pablo inició su trabajo apostólico. Allí comenzaron a llamarnos “cristianos” a los seguidores de Jesús de Nazaret. (Hch. 11,26).

Juan perdió a su padre con tan solo unos meses de edad. Su madre, viuda desde los 20 años, prefirió no contraer un segundo matrimonio para dedicarse por entero a su hijo. Pasado el tiempo, Juan compensaría a su vez esta entrega, acompañándola y cuidándola hasta su muerte, en lugar de realizar su deseo de establecerse como ermitaño en las montañas vecinas (De sacerdotio, 1,4). Sólo tras perderla marcharía a una cueva, donde permaneció unos años, hasta que tuvo que regresar a la ciudad por la afección de los riñones que le paralizaba como consecuencia de la fuerte privación y disciplina a la que se sometió. Allí fue ordenado primero diácono (381) y después sacerdote (386).

Comenzó a predicar en la principal iglesia de la ciudad. Su madre le había enviado en su juventud a estudiar retórica con el célebre pagano Libanio (“el pequeño Demóstenes”) (1). Y así, su talento natural para la oratoria se unió a la técnica aprendida de su maestro, llegando a alcanzar las cotas más altas en su predicación, hasta el punto que la posteridad le titulará “Crisóstomo” (boca de oro).

Juan no fue un teólogo especulativo, más bien un “pastor de almas a tiempo completo”, como le calificó Benedicto XVI (2) (Audiencia general de 19 de septiembre de 2007). “Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial … las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas; el conocimiento debe traducirse en vida” (ibidem). Y esa coherencia indomable fue la que no pudieron soportar en Constantinopla.

Había sido consagrado en 398, a pesar de sus reticencias, obispo de la Nueva Roma. Nada más tomar posesión, quedó horrorizado por el ambiente de corrupción que en el palacio imperial –y en el episcopal- reinaba. Inmediatamente, comenzó una labor de reforma radical, que le proporcionaría un clamoroso apoyo entre los pobres y desfavorecidos3, pero que le granjería al mismo tiempo el odio de aquellos a quienes recriminaba abiertamente sus actitudes antievangélicas.

Juan comenzó “barriendo las escaleras desde arriba” (Paladio, Diálogo, V). Ordenó a su Ecónomo reducir drásticamente los gastos del mantenimiento de la sede episcopal, poniendo fin a los frecuentes banquetes que se celebraban con la excusa de la hospitalidad. Con lo ahorrado por la reducción de gastos, en menos de un año fundó un hospital. Reformó las costumbres distendidas del clero, prohibiéndoles que atendieran sus casas las “syneisactoe” (mujeres que habían hecho votos de virginidad) no tanto porque se hubieran producido escándalos sino por prevenirlos. Incluso tuvo que privar de las órdenes sagradas a dos diáconos, uno por asesinato y otro por adulterio. Confinó en sus monasterios a los numerosos monjes que vagaban sin rumbo y exentos de disciplina. Y a las viudas eclesiásticas que estaban viviendo mundanamente las obligó a casarse de nuevo, o a observar estrictamente las reglas morales exigidas por su estado.

Socialmente, sus palabras resuenan hoy en nuestros corazones con tremenda actualidad. El contraste violento de riqueza y pobreza, tanto en Antioquía como en Constantinopla, chocaban con su fino sentido de justicia social. Calcula (In. Act. Ap. Hom. 11,3) en unos 50.000 los pobres de Constantinopla, siendo de 100.000 la población cristiana. Mientras fustiga constantemente a los ricos por su indiferencia egoísta ante la suerte de sus hermanos menos afortunados, nunca se olvida de insistir en el deber de la limosna. Este tema recurre con tanta frecuencia en sus sermones, que se le ha llamado "San Limosnero”.

"Al principio Dios no hizo gente rica ni pobre, no proporcionó tesoro a unos y a otros les privó de esta adquisición, sino que a todo el mundo les propuso la misma tierra que labrar. Entonces, ¿cómo es que la tierra es un patrimonio de todos, y tú tienes tantas y tantas parcelas y tu prójimo no tiene ni un trocito de tierra? Los ricos y avaros son una especie de ladrones que están en el camino, asaltando a los que pasan por él y que encierran los bienes en sus almacenes, como cerdos en el barro que disfrutan en las cloacas de la codicia".

"La mesa no era de plata cuando hubo la cena mística. No era de oro el cáliz con el que Cristo dio de beber su sangre a sus discípulos. Sin embargo, todo era santo, precioso y despertaba la piedad. Si quieres respetar el cuerpo de Cristo, no lo desprecies cuando lo ves desnudo. ¿Qué sentido tiene que le vistas aquí de seda y ahí fuera le dejes hambriento y desnudo? ¿Para qué te sirve que en el altar haya cálices de oro y Cristo sufra hambre? Haces un cáliz de oro, pero no le das agua fresca a nadie. Cristo, como un vagabundo cualquiera pide abrigo y tú, en vez de darle cobijo adornas el suelo, paredes, columnas y atas a los caballos con cadenas de plata. Y a Cristo, atado en la cárcel, no lo quieres ni mirar."

Respecto a la esclavitud, en sus tres homilías sobre la Carta a Filemón la consideraba como un hecho y como una consecuencia del pecado, pero se negaba a aceptarla como una ley de la naturaleza. Proclama que la Iglesia no hace distinción entre esclavos y libres (Hom. 1) y fomenta por todos los medios la manumisión por parte de los dueños cristianos (Hom. 3). A los esclavos les llama “hermanos de Cristo” y exige que se les trate como a tales (Hom. 2).

Pero su "intransigencia" comenzó a crearle problemas. A pesar del apoyo de los humildes de la ciudad, felices por su mensaje de liberación y sus reformas sociales, la "limpieza" que había acometido en la Curia y los frecuentes reproches a la nobleza cortesana -de los que ni siquiera se libraba la mismísima emperatriz, Eudoxia- fue generándole más y más enemigos. Teófilo, el hábil y ambicioso patriarca de Alejandría, formó una coalición de distintos partidos contrarios a Juan, tanto episcopales como imperiales, y convocó en 403, en las cercanías de Calcedonia, el sínodo llamado "de la Encina", que le depuso y le envió al destierro.

El exilio duraría tan sólo un día, pues Eudoxia forzó el perdón imperial tras sobresaltarse con un terremoto que interpretó como un signo divino contrario a la sanción.

Juan volvió a la ciudad para continuar sus homilías arrebatadoras. "La predicación me cura. Tan pronto como abro la boca para hablar, desaparecen todas mis fatigas". Pero la tregua fue breve, y los desencuentros entre el obispo y la emperatriz se acentuaron cada vez más. Pronunció un sermón que comenzaba con estas palabras: "Nuevamente danza y se enfurece Herodías y pide la cabeza de Juan en una bandeja". (Sócrates, 6,18; Sozomeno, 8,20). La emperatriz se dio por aludida, con lo que la tensión se avivó de nuevo. Juan incluso sufrió dos intentos de asesinato, de los que pudo salir indemne. Para evitar derramamientos de sangre (los soldados imperiales irrumpieron violentamente la noche de la Pascua de 404 en una solemne ceremonia en que iban a recibir el bautismo 3.000 catecúmenos de manos de sacerdotes fieles al obispo), finalmente acató un nuevo decreto imperial de destierro y marchó a la pequeña ciudad de Cúcuso (hoy Goksun, en Turquía).

A pesar de la lejanía de Cúcuso (distante de Constantinopla más de 700 kilómetros), numerosos partidarios de Juan comenzaron a peregrinar a su lugar de destierro para recibir su aliento, amén de la intensa relación epistolar que mantenía el exiliado con sus amigos de la ciudad imperial y de otros muchos puntos del imperio. A su vez, el papa Inocencio I, y con él todo occidente, rompieron la comunión con Constantinopla por causa del injusto castigo. Pero el emperador, impelido por Eudoxia, a quien empezarían a llamar la nueva Jezabel, agravó más aún el castigo y ordenó su traslado al extremo más lejano del imperio, Pityum, la actual Pitsunda, en Abjasia, un lugar inhóspito y desértico en la extremidad oriental del Mar Negro.

El viaje fue inhumano. La ya quebrada salud de Juan no pudo soportar las agotadoras jornadas de 20 kilómetros diarios que le impusieron sus guardias, y falleció en septiembre de 404, a los sesenta años de edad.

Menos de un mes después, por una complicación en un parto, falleció Eudoxia, que acababa de cumplir veinticuatro.

Con "sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: "¡Gloria a Dios por todo!" (Benedicto XVI). 

Juan podría haber sido políticamente correcto, le sobraba inteligencia para haber adoptado una actitud posibilista. Pero prefirió, a costa de su sufrimiento, de su propia vida, actuar contracorriente. Su coherencia, su radicalidad evangélica, su conciencia del deber que conllevaba su dignidad episcopal, le hizo ser un rebelde, un desobediente. Como el río de la ciudad donde vió por primera vez la luz, donde pronunció sus primeras palabras.

En 1568, Pío V le declaró Doctor de la Iglesia.

(1) Cuando le preguntaron a Libanio en su lecho de muerte a quién designaba como sucesor, dijo “Yo había escogido a Juan, pero los cristianos nos lo han arrebatado”

(2) No obstante, por lo que a la doctrina católica sobre la Eucaristía se refiere, Crisóstomo es el testimonio clásico de la antigüedad cristiana; por esto se le ha proclamado Doctor eucharistiae". (Berthold Altaner, Patrología, Espasa-Calpe 1944 p.226) 3 Frecuentemente le aplaudían en la iglesia (Sócrates, Hist. eccl. VI).


Francisco García Villalobos

Secretario general-canciller del Obispado de Málaga.

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