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Padrenuestro XVIII (Postscriptum o final)

Publicado: 23/06/2016: 13468

A lo largo de estas 18 entregas, he intentado que nos asomemos al Padrenuestro e intentemos comulgar con la oración que nos enseñó Jesús.

Comulgar con su palabra, alimento de nuestra fe, significa aceptar la luz y el amor que ofrece el Padre que está en el cielo.

Pero con las palabras se comulga cuando nos dejamos interpelar por ellas y alcanzan nuestro centro, hasta el punto que nos alimentan e iluminan. Para lograr esto, los monjes del desierto aprendieron a orar repitiendo breves jaculatorias o palabras claves. A este tipo de oración lo llamaron: oración "hesicástica", (de "hesychía", "paz"), porque produce paz, quietud o sosiego. De ahí que se conozca también como "oración de quietud".

Pues bien, para que esta oración sea tal, la pequeña jaculatoria o frase hay que repetirla como verdad que se afirma y se cree. Hay que repetirla tras hacer silencio y puestos en la presencia de Dios. Repetirla es el secreto de esta forma de oración. Repetirla sabiendo lo que se está diciendo y creyendo en lo que se afirma. Repetirla despacio hasta que ella nos hable, y esto exige constancia. Constancia, porque cuando se persevera, esas palabras iluminan, y poco a poco pasan de ser palabras habladas a convertirse en palabras hablantes. Palabras que transmiten luz, quietud, alegría, fe y sentido de la existencia. Y es que, sólo el que ha sido deslumbrado por la Palabra del Señor, alcanza un encuentro personal con el Espíritu que la habita, el mensaje que ofrece, y la verdad y belleza que encierra.

Yo hace tiempo que hice mía la oración de los primeros cristianos: "Señor Jesús, ten misericordia de mí, pecador". Y reconozco que me ha hecho un gran bien. Pero, desde que comencé a escribir los pequeños artículos del Padrenuestro, cambié a la invocación inicial del mismo: "Padre nuestro que estás en el cielo". Y, aunque confieso que hubo momentos en los que pensé abandonarla, poco a poco, fui viendo cómo me unía más al Padre, Dios de toda gracia; a Jesús, manifestación del amor del Padre y único camino que a Él nos lleva; y al Espíritu Santo, porque sin él no podría decir: "Abba". Y, humildemente, reconozco que ha habido días en los que no he podido terminar la invocación, porque la certeza de que "nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar", la certeza de la fraternidad que empuja a vivir el "Padre nuestro", y del resplandor inalcanzable del cielo donde nos espera Dios, como "Abba", han sido causa de paz y de una especial alegría.

A veces, alguien me pregunta: ¿y si me distraigo, qué hago? Y siempre respondo: cuando descubra que se ha distraído, repita su frase, repítala, ella le llevará a romper el techo de la distracción y a la presencia de Dios. No se preocupe. Es tan grande la paz y alegría que Dios otorga, a quien persevera, que Jesús dijo: "Y mi alegría nadie os la podrá arrebatar."

Orar con la oración de quietud, se recomienda que tenga una duración de unos veinte minutos. 

En fin, cierro estos pequeños comentarios recordando que nos habita el amor del Padre y que ojalá respondamos con un canto que proclame la grandeza del Señor, como cantó María, la Virgen, porque la oración que Jesús nos ha entregado puede conducirnos a la gracia del encuentro con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, y a la alegría que brota del amor, que nada, ni nadie, nos podrá arrebatar.

Padre nuestro que estás en el cielo. Aleluya. Amén.

Lorenzo Orellana

Sacerdote diocesano

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