NoticiaColaboración

"En torno a la muerte", por José Sánchez Luque

Publicado: 30/10/2013: 3284

En pocos años se ha pasado de la celebración de la muerte como hecho inevitable, triste y doloroso, a la intención de ocultarla y silenciarla. Es más, la noche de Halloween ha desatado un comercio similar al de la navidad, con la intención no de horrorizar al personal ante el hecho de la muerte, sino de divertir. Es cierto que desde el Sócrates platónico hasta la segunda Crítica de Kant, el tratado sobre la inmortalidad del alma ha formado parte sustancial de la tradición filosófica occidental. Pero durante el siglo XIX desaparece súbitamente como un tema filosófico y se estudia solo desde la teología y la piedad religiosa. Desde entonces la filosofía ha renunciado a pensar sobre materia tan trascendental para el individuo. La modernidad nos viene a decir que el ser humano, con tan grandiosa dignidad, está llamado a un destino indigno: la muerte.

Con la modernidad nació la subjetividad. La persona humana es un ser con un yo terrestre, completo, autónomo y auto referencial. Fue necesario sacudirse de la tutela de la religión y esta renuncia conllevaba la negación de la esperanza en una inmortalidad del alma o una vida después de la muerte. La ausencia de esperanza –ateismo, agnosticismo, increencia- fue para muchas personas, durante los últimos siglos, una forma de honestidad intelectual, incluso de decencia y de higiene. Para esas personas tener esperanza sería rechazar una de las grandes conquistas de la humanidad: no estar obligados a arrodillarse nunca ante nadie.

Pero en la actualidad hay otros filósofos, como el vasco Javier Gomá Lanzón, en quien me inspiro al escribir este artículo, que nos dicen que hoy más que nunca es necesaria y pertinente la pregunta por la esperanza. Ahora que el yo moderno se ha constituido en una nueva totalidad, morir pertenece a la esencia misma del ser. Y ante las inmensas injusticias de nuestro mundo, se eleva a problema fundamental las amenazas que sufren los humanos, como tantas veces nos recuerda el papa Francisco. Nunca antes tuvo tanto sentido, como ahora, el convertir la nostalgia, por ese mundo nuevo que es posible, en esperanza. Nunca ha sido tan legítima y tan oportuna una pregunta sobre la esperanza.

Enterramos la persona amada y rechazamos todo consuelo. Sabemos que la muerte es ley de vida. Pero nos conmovemos ante la muerte del amigo. Caemos en un estado de desolación infinita y solo nos queda acercarnos a los efectos sedantes del olvido. Nos abrazamos ante la lápida recién sellada, siendo conscientes de que un día también nosotros llegaremos al mismo lugar. Pero frente al hecho de la muerte nadie comprende nada, nadie puede nada -¿quién se atrevería a decir que posee la llave de la vida?- y en ese punto toda persona, incluso la más experimentada y sabia, se parece a un niño indefenso.

Pero el Dios de la esperanza –civilizado y amistoso- no reclama de la persona vasallaje, como lo haría un engreído señor feudal del medioevo, sino que por el contrario, le ensancha sus posibilidades existenciales proporcionándole un ejemplo novedoso y esperanzador. Y ante la grandeza de ese Dios que se abaja hasta dar la mano y levantar el ánimo de la persona, podemos inclinarnos ante él. Pero esta postración no ofende la dignidad del hombre moderno sino que la honra. No se siente obligado ni apremiado por nadie: es un inclinarse ante otro autónomamente asumido.

Autor: José Sánchez Luque

Más noticias de: Colaboración