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Funeral del Rvdo. Alfonso Fernández-Casamayor

Publicado: 21/08/2016: 4822

Homilía pronunciada por el cardenal fernando Sebastián en el funeral del deán de la Catedral, Alfonso Fernández-Casamayor Palacio el 21 de agosto de 2016.

FUNERAL DEL RVDO.

ALFONSO FERNÁNDEZ-CASAMAYOR PALACIO

(Catedral-Málaga, 21 agosto 2016)

 

Lecturas: Sab 3, 1-9; Jn 11, 17-27.

Señores Capitulares, Sacerdotes concelebrantes, Fieles presentes y participantes, Hermanos todos en la fe de N.S. Jesucristo,

Estamos reunidos en torno al Altar del Señor para rezar por el descanso eterno de nuestro hermano Alfonso. Después de una larga enfermedad, que él ha soportado ejemplarmente con paciencia y fortaleza, las complicaciones que se han ido presentando en estas últimas semanas han terminado con su vida terrestre. Nada ocurre sin que intervenga la providencia misericordiosa de Dios.

Las circunstancias han hecho que sea un servidor quien presida esta Eucaristía que vamos a ofrecer por el alma de nuestro querido D. Alfonso. Desde hace unos días el Obispo de la Diócesis, D. Jesús Catalá, está en Roma, ocupado en gestionar varios asuntos, por lo cual, muy a su pesar, no ha podido acudir a esta celebración como hubiera sido su deseo. Para mí es un honor y un consuelo sustituirle en esta circunstancia.

La muerte es contundente. No hay negociación posible. Llega cuando llega, rompe toda comunicación, levanta barreras infranqueables y nos sitúa ante mundos inasequibles. D. Alfonso tenía 71 años, pero la muerte siempre llega demasiado pronto, siempre es inoportuna. Unos perdéis un hermano muy querido, otros un amigo fiel; todos perdemos en este mundo un gran sacerdote, un fiel servidor de la Iglesia de Jesucristo.

La muerte de las personas cercanas nos sitúa de golpe ante la fragilidad y la gratuidad de nuestra vida. Nos diste un tramo de vida, setenta años entre los vivos, y los más fuertes hasta ochenta. ¡Pero tú permaneces para siempre! (cf. Sal 89,10).

Estas últimas palabras del salmista son el inicio de nuestro consuelo y de nuestra esperanza. Todos morimos, pero Dios permanece, y este Dios que permanece es un Dios de vida, un Dios que nos ama para siempre, un Dios generoso que quiere tenernos siempre en su presencia. El amor y la fidelidad de Dios son fuente y garantía de nuestra propia inmortalidad. Alfonso ya no está con nosotros. Ya no podremos volver a verlo con los ojos de la carne, ni volveremos a escuchar su voz en este mundo. Pero la muerte está vencida. La vida de los justos está en manos de Dios. Nosotros sentiremos su ausencia, pero él está en paz junto a Dios (cf. Sab 3,1-3). El amor de Dios le acompañará eternamente.

Es el momento de rezar y de pedir al Señor que sea así. Le acompañamos con nuestra oración y nuestro cariño en ese momento fuerte del primer encuentro cara a cara con el Señor.

Él está con el Señor y allí nos espera hasta que lleguemos a reunirnos con él, para vivir eternamente, juntos y felices, a la sombra del amor misericordioso de nuestro Dios.

Aliviados con esta esperanza, damos gracias a Dios por su vida, por sus cualidades intelectuales y morales, por su vocación sacerdotal, por su sabiduría y magisterio, sus clases y sus escritos, por sus años de Rector y de Vicario, por sus muchos trabajos en la Catedral, por todos sus servicios a la Iglesia de Málaga y de España.

Como la hermana de Lázaro, nosotros creemos en el poder resucitador de Jesús y del Espíritu Santo. Alfonso creyó profundamente en Jesucristo que fue el Señor y el dueño de su vida. Estamos convencidos de que el Señor cumplirá en él su promesa: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,25-16).

De este modo su muerte sigue siendo ayuda y gracia de Dios para nosotros. Desde el otro mundo nos anima a los sacerdotes a ser fieles y diligentes, a servir al Señor y a los hermanos con alegría, con preparación, con generosidad y diligencia. Y a todos nos dice que lo más importante de la vida es preparar con tiempo, con humildad y confianza, el encuentro definitivo con el Señor.

Llegamos cuando morimos; Dios es el mar inmenso en que se ensanchan y perduran para siempre nuestras vidas. El cuerpo resucitado de Cristo es el mundo nuevo en el que arraigan y crecen nuestras almas con una vida perpetua y feliz. La fe nos anima a desear esta consumación, compartiendo ya desde ahora la muerte y la resurrección del Señor.

Mientras tanto con nuestra piedad y nuestro amor, con nuestra humildad y diligencia, hagamos que esta vida de la tierra, la vida y las ocupaciones de cada día, sean de verdad el camino que nos lleve hasta la Casa de Dios y de los santos, a la vida definitiva de la resurrección y de la gloria.

Que el Señor y la Virgen María abran las puertas del Cielo a nuestro hermano Alfonso, y que ellos nos lleven también, cogidos de la mano, por el camino de la humildad y del servicio, hasta la vida gloriosa y feliz de la Patria celestial. Así sea.

+ Fernando Sebastián

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