«Eucaristía: Fuente y Fiesta de Libertad»

Publicado: 06/08/2012: 1450

Examen parcial de filosofía en un Instituto. Los alumnos debían responder a la pregunta: ¿Qué es la libertad? Un alumno contestó: “La libertad no existe. Por lo menos yo no la he tenido nunca. Jamás hice lo que he querido; por tanto, no quiero contestar a una pregunta que no tiene respuesta”.

Alguien ha escrito que la pregunta que se hace Shakespeare “Ser o no ser”, debería ser matizada así: “Ser libre o no ser libre”. Claro, todo depende de lo que se entienda por “libertad”. Algunos filósofos la descri­ben así: “La libertad es el poder inmanente al sujeto, en orden a su reali­zación, que se define como la capacidad de decidirse o autodeterminarse”.

En la tradición cristiana, basada en la doctrina evangélica, la liber­tad se define como la capacidad de la persona para obrar en uno u otro sentido, como dueño de sus decisiones y asumiendo la responsabilidad correspondiente. La libertad es el don más grande que Dios nos ha con­cedido y por el que nos asemejamos a El.

Pero la realidad, la experiencia personal y colectiva, nos dice que la persona humana no es totalmente dueña de sí misma; está parcialmente condicionada por la herencia, por el ambiente, por la ignorancia y, más en la médula de su ser, por el pecado y los hábitos desordenados que ha adquirido. La libertad absoluta es propia y exclusiva de Dios. La libertad humana es siempre limitada y es tanto mayor cuanto más liberado del pecado esté el sujeto.

San Agustín distingue el “libre arbitrio” (que es esa libertad imper­fecta, aunque suficiente para hacernos responsables de nuestros actos), y la “libertad” propiamente tal (que existe cuando ninguna traba interior condiciona una opción). Esa se da en un grado óptimo cuando la persona opta por el bien, amándolo: entonces se adhiere en totalidad a lo que pide todo su ser y lo perfecciona. Repitámoslo: sólo se es libre en la medida que amamos y realizamos el bien.

La celebración de la Eucaristía (la misa) es fuente y fiesta de liber­tad. Porque la Eucaristía es la actualización de la pasión, muerte y resu­rrección de Jesucristo, que se entregó, amándonos, para liberarnos del pecado que es esclavitud. Cada vez y donde quiera se celebre la misa, Dios Padre, por el Espíritu, nos ofrece a Jesucristo como liberador total y definitivo. La Eucaristía nos da capacidad para amar. Y sólo se es libre cuando amamos como Dios nos ama.

Para quienes todavía, y sin culpa propia, no ha llegado la luz de la fe, el Espíritu ofrece otros medios de libertad que, de una u otra manera, están conectados con Cristo por el que Dios Padre nos salva de la esclavi­tud moral y social, que es negación de la persona.

En la celebración de la Eucaristía hay dos elementos fundamentales e inseparables que constituyen un único sacrificio, el de la cruz, el sacrifi­cio nos libera; nos libera a la manera como, atendiendo a la palabra de Moisés, la sangre del cordero pascual, marcando los dinteles de la puerta de cada familia hebrea, liberó al Pueblo escogido de la esclavitud de Egip­to. Estos dos elementos son la Palabra y el Pan y Vino (cuerpo y sangre de Cristo sacrificado).

Por la Palabra proclamada los cristianos sienten iluminada su men­te, liberándola del error moral. Por la comunión (profunda conexión en­tre Jesucristo y el comulgante, como el alimento que se identifica y absor­be por y en el cuerpo), reciben la fuerza interior necesaria para salir de las tinieblas y andar por los caminos de la vida como hijos de la luz, como “resucitados”.

Esto exige una máxima atención a la Palabra. Es conveniente que la Palabra (las lecturas bíblico-litúrgicas) se lea personalmente antes de ir a la celebración, como es esencial que se preste atención a la proclamación de la misma. Esto, a su vez, exige una buena acústica, un buen tono y una buena dicción por parte del lector que proclama la Palabra.

Con relación a la comunión (unión de todos los hombres con Cris­to y con los hermanos) es imprescindible refrescar la fe en la presencia real de Jesús en el Pan y el Vino consagrado y recibido. La fe en la presen­cia divina es el canal por el que nos llega la fuerza interior. Sin fe “eucaristizada”, la comunión pierde su efecto. La rutina (la repetición mecánica) de los comulgantes es la causa del escaso provecho en la vida cristiana de los llamados “practicantes”.

La Palabra nos ofrece la verdad; el Pan, la fuerza para vivirla en su doble vertiente: Dios y los hermanos. Y es así como nos liberamos de lo negativo que nos destruye, nos liberamos del pecado.

Señor: ayúdame a comprender que la Eucaristía me libera y con­vierte mi vida en una fiesta compartida con toda la creación.

Abril 2000.

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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